“En la parda y reseca Castilla / hay un verde y florido vergel / que es la más singular maravilla / y en Castilla no hay otro como él /.../A Arenas de San Pedro / oasis de delicia / poema que conjunta / Andalucía y Galicia /.../ En su ambiente se olvidan las penas / los Galayos su verde pinar / sus Campiñas preciosas y amenas / quien las vio no las puede olvidar”.

Extracto del pasodoble arenense escrito por A. Olabarría con música de Jiménez y Navarro.

La Andalucía de Ávila fue cabecera del periódico de la comarca, una denominación acuñada a finales del pasado siglo para presentar las crónicas de uno de los parajes más fértiles de la vieja Castilla. El Valle del Tiétar, situado al suroeste de la provincia de Ávila, es, sin embargo, una encrucijada natural que acoge la influencia climatológica, administrativa, social, gastronómica y costumbrista que marcan sus lindes castellano-manchegas, extremeñas y madrileñas. Este microsistema mediterráneo de finos prados de corte astur o galaico y en el que encontramos palmeras, naranjos, robles, castaños, álamos, fresnos, piornos, retamas, romero, alcornoques, olivos, vides, higueras, encinas y, sobre todo, sus frondosos pinares, compone un óleo en el que la naturaleza ha utilizado paletas y pinceles que sirven para engalanar un fondo majestuoso, el de las nieves perpetuas de Los Galayos, la Mira y el Almanzor; esto es, la sierra de Gredos. Así, sus habitantes tienen la sabiduría y el gusto por lo primario de los pueblos serranos, la piel curtida por el sol de los sufridos agricultores castellano-leoneses, el gracejo extremeño en el habla y la gastronomía y, en ocasiones, el dinamismo comercial de los numerosísimos madrileños y talaveranos que se acercan, incluso se quedan, a disfrutar de sus riquezas.

En torno a Arenas de San Pedro

Son gentes orgullosas de su historia, de su entorno, de sus virtudes y sus improductivas rivalidades. Son pueblos guardianes de sus tradiciones, de sus santos y sus vírgenes, de sus ríos, sus montañas, sus dehesas y, en ocasiones, de una bella arquitectura rural, la que ha sobrevivido a los desmanes urbanísticos de las últimas décadas, tropelías de la construcción originadas por la explosión turística de la zona en las décadas de los 60 y 70 del siglo XX y amparadas en la permisividad, quién sabe si obligada, de las autoridades de turno. Obviamos profundizar en la “burbuja inmobiliaria” del reciente XXI para no hurgar más en la herida. Aún así, pese al hormigón, permanece su esencia, permanecen sus casas rústicas, a veces centenarias, de piedra, barro y adobe, añejas vigas, puertas y balcones de madera; y permanecen el pico Almanzor y la capra hispánica. Son sus símbolos y Arenas de San Pedro el centro neurálgico y cabeza de partida de una comarca denominada en sus orígenes Ferrerías de Ávila por las ricas minas de hierro que existían en la zona.

Esta población de apenas 7.000 habitantes, arrasada y saqueada en varias ocasiones –las veces más cruentas por las tropas napoleónicas y por bandoleros ex-carlistas capitaneados por Blas García, alias “El Perdiz”– cuenta con su propia historia, la del castillo de los Condestables de Castilla Ruy López Dávalos y Álvaro de Luna y la esposa de este último, Doña Juana de Pimentel, la “Triste Condesa”; la historia particular del infante Don Luis de Borbón, su minimal corte y su palacio, donde llegaron a morar personajes de la talla de Francisco de Goya y Luigi Boccherini; y la de su santo y patrón, San Pedro de Alcántara. “Siempre incendiada y siempre fiel”, como rezan la inscripción y el motivo iconográfico de su escudo, esta villa es punto de partida y destino de un recorrido, susceptible de múltiples variantes, por el Valle del Tiétar.

Por el Alto Tiétar

Tres son las vías por las que se puede acceder a Arenas de San Pedro: la N-502 desde Ávila, atravesando los puertos de Menga y el Pico, la N-V, autovía de Extremadura, por el desvío nº 123 (dirección Ávila), y la C-501, que es la que recomendamos en esta ocasión, bien desde Plasencia, atravesando la bella comarca cacereña de la Vera; bien desde Madrid, pasando Chapinería, el Pantano de San Juan, Pelayos de la Presa, la vinícola San Martín de Valdeiglesias y, ya en la provincia de Ávila, el Alto y Bajo Tiétar.

