¿Qué se puede decir o contar de un país como Israel? ¿Habrá algo que no haya sido relatado antes? Ante una de las naciones bíblicas con más historia, sangre y diatribas a cuestas, me pregunto si existirá acaso algo más que comentar acerca de este minúsculo pedazo de tierra, quizás uno de los lugares más apreciados, disputados y venerados en todo el planeta.

Sin duda, la sola palabra “Israel” ya es polémica, conflictiva y odiosa para muchos. Vista como símbolo de abuso opresivo por unos, como sinónimo de armas de destrucción y de pisoteo contra el débil. Pero también es amada por otros, quienes la ven como una verdadera tierra prometida que fue ganada con sangre, sudor y lágrimas y que hay que proteger a como dé lugar.

¿Con qué mirada puedo observar a este país?. De momento, prefiero verlo con los ojos inquisidores de entusiasta viajera chilena. Me resisto a terminar convertida en turista guiada, como rebaño de ovejas sigue al pastor. Prefiero sentirme legítima viajera de los mundos, abierta a sentir y experimentar toda clase de situaciones y costumbres con ojos bien abiertos, liberados de prejuicios y sin las ataduras morales que imponen las religiones, de las cuales me declaro completamente liberada.

El periplo

Dos tickets aéreos por el precio de uno, tentadora oferta para cualquiera, sobre todo si el destino elegido es lejano e implica la inversión de una importante suma. Mochilas listas y ánimo dispuesto. Las “PPP” del buen viajero chequeadas (plata, pasaje, pasaportes). Todo el empuje y ganas para iniciar la aventura, amén de los ahorros que pudimos convertir en lustrosos euros, siempre tan bien recibidos en cualquier lugar.

Luego de un largo viaje y la respectiva escala en el frío Charles de Gaulle en Paris, llegar de noche al aeropuerto Ben Gurión, en Tel Aviv, ciertamente nos impresionó. Apenas aterrizamos, nos sorprendió el nivel de desarrollo y también la dureza de los funcionarios aeroportuarios. Quizás ese carácter áspero y hosco es herencia forjada por las circunstancias de la vida errante e históricamente ruda que ha llevado este pueblo por milenos, pienso.

Disfrutamos nuestros días en Tel Aviv, ciudad joven, rápida, entretenida, moderna, centro de negocios, con excelente hotelería, ciudad de prisas, de playa, bikinis y diversión, que ciertamente contrasta con la vida de recogimiento y rezos que se observa en Jerusalem.

El corazón de Israel

Luego de un par de días recorriendo la Jerusalem moderna, sus restaurants y museos, al momento de ingresar por la puerta Jaffa al barrio antiguo, se cambia automáticamente el chip y nos colocamos en “modo contemplativo”. Inspira respeto, sin duda, llegar a uno de los lugares más sagrados del planeta, cuna de tres de las más grandes religiones.

Considerando alargar la estadía unos días, cambiamos el cómodo hotel de algunas estrellas por un hostal más económico, situado en el corazón de la ciudad vieja y administrado por generaciones de una familia palestina.

Resulta enriquecedor para los sentidos observar decenas de lugares vistos innumerables veces en libros de historia o en películas de Semana Santa, repetidas hasta el hartazgo en televisión. Lamentablemente, también se pueden comprobar los agresivos comportamientos de algunas personas, cuando se trata de alguna eventual ofensa a su religión.

Incrédula, fui testigo de cómo un estadounidense mayor, con gran agresividad y violencia, empujó y le botó de un manotazo certero el jockey a una turista europea, imagino que ofendido por su falta de delicadeza frente al Santo Sepulcro, en el Gólgota.

La misma sensación percibí al visitar, junto al Muro de los Lamentos, el maravilloso Domo de la Roca. Embebidos por la belleza y majestuosidad del lugar, olvidé completamente cubrir mi cabello con un hiyab, por lo que recibí mi dosis de regaños en un poco amistoso árabe. Evidentemente estas pequeñas historias no pasan más allá de ser anécdotas, pero creo grafican el peligrosamente delicado equilibrio con que se vive en estos lugares.

En medio de un vecindario duro y hostil, Israel sabe que su supervivencia depende de la preparación de su gente y del enfoque prioritario dados a la educación y a la ciencia. El desarrollo e innovación tecnológica les permite compensar, en parte, su falta de recursos naturales, en un país que básicamente es un desierto.

La difícil convivencia

Resulta penoso observar el drama humano que se desarrolla cuando se habla del asentamiento de barrios y comunidades en territorios históricamente palestinos.

Frecuentemente se ve en la prensa cómo esta política de desplazamiento ha generado incluso el rechazo en organismos ciudadanos israelíes, que condenan la ocupación que impulsa el gobierno israelí en territorios palestinos, a lo largo de la Franja de Gaza o Cisjordania.

