Fuera de mi ventana la nieve crecía alarmantemente alrededor del vagón, el tren se detuvo hace horas por alguna razón que desconocía. Sentía que estaba allí afuera acostada en la nieve, en ese gélido día de invierno, los pocos rayos de sol calentaban mi rostro y me dejaban vivir unos minutos más.

El ambiente dentro era bastante denso, la moqueta olía a narcisos a punto de morir y mi abrigo de espeso pelaje me abrigaba aunque no me calentaba. Quizás eran mis nervios que no se aplacaban y me causaban incontrolables escalofríos.

Un camarero se acercó hasta mi y empezó a servir de manera muy delicada y con implacable precisión un tentador té con delicioso marzipan húngaro. No pude evitar saborearme y tomar uno. Observaba el rostro del joven que me servía, calmado y refinado, amigable y orgulloso y no me di cuenta del hombre que se había sentado frente a mí.

“Señorita” dijo en voz grave y su largo bigote pareció vibrar. “¿Conde?” pregunté casi insegura, y él solo me guiñó el ojo intentando quitar seriedad al momento.

Era un hombre bastante corpulento y era tan blanco que sus mejillas estaban rojas carmesí. Vestía muy elegantemente un traje negro impoluto con un lazo púrpura y en su mano derecha llevaba un anillo grueso de oro puro con un zafiro.

“Este marzipan es mi favorito”. Se lo lanzo a la boca como un niño travieso y goloso y continuo con la conversación. “Me pregunto si estas preparada”, finalizó.

Estaba claro que dudaba de mí, incluso yo a veces lo hacía, pero estaba segura que podía continuar mi viaje, completar la misión. De todas las ciudades jamás pensaría en Budapest, pero mientras más leía, más me intrigaba conocerla, disfrutar de su festival de primavera a orillas del Danubio, comprar alguna hermosa muñeca de porcelana o saborear chocolates rellenos de marzipan.

“¿Cómo estar seguro con lo que tiemblas, niña?”, continuo dudando. “Pareces necesitar urgentemente un baño en las aguas termales del balneario de Gellért”. Tosió un poco y miró sobre su hombro. “Son terapéuticas y casi milagrosas”. Lo dijo en un murmullo, como si de un secreto se tratase.

Miré una vez más por la ventana y el tren empezó inesperadamente su marcha. Eso me dio que pensar. Hay tormentas en el camino, personas que se opondrán y solo en nosotros mismos está la fuerza para continuar.

El conde parecía ver mi determinación, sin ni siquiera pronunciar palabra. Solo me miró con ojos de satisfacción. Eso me hizo sonreír y él también lo hizo al entregarme un sobre blanco con letras doradas.

“Creo que a veces tú misma te sorprendes de lo que puedes llegar a ser”, dijo mientras se levantaba de su asiento y tomaba un último dulce de la bandeja de plata.

Lo observé mientras se alejaba y abrí el sobre con ansias. Habían tres fotografías algo viejas y arrugadas: Opera Nacional de Hungría, Museo de Bellas Artes, Parlamento de Budapest. Y en una pequeña nota en letra cursiva se leía: “Tres lugares de gran interés, tres lugares donde uno solo es”.

Suspiré pensativa. Otra pista, otra intriga más que desvelar. Sabía que algo iba a encontrar en Hungría, algo que estaba esperando. Iba a encontrar la perla del Danubio, pero el recorrido tiene truco. Mi aventura no se da por terminada, esto es para los de corazón valiente, para los que buscan y no temen encontrar.