Atravesaremos consecutivamente un pequeño puertecillo, llamado del Seminario, en el que hay que poner especial atención con los hielos invernales de sus curvas, ya que es zona umbría, Santa María del Tiétar, la incipiente Sotillo de la Adrada, donde se puede probar un interesante vino autóctono, La Adrada, con su castillo mediéval, Casa Consistorial y sabrosos quesos de cabra, y Piedralaves. La siguiente parada, a unos 115 km de Madrid y 15 km de Arenas de San Pedro, es Lanzahíta. En este trayecto, bien se pueden visitar otros cuatro típicos pueblecitos de la comarca, desviándonos a mano derecha. Se trata de Gavilanes, Casavieja, Mijares y, fundamentalmente, Pedro Bernardo, conocido con el sobrenombre de “Balcón del Tiétar”, con unas maravillosas vistas de la vega del Tiétar, que cobran el grado de sublimes si las disfrutamos degustando al tiempo un buen queso artesano y vino de pitarra de la tierra, desde la altura de su emplazamiento, en alguno de sus entrañables y rústicos balcones, cuando la niebla cubre el valle, pues parece que estemos sobre el mismo cielo, sobrevolando las nubes. Son estos cielos, en cualquier caso, un espectáculo grandioso. Cuando brilla el sol, el contraste de luces purpúreas y anaranjadas, el límpido azul del firmamento, las escarpadas cumbres de Gredos y las densas y altas nubes de sus atardeceres en cualquier estación del año dibujan imágenes en las que conductor y acompañantes creerán leer designios de la misma deidad.

Llegando al Bajo Tiétar

Todavía en el llano, y tras abandonar Lanzahíta, con su iglesia parroquial de San Juan Bautista en la que resaltan su capilla mayor, bóveda de piedra de sillería y sendas naves, alcanzamos Ramacastañas, apenas una pequeña aldea en cuyas inmediaciones, la Dehesa de los Llanos, se dice moraban los antiguos pobladores de la zona en tiempos anteriores a la venida del Imperio Romano. Aquí también encontramos las Cuevas del Águila, descubiertas hace apenas medio siglo, con sus espectaculares formaciones calcáreas de estalactitas y estalagmitas.

A partir de Ramacastañas ya no dejamos de subir y las curvas serán la constante de unas carreteras comarcales, flanqueadas de pinares, casi tortuosas, casi divinas. Seis kilómetros más y llegamos a Arenas de San Pedro. A partir de este punto, y como común denominador a todos los pueblos, conviene dejarse llevar por la intuición. Así, el paseo por su calle principal es mero apéndice de una visita en la que debemos perdernos por las callejuelas adyacentes, angostos trazados de piedra, fuentes y humildes casas, que conservan todo el encanto de lo rural. Cuenta Arenas, de todos modos, con un itinerario monumental meritorio, perteneciente a los siglos XV-XVIII. Los frescos, órgano, custodia y bóvedas de arista de la parroquia de Nuestra Señora del Pilar; la ermita gótica del Cristo de los Regajales; el medieval “Puente Romano”, el palacio del Infante D. Luis de Borbón, diseñado por Ventura Rodríguez, y el Castillo del S. XV de la “Triste Condesa”.

Mención aparte merece el Santuario de San Pedro de Alcántara, construido a partir de la ocho veces centenaria ermita de San Andrés del Monte, situada a unos 3 km del pueblo, siguiendo una bella y frondosa arboleda. Este franciscano, pacense natural de la localidad de Santa Lucía de Alcántara, es patrón y santo de la devoción de todos los arenenses y de muchos otros feligreses que se dan cita en la Romería que en su honor se celebra el 19 de octubre en el Campillo del Santuario. Ventura Rodríguez diseñó los planos de su espectacular capilla mayor, construida en el siglo XVIII y, entre otros atractivos artísticos, históricos y naturales, posee un museo con obras de arte barroco de los siglos XVII y XVIII, ricos bordados y finas piezas de orfebrería.