Incluso vagar por los cuatro históricos barrios del Jerusalem viejo -el barrio judío, el armenio, el musulmán y el ortodoxo- resulta complejo, cuando unas jóvenes soldados, no mayores a mi adolescente sobrina chilena, con metralleta en mano invitan gentilmente a desviar el trayecto por otro lado de la intrincada callejuela, solo para evitar que los turistas adquieran alguna compra en el barrio palestino.

Imposible también visitar otras ciudades, afamadas por sus productos naturales, como Jenín, Nablús o Hebrón, todas ellas bajo la administración de la Autoridad Nacional Palestina. Las rutas de acceso están cortadas y en la práctica no se encuentra ningún medio de transporte que viaje a estos destinos.

Con suerte llegamos a Belem, a unos nueve kilómetros al sur de Jerusalem, caminando largas cuadras hasta el barrio árabe y abordando un económico sherut, que por unas pocas monedas nos acercó hasta la impresionante fortaleza, pared principal del acceso a Bethtelem. Colgaba un pendón en que irónicamente se leía: “la paz para todos” en inglés, hebreo y árabe.

Afortunadamente recorrí muchos países y ví muchas cosas a lo largo de mi vida, pero una de las situaciones más sobrecogedoras que me tocó presenciar es ver a una ciudad encerrada y convertida en una cárcel gigante. Es conmovedor e inexplicable. De hecho, Amnistía Internacional considera que la construcción de este muro “..constituye una violación del derecho internacional y está contribuyendo a la comisión de graves violaciones de derechos humanos”. La legítima necesidad de Israel de garantizar sus fronteras e impedir el acceso a personas que pueden suponer una amenaza, creo, no justifica el levantamiento de una valla de esta naturaleza.

Pero esto no nos atemorizó. Previo paso por los controles de pasaporte, pudimos llegar hasta el corazón de la ciudad solo para comprobar que, al menos, ese día habían dos turistas en la ciudad: mi esposo y yo. Recuerdo como si fuera ayer la cabeza cabizbaja de sus habitantes, el sabor de los deliciosos falafel y la genuina curiosidad de sus locales hacia esta pareja.

“Mire lo que nos han hecho señorita”, clamaba un vecino. Escuchando nuestra conversación, nos relató en correcto español las penurias a que eran sometidos sus habitantes.

Claro, la edificación de este muro, condenado por la comunidad internacional, tiene su explicación oficial; estudios de las autoridades israelíes comprobaron que la mayoría de los autores de atentados suicidas en autobuses, elementos del ultrarradicalismo islámico, provenían justamente de Belem. Ciertamente que el índice de estos atentados disminuyó, pero paralelamente se condenó al resto de la población a una vida de encierro, con estrictos controles para la entrada o salida de la ciudad. Acceder a las mejores escuelas, universidades u hospitales les está prácticamente vedado y deben conformarse con los servicios locales, que generalmente son insuficientes.

También recuerdo con escalofríos cuando abordábamos un Egged –los microbuses locales- en la parada. Ahí estaba esa mirada de sospecha de los israelíes contra las mujeres palestinas y los paquetes que portaban, casi como si dispusieran de un rayo láser oculto y quisieran atravesar la superficie.

Ni hablar de acercarse algo más a la Franja de Gaza y acceder a Rafah. Ningún medio de transporte disponible, ningún vehículo para arrendar y los soldados armados hasta los dientes en las torres de vigilancia cercanas, detrás de muros con alambres de púas, hacían imposible siquiera el intento.

“En Tel Aviv se fiestea, en Jerusalem se reza y en Haifa se trabaja”

Recorrer la provincia de Judea, atravesar el desierto del Negev, visitar Jericó, en modernos trenes o eficientes y puntuales autobuses, nos hizo soslayar de momento las cosas turbias que vimos antes.

La maravillosa provincia de Galilea y sus verdes bosques flanqueados por riachuelos esplendorosos realmente hacen olvidar los conflictos de otras zonas y pareciera que es de otro mundo que estamos hablando.

Tiberías y un paseo por el mar de Galilea. Recorrer Eilat, la “Gomorra moderna” por su numerosa y florida comunidad gay/transexual, tan vistosa como alegre, fueron un disfrute. Al igual que pasear por el cercano Golfo de Aqaba, cerca de la frontera jordana, para luego cenar en un restaurante de la correcta y ordenada Hadera.

En el puerto de Haifa, algo perdidos y con ningún taxista que hablara gota de inglés, fue deliciosamente encantador alcanzar los jardines Bahai, en el monte Carmelo. En Nazareth y Nazareth-Illit, igual de despistados. Rehovot, Afula y Petah Tikva, sencillamente pulcras y ordenadas.

Después de observar, de sentir y de palpar breve, ligeramente a esta nación, concluyo que quizás el día en que los habitantes de este país se puedan mirar con ojos más confiados y cuando se reconozca el legítimo derecho a una Palestina libre, ahí, solo ahí, podrá generarse un espacio para el diálogo y el entendimiento. Sin duda, el tema da para mucho y los conflictos de esta ardiente zona para más aún. Es una lucha que se ha bregado por más de dos mil años. Con algo de suerte, cualquiera de estos días acaba.