A Luxor solo se puede acceder desde los Oasis occidentales, primero en autobús y luego en tren. Yo cogí un autobús de Dakhla a Assiut. En esta última ciudad me subí en un tren sin billete, tal como hacen los egipcios, hasta llegar a Luxor. Claro, no tenía derecho a asiento. Fueron más de cinco horas de viaje, tres de las cuales me las pase de pie. Después de unas horas pasó el revisor y le pagué las 40 libras egipcias(unos 5 euros) que cuesta el billete. Así fue como pude ir sentada el resto del viaje para fortuna de mis pies.

Llegué a la estación de Luxor hacia las 8 de la tarde. Ante mis ojos, un tumulto de gente que agobiaba y con decenas de personas que te ofrecían hotel para alojarte en la ciudad. Me decidí por un hostal pequeño, a muy buen precio, muy cerca de la estación de trenes, en pleno corazón de la ciudad.

Aunque venía muy cansada del largo viaje, dejé la maleta en el hotel y fui a ver los alrededores del templo de Luxor, a orillas del Nilo. No me podía resistir a comprobar el gran ambiente que había leído en guías de viaje y algunos blogs. No me defraudó. Muy al contrario, me quedé prendada por la belleza de esta ciudad, la antigua capital de Egipto. Ver el crepúsculo desde la plaza donde se levanta el templo es algo indescriptible. Los rayos de sol iban perdiendo fuerza a medida que se acercaba la noche. Se alejaban pidiendo paso entre las grandes columnas de esta antigüedad, mientras detrás de todo este paisaje se asomaban amplias y calmas las aguas del Nilo. El río sagrado de los egipcios aparecía a esta hora de la tarde como un remanso de paz, dejando atrás la trepidante actividad de la antigua Tebas, la que fue reino de muchos faraones.

Al día siguiente me dí un paseo por el centro de la ciudad. Aunque era época de Ramadán y algunas paradas estaban cerradas, había actividad. Gente vendiendo pan árabe por las calles, los chóferes de calesas suplicando a los pocos turistas contratar un tour por la ciudad a golpe de caballo, hombres pidiendo que entraras a sus comercios de perfumes, orfebrería, pieles o artesanía egipcia. La ciudad rebosaba de energía y vida.

Además, como era Ramadán, los hombres, aunque interceptaban a los turistas, tampoco se metían mucho y parecían bastante respetuosos con las mujeres occidentales. En realidad, era la única mujer europea que paseaba sola y completamente a mi aire por Luxor porque la mayoría -rusos, alemanes o ingleses- lo hacían siempre en grupo.

El viajar sola y por libre tiene sus pros y sus contras. Pero yo no concibo otra forma de viajar por el mundo. Es mi manera de conocer la cultura, las gentes y la idiosincrasia de las regiones que visito.

También te permite conocer a mochileros que viajan de manera alternativa y en plan aventurero. Así fue como conocí a Jun, un joven coreano; José, de Costa Rica. y Montsé e Israel, una pareja de Albacete. Hicimos un buen grupo y nos convertimos en inseparables durante nuestros días en Luxor.

Luxor es la ciudad egipcia que aglutina una de las mayores riquezas arquitectónicas del mundo. con templos y tumbas situadas en ambas orillas del Nilo.

Hay que visitar el templo de Karnak, el mayor templo del mundo y uno de los monumentos de la época faraónica mejor conservado de Egipto. Karnak impresiona por su grandeza. El templo se extiende imponente sobre una superficie de 2 kilómetros cuadrados. La grandeza de sus columnas y de sus figuras de dioses y faraones se escapa al objetivo de las cámaras e incluso al ojo humano. Es literalmente estremecedor contemplar la majestuosa escultura dedicada al Dios Amón o la columna de esfinges de la entrada, que en la época antigua llegaban hasta el mismo templo de Luxor, en el centro de la ciudad .

