"El tiempo lo cura todo" siempre oí decir, quizás sea cierto. Aunque nunca se debe olvidar, ya que todo lo que pueda ocurrir en nuestro camino nos hace más fuerte, nos va formando y es posible que nos transforme en alguien mejor.

Casi sin darme cuenta llegué a París. Que ciudad tan hermosa. De eso no había ninguna duda. Si mis ojos no la vieran, no creerían tanta belleza: la sobriedad de sus jardines, la alegría de sus cafés y lo gentil de su pobladores. Era Navidad y las calles estaban iluminadas con la festividad decembrina y la torre Eiffel parpadeaba en la noche como un millón de estrellas fulgurantes sobre el metal. Me encontraba algo pensativa, me hallaba sumida en mis recuerdos, en mis viajes, en todo lo que he conocido, lo que he aprendido y lo que he perdido.

París me regalaba una fuerza indudable, un aroma a libertad, un sentimiento que solo podía ser amor. Me enamoré de las riberas del Sena y del paseo en el campo de los Elíseos e hice una oración por todos en la catedral de Notre Dame. Pedí por cosas tan sencillas pero indudablemente necesarias: pedí por paz, pedí por justicia, pedí por un mundo mas humano.

Nuevamente fui atrapada por todo lo que la ciudad me ofrecía. En mi nació un romance que me dejaba perpleja, y a cada paso encontraba algo que me levantaba de mis pies. Lo delicioso de su gastronomía era indudable y no sabia decidir entre el típico ratatouille o el Croque Monsieur. La energía me invadía y saltaba del Louvre al Museo de Orsay como una niña ansiosa por conocimiento.

No sé si era por culpa de esta época maravillosa o que falta ya tan poco para la llegada de un año nuevo, pero sentía que podía hacer cualquier cosa, que podía volver a empezar siempre que quisiera, siempre que estuviera dispuesta de corazón. No había mejor lugar que esta ciudad para brindarme tal sensación, ese sentido de autodeterminación, un burbujeó inquietante que me mantenía despierta y hambrienta por más, por todo lo que la vida me podía ofrecer no solo a mi sino al que lo quisiera, por todo lo que un año nuevo nos regala.

Estaba claro que todo empezaba para mí en París. A veces todo se desenvuelve, sin necesidad de buscar. Las cosas muchas veces llegan, son un regalo de la vida, hay que abrirlo y disfrutarlo sin buscar explicaciones, porque muchas veces todas las palabras sobran y el entendimiento esta en el silencio, donde se saborea la plenitud del momento.