“Caminante no hay camino, se hace camino al andar. Al andar se hace camino y al volver la vista atrás, se ve la senda que nunca se ha de volver a pisar.”
[ A. Machado]

Cada año millones de peregrinos emprenden la ruta hasta Santiago de Compostela. Algunos comienzan caminando desde la puerta de su casa, otros se dirigen a los lugares icónicos, para comenzar por las rutas oficiales. Lo más habitual es que los peregrinos crucen los Pirineos durante sus primeras etapas, cruzando la península hasta llegar a la capital compostelana. Otros continúan incluso hasta el Fin del Mundo donde, al anochecer, queman sus ropas y se deshacen finalmente de todos sus demonios.

Yo comencé el camino en una pequeña tiendecita junto al castillo de Ponferrada de la mano de una caminante española que había llegado en tren ese mismo día. Ponferrada es una pequeña ciudad situada a unos doscientos cuarenta kilómetros de nuestro destino. Nuestra primera etapa comenzó poco antes de las siete de la mañana. El sol no aparecería hasta al cabo de casi dos horas, pero aquel recorrido transcurría prácticamente todo por zonas municipales. Pequeños pueblos unidos por calles alumbradas con tristes faroles naranjas. La primera etapa era de poco más de veinte kilómetros, caminando a través de suaves colinas decoradas con viñedos de color amarillo, naranja y verde.

Y es extraño cómo mi caminante - que nunca va a ninguna parte sin música - hizo el recorrido sin reproducir ni una sola nota. Durante el camino se experimentan los más curiosos de los silencios y se oyen los más fantásticos sonidos. En aquella primera etapa mi caminante aun no tenía muy claro qué hacer conmigo. Me llevaba ahora sobre los hombros, luego como punto de apoyo, más tarde ante el pecho, para aliviar el peso de la mochila. Durante los últimos cinco kilómetros me hundía en el suelo con cada paso, mientras ascendíamos la última colina.

La llegada al final de las etapas solía ser alrededor del mediodía, dejando mucho tiempo libre para inspeccionar pueblos, en su mayoría minúsculos. Para aquellos que no sean caminantes ni peregrinos, la primera etapa, si se comienza desde Ponferrada, termina en un pueblecito - de los más grandes durante algunas etapas - llamado Villafranca del Bierzo. Se encuentra en un valle rodeado de montañas, con hermosas iglesias - un número desproporcionado de iglesias, en mi opinión - y una estatua de mármol blanco en forma de peregrino a la salida del pueblo.

Nos hospedamos en un albergue privado, muy limpio y cómodo, de habitaciones relativamente pequeñas. Hay dos tipos de albergues a lo largo del Camino de Santiago: privados y públicos. Los públicos pertenecen a las diferentes comunidades por las que pasa el Camino y son más baratos que los privados. Nosotros nos alojamos únicamente en uno - en O’Cebreiro, en Galicia-. Una casa relativamente moderna, con una cocina fantástica y ni uno solo de los elementos necesarios - sartenes, cubiertos, platos, etc.- para utilizarla. Contaba con varias habitaciones comunitarias habilitadas para unas cincuenta personas en literas. Por el módico precio de seis euros, a los caminantes se les permitía el uso de las duchas, los baños y una de las literas, para las cuales se les entregaba una funda de usar y tirar para el colchón y otra para el almohadón. La mayoría de caminantes venían pertrechados con sacos de dormir, extremadamente necesarios si se habitan los albergues públicos. Los albergues privados tienden a ser un poco más caros, pero en todos - o, al menos, todos aquellos que visitamos - se podía alquilar una manta o una sábana.

Pero nos estamos dejando la mejor de las etapas: Villafranca del Bierzo - O’Cebreiro. Veintinueve kilómetros. Como el día anterior, comenzamos nuestro camino muy temprano por la mañana y a las siete ya estábamos en las calles. Se debe tener en cuenta que mi caminante es una chica de ciudad, acostumbrada a una serie de cosas. Como el alumbrado público. Ni se le había pasado por la cabeza que a veinte metros del pueblo, caminando junto a una sinuosa carretera, desaparecería por completo el alumbrado. Bien, el motivo principal de mi caminante para partir tan temprano era ver estrellas.

¿Quieres caldo? Pues toma dos tazas, como dice el sabio refranero español. Sobre la bóveda celeste brillaban millones y millones de estrellas de una forma inimaginable. Inigualable. La escasa contaminación lumínica de Villafranca, la nula iluminación de la carretera, los densos bosques y el aire frío de noche otoñal resultaron ser las condiciones idóneas para el sueño de cualquier astrónomo. Pero, por muy hermoso que fuese el cielo, teníamos veintinueve kilómetros por delante y queríamos encontrar el camino. Tarea casi imposible en la negrura en la que nos encontrábamos.

Sin embargo, por muy sola que hubiese venido mi caminante, siempre hay peregrinos en el Camino. ¡Por ahí! Dos sombras con linternas. Gracias a dios había en el Camino gentes mejor preparadas que mi caminante, porque si no esto sería un caos.

Pertrechados con iluminación frontal y lateral y precedidos por el rítmico tap-tap tap-tap de sus palos metálicos de caminar, se acercaron nuestros salvadores y nos indicaron el camino. Hasta el amanecer trotamos a su lado, escuchando sus historias, conversando agradablemente. Tap-tap. Tap-Tap hacían ellos. Tap. Tap. Tap hacíamos nosotros.

Ya habíamos dejado atrás los viñedos y ahora nos encontramos rodeados de castaños. Gruesos y gigantescos castaños crecían a derecha e izquierda, alfombrando el suelo con sus frutos envueltos en mantos de pinchos, como si de una congregación de erizos verdes se tratase.