Karnak fue declarado Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 1979 y es, sin lugar a dudas, el templo más visitado cada año por los turistas. Durante siglos, fue el principal centro religioso egipcio. El templo central está dedicado al dios Amón aunque también se veneran a otras divinidades.

Para este templo los faraones se valieron de mucha mano de obra. Unos treinta faraones contribuyeron con sus edificaciones, convirtiendo el complejo en un conjunto de enormes dimensiones, como jamás se había conocido en la civilización antigua.

La sala hipóstila es lo más impactante que he visto nunca por sus dimensiones y perfección. Con 23 metros de altura, es un espacio arquitectónico que está sostenido por más de 120 gigantescas columnas. Todas juntas forman un gran pasillo por donde circulan los turistas, como si fueran sacados del país de Liliput.

Me senté en el rellano de una de las columnas del fondo y estuve más de media hora contemplando esta maravilla de la humanidad. No daba crédito a tanta belleza y majestuosidad. Con los vigilantes egipcios merodeando por el templo, en busca de alguna propina, me imagine el esplendor y la vida que había aglutinado este complejo en la época de los faraones. Apoyada a la columna comprendí por qué llamen a Egipto cuna de civilizaciones y como ahora, en pleno siglo XXI, esta belleza continúa levantándose arrogante y altiva para reclamo de los turistas.

Además de Karnak, que se puede visitar de día y de noche, Luxor ofrece mucho más. A la orilla occidental del Nilo se puede cruzar con el ferry regular que cogen los egipcios por tan solo una libra. Cuando llegas a la otra parte del Nilo, te encuentras con cantidad de gente que te ofrece todo tipo de transporte para visitar las Tumbas de los Reyes, las de las Reinas y Medinet Habu, la antigua urbe donde transcurría la vida comercial de la ciudad. Como en toda África, hay que regatear, aunque ahora hay mucha picaresca por parte de los egipcios debido a la preocupante caída del turismo.

En Luxor contraté un crucero que me llevó hasta Assuan surcando las aguas tranquilas del Nilo. Espectaculares fueron los atardeceres desde el barco, observando como el sol se escondía sobre la orilla occidental y sus rayos se iban difuminando entre las rojas montañas del desierto.

Nunca olvidaré mi experiencia en Assuan. Conocí el pueblo Nubio, asentado entre el sur de Egipto y el Norte de Sudán. Tuve la suerte de encontrar a Mustafá, un nubio de larga edad, de piel muy morena, que me llevó con su faluca, los veleros tradicionales egipcios, por la isla Elefantina, las cascadas y el templo de Isis. Mustafá hablaba español, francés e italiano. Mientras conducía su faluca me cantaba canciones nubias y me relataba historias. Luego quiso que conociera a su familia en su modesta casa de la isla Elefantina. Cuando atracamos el velero me moría de sed. Compré dos botellas de agua, una para cada uno. Mustafá me dijo que me guardara la segunda porque él bebía agua del Nilo. Decía que era la única agua que le quitaba la sed y que era buena para la salud. Tentada estuve de seguir sus pasos pero pensé en los posibles efectos secundarios y bebí agua mineral.

Mustafá me explicó cómo los nubios llegaron a Assuan desde el norte de Sudán. Aunque Egipto le debe la vida al Nilo por su gran ribera entre dos desiertos, el río más largo del mundo también ha sido un adversario para la población. Ejemplo de ello fue que los nubios tuvieron que huir de sus pueblos sureños al ver que en época de crecidas el Nilo inundaba por completo sus casas, los huertos y todo lo que encontraba a su paso.

El último día viaje junto con otros turistas, escoltados por la policía del país, a Abu Simbel, donde se pueden ver los templos de Ramsés II y su mujer Nefertari. Llaman la atención porque los dos templos fueron construidos entre las rocas. Y así me despedí de Egipto. Con ganas de volver para terminar de descubrir historias, como las de mi amigo Mustafá.