Las Cinco Villas y el paso a los Galayos

Retornando por esta vereda de San Pedro, seguimos la carretera hacia Ávila, la N-502, pasando por La Parra, hospitalario pueblecito anejo a Arenas, con sus huertecitos, olivos, viñas y castaños. Nos dirigimos al Barranco de las Cinco Villas, hondonada formada entre las estribaciones de la sierra de la Paramera y la sierra de Gredos, uniéndose en el puerto del Pico. A unos 7 km nos encontramos con Mombeltrán y su espectacular castillo de los Duques de Alburquerque, de mediados del siglo XV. Santa Cruz del Valle, San Esteban del Valle, Villarejo del Valle y Cuevas del Valle completan un círculo de pueblos serranos en los que, una vez más, recomendamos perderse entre sus angostas callejitas, fuentes, parroquias y plazuelas.

Camino hacia el Pico, poco después de Cuevas del Valle, podemos observar la calzada romana, de la que se conservan varios kilómetros de su trazado original. Y subiendo algo más, a mano izquierda, tomaremos el desvío hacia El Arenal. Allí encontramos más de lo mismo, fundamentalmente de lo bueno, sobre todo en lo que se refiere a la amabilidad de sus gentes. Desde aquí bajamos hasta El Hornillo, desde donde debemos girar hacia la derecha en dirección a Guisando. Es recomendable seguir caminos forestales que nos conducen a los pies de Gredos, disfrutando de parajes como los refugios de La Francisca, Domingo Fernando o La Cebedilla, más asequibles para aquellos que no tienen una clara vocación montañera o escaladora pero gustan del monte en su estado más puro; aunque el llamado Galayar es también accesible desde Guisando –los lugareños y especialistas en la montaña lo saben bien– en el Nogal del Barranco, con monumento del autóctono macho montés incluido. Celtas y vetones poblaron esta zona, de ahí la preponderancia de los ojos y cabellos claros que caracterizan a sus habitantes, y el pueblo es uno de los que, seguramente, mejor haya mantenido la estirpe serrana y rural en su arquitectura, con sus verticales calles empedradas y el arroyo del Covacho fluyendo entre ellas, aunque también es reseñable su plaza de toros construida en piedra de finales del siglo XIX.

Camino de Extremadura

Desde Guisando pueblo, seguiremos otra angosta carretera que, después de 7 km, nos dejará de nuevo en la C-501, debiendo girar en el cruce hacia la derecha en dirección a Poyales, Candeleda y Plasencia. Nos encontramos en las inmediaciones del río Arbillas. Mas pinares, más agua, más curvas, más puentes. Antes de llegar a Poyales del Hoyo, dos nuevos atractivos naturales: el Mirador de Arbillas y la Garganta del río Arbillas. Poyales del Hoyo finaliza con el paisaje de pinos. Manteniendo la estampa rural de la zona es, sin embargo, el pueblo más “hippy” del valle del Tiétar, un punto clave de la artesanía de la comarca, que posee un museo de las abejas y múltiples talleres de cuero, cerámica, fibras vegetales, flores secas, piedra, madera...

Podría decirse que es la entrada natural a la comarca de la Vera cacereña ya que, aunque Candeleda se encuentra a unos 10 km, el paisaje cambia por completo, tornándose, paradojas del valle del Tiétar, en un enclave subtropical y mediterráneo a los pies mismos de los casi 3.000 metros del pico Almanzor. Sus coloristas balcones de madera repletos de flores, la iglesia, el puente romano o las piscinas naturales del Puente de los Riveros son algunas de sus virtudes urbanas, junto al pimentón, los bordados serranos y su propio santuario, el de la Virgen de Chilla.

Localizado a 6 km del pueblo, en un paraje de ensueño, protegido por Gredos y acompañado de castaños, robles, pinos y olivos, la imagen de la virgen candeledana preside una espectacular romería a mediados de septiembre. Esta es una zona que parece ser objeto de encantamiento y que nos puede llevar, además, a uno de los yacimientos arqueológicos más completos de la protohistoria de la meseta castellana: El Raso y su castro celta, un poblado amurallado, necrópolis y santuario de la Edad del Hierro datado en la segunda mitad del último milenio a.C., donde, incluso, se han encontrado pinturas rupestres y armas de la Edad del Bronce.

