La verdad es que a las telas de Gauguin solo les falta el olor de tiaré, las gardenias blancas de Tahiti, para transmitir toda la pasión de la Polinesia. Aquí están la luz, las mujeres de rasgos exóticos, la vegetación exuberante de las montañas, incluso esas misteriosas estatuas que hablan de una cultura antigua. Ha pasado más de un siglo desde que Paul Gauguin emprendiera una de las grandes aventuras del arte europeo para abrir nuevos horizontes, pero los cuadros que pintó en estas islas lejanas mantienen su magia. Para muchos son la mejor representación de lo que sería el paraíso sobre la Tierra.

Todo empieza a hacerse realidad al descender del avión en Papeete, en la isla de Tahiti. El olor del collar de flores que ponen al viajero alrededor del cuello es el primer aviso de que aquí prima una sensualidad serena y natural. El aire cálido y húmedo, la luz, las sonrisas, las camisas de colores vistosos... Todo indica que hemos llegado a las islas más deseadas.

A Papeete llegó Paul Gauguin en 1891 en su primer viaje a la Polinesia, y quedó decepcionado. Es cierto que puede dar la impresión de que hemos viajado al otro extremo del mundo para encontrar una pequeña ciudad francesa, pero basta con acercarse hasta el atardecer al malecón y pasear junto a los barcos amarrados para sentir la otra cara de la ciudad. Sobre el horizonte aparecen los picados volcánicos de Moorea, medio envueltos en nubes que se vuelven lentamente rosadas. En el puerto hay piraguas con diez o doce remeros que surcan rápidamente las aguas de la bahía, y aparece de repente la imagen de las ensoñaciones de los Mares del Sur.

Tal vez no tenga las mejores playas, pero Tahití es el verdadero corazón de la Polinesia Francesa, con una rica herencia histórica. Además, al ser la isla más extensa, guarda algunos de los paisajes más sugerentes. En cuanto se sale de la capital aparecen las playas (de arena negra, arena blanca), las cascadas, los pueblos rebosantes de flores y los paisajes que parecen sacados de cuadros de Gauguin, pues desde entonces han permanecido intactos.

Casi en el extremo opuesto de Papeete, en Tautira, el escritor Robert Louis Stevenson encontró el lugar “más hermoso que habia conocido, con la gente más amable”. En este punto los españoles intentaron establecer una colonia que duró poco y de la que sólo queda la historia de un tesoro enterrado. Paul Gauguin vivió un par de años en la zona de Mataia, aún en Tahiti, y en 1893 regresó a París con 66 pinturas, que no fueron apreciadas. En 1895 regresó y se instaló en Punaauia. Buscaba algo más y creyó encontrarlo en las Islas Marquesas. Así, en 1901, llegó a Atuona, en la isla de Hiva Oa.

El viajero puede seguir sus pasos y embarcar en el Aranui 3 para navegar durante 15 días recalando en diferentes puertos de las Marquesas, o bien tomar un vuelo en Papeete directamente a Hiva Oa. Alrededor de las Marquesas hay miles de kilómetros de océano en todas las direcciones. Atuona, la capital, es una pequeña población de casas blancas al borde del mar, y