Aquella segunda etapa comenzó bien. Teníamos un ritmo, aprendido del día anterior. Tap, paso-paso. Tap, paso-paso. Atravesamos pueblos en ruinas y bosques con sus colores de otoño y llegamos a Ferrerías - veinte kilómetros más tarde, frescos como rosas. Solo nueve kilómetros. ¿Qué podía ir mal?

A quien pretenda tomar mochila y botas de caminar le informo que esta etapa es la más dura. Nueve kilómetros en los que se llega a Galicia y se concluye en O’Cebreiro. Nueve kilómetros a través de empinadas subidas, entre escarpadas piedras, resbalando sobre las hojas caídas de los castaños y dando gracias por que la lluvia estuviese ausente y no convirtiera la tierra en barro. Durante nuestra penosa ascensión - en la que mi caminante finalmente descubrió exactamente para qué le servía yo y en la que no estoy muy segura quien llevaba a quien - hicimos un nuevo amigo.

Viajar en solitario es agradable, a veces muy necesario. Te permite desconectar del mundo, sentirte que estás solo en el universo, conectar con tus propias necesidades y descongestionar tu mente. Pero hay ocasiones - como en la ascensión a O’Cebreiro - que una buena conversación ayuda a hacer más amena una situación. Encontramos en el Camino a docenas de personas, cada una con una historia que contar. Compartir estas historias es parte del peregrinaje. Compartir vivencias y descubrir qué ha traído a cada uno a llevar a cabo este ‘sacrificio’ - porque es en las duras etapas en las que uno más se percata de que es en realidad un sacrificio.

A lo largo de nuestro camino encontramos a quienes venían por motivos religiosos - el Camino de Santiago tiene muchas connotaciones religiosas - pero también a quien lo hacía a modo de meditación personal. Encontramos a aquellos que lo hacían cada año por el placer de la compañía, aquellos que habían recibido una inspiración divina y lo habían dejado todo atrás. A aquellos que, agotados por su existencia como “dron de oficina” habían decidido romper las cadenas y huir. Había familias con hijos que venían por turismo, había quienes habían hecho una promesa a su dios. ¿Y por qué debería ser de otra manera? Mi caminante opina que es una de las mejores formas de conocer Galicia: las vistas son inigualables, se encuentran pueblos dejados de la mano de dios, o ruinas a las que no se accedería con coche, porque, realmente tampoco hay gran cosa que ver en ellas. Si bien son dos etapas difíciles: la ascensión a O’Cebreiro y el agotador descenso al día siguiente, hasta Triacastela son las más bonitas que hayamos visto nunca.

En España, aquellos que no hacen el Camino entero (que son unos treinta días) y quieren tan solo llegar a Santiago optando a la Compostelana - mínimo 100 kilómetros a pie o a caballo - tienden a comenzar en Sarria, donde se encuentra la mayor concentración de albergues por metro cuadrado del mundo - estimación aproximada. Es un pueblo aferrado a la cima de una breve montaña. Este hecho se debe a que es un trayecto que se hace en unos cinco días, lo que comprende a la típica semana de vacaciones. A partir de Sarria empezamos a encontrar a más caminantes, dado que mucha gente se unió allí a la pequeña ‘familia’ de peregrinos.

Conforme nos íbamos acercando a nuestro objetivo, empezamos a pasar cada vez más a menudo por zonas industrializadas. Entre los trayectos más feos se encuentra la etapa de 25 kilómetros de Portomarin hasta Palas de Rey - un pueblo tan feo que no puedo más que recomendar que se continúen dos o tres kilómetros hasta los albergues situados en…. en cualquier otro pueblo. En Palas de Rey no hay nada y lo que hay es feo. Dignas de mención son únicamente una serie de esculturas de piedra repartidas por el pueblo - dos o tres en su totalidad- que probablemente sean de la edad media. Entre ellas, la Virgen con Niño situada junto a la iglesia es especialmente terrorífica.

Doscientos y pico kilómetros después de comenzar, no hay visión más agradable ni más esperada que las torres de la catedral de Santiago. Santiago de Compostela es una ciudad pétrea, que la naturaleza intenta constantemente devolver a su seno. Es habitual ver musgo y plantas creciendo entre las piedras de sus monumentos y muchos de ellos tiene que ser restaurados asiduamente para no quedar destruidos. Se trata de una ciudad curiosamente armónica, con tropecientas iglesias, entre las más destacables naturalmente la catedral. Incluso el más agnóstico de los agnósticos puede disfrutar de la maravillosa arquitectura y sorprendentes obras de arte, entre ellas el “botafumeiro”, un enorme incensario colgado en el centro de la catedral y que requiere de media docena de hombres para poder volar.

El Camino no se solamente un viaje monumental, sino que es también una buena oportunidad para realizar verdaderos descubrimientos gastronómicos. La cocina gallega no guarda grandes misterios y es mundialmente famosa por su marisco y su pulpo a la gallega. A lo largo del Camino disfrutamos enormemente de los “menús del peregrino” que ofrecían por diez euros dos platos, postre y vino. Típico de la región es el Albariño - un vino blanco afrutado y de sabor “muy suave y sedoso” - utilizando palabras de mi caminante. Platos de cuchara típicos - como las lentejas - son recomendables después de un largo día de caminar - especialmente si después se pretende adoptar una existencia de felpudo durante un par de horas. Las comidas pesadas no suelen ser compatibles con ejercicio excesivo. Fuera de criaturas del mar, es aconsejable probar la carne. En caso de duda, simplemente pedir recomendación al camarero, así se está seguro de descubrir los mejores platos y variar. Mi pobre caminante acabó bastante harta del pulpo.