Breves apuntes sobre el yantar

Llegados a este punto, en la misma entrada a Extremadura por la provincia de Ávila, podríamos seguir camino, retornar o quedarnos. El Valle del Tiétar nos ofrece la pureza de sus abundantes aguas; las del Tiétar y las de los ríos Arenal, Arenas, Arbillas, Candeleda, Ramacastañas, Ricuevas y Arroyo Castaño; las de las infinitas gargantas, como las de Piedralaves, Casavieja, Mijares, Gavilanes, Pedro Bernardo o Lanzahíta. El valle del Tiétar nos ofrece su gastronomía, la castellana, la extremeña, la toledana, la de su rica vega, sus frutas de calidad, los higos, las cerezas y el pimentón, el queso de cabra, las truchas de Gredos, el cabrito, cochinillo, picadillos de chorizo y morcilla, níscalos y setas de sus propios bosques en los meses de otoño e invierno, el aceite de oliva de las cooperativas de Arenas o Mombeltrán y el de la almazara de Javier Suárez “Quirobe” en Poyales del Hoyo. Buenas materias primas que combinan tradiciones castellanas y extremeñas.

No hay en la zona restaurantes de alta cocina, pero existe en la comarca una notable vocación hostelera, con multitud de modestos locales en los que comer bien y a buen precio. Todos los pueblos los tienen. Ahora bien, por calidad, presentación y posibilidad de alojamiento, bien merecen una referencia especial El Rinconcito de Gredos en Cuevas del Valle, Lo Alto en El Arenal, el coqueto y rústico El Bodegón, de la Hostería los Galayos, justo al lado del Castillo medieval de Arenas de San Pedro (excepcionales sus ternascos y solomillos de ternera Avileña), Los Castañuelos y sus cabritos y corderos, en Candeleda (como recoge el cancionero popular de la villa: “Si vienes a Candeleda/ y quieres comer bien/ en los Castañuelos, señores/ buen cordero has de tener”), Fogón de Gredos en Guisando, y Ropino, en el Raso, por su entorno natural y su sabrosa cocina casera. Aunque en Arenas de San Pedro, como centro neurálgico de la zona, también se pueden citar las patatas revolconas y el cochinillo frito, El Lobo Cojo, el Marquesito, la informal “internacionalidad” del restaurante-pizzería Y’Asta, y, en Ramacastañas, El Mesón del Inca, donde Jaime, laborioso e incansable peruano, paradigma de la amabilidad, combina los platos típicos de la tierra con algunas sugerencias enraízadas en su país de origen y alguna incursión de nuevo cuño más elaborada y contemporánea. En cualquier caso, por norma general, en el valle del Tiétar comer se come bien, muy bien según los días. La regularidad de los establecimientos suele ser la justa; y el servicio depende de cómo se haya levantado el camarero de turno. Tampoco hay que pedir peras al olmo. Pero repito, el buen comer en el Valle del Tiétar es costumbre ancestral.

En el Valle del Tiétar, improvisación

Todavía quedan agricultores, cuentacuentos, herreros y artesanos bohemios en la comarca, y también hay zonas de vuelo en parapente, y se pueden hacer descensos y travesías en canoa por el rio Tiétar y no muy lejos está el circo glaciar de Gredos, y han proliferado buenas casas rurales, y en Candeleda existe un aula de la Naturaleza en el Vado de los Fresnos, y se pueden realizar rutas a caballo desde la misma Candeleda o desde el Barranco de las Cinco Villas, o se puede uno acercar a las típicas ventas serranas del Puerto del Pico, y puede uno irse a cazar jabalíes y, en época, machos monteses, o pescar en el Pantano de Rosarito y en El Arenal las bodas duran una semana y ... En fin, el Valle del Tiétar, un enclave todavía desaprovechado donde posiblemente sea mejor lugar para visitar que para trabajar, un sitio donde vivir antes que sobrevivir; un lugar para perderse y preguntar a la gente dónde está lo bueno. Quizás ellos no sepan disfrutarlo o valorarlo en su auténtica medida pero seguro sabrán darle las indicaciones para alcanzar su placentero destino o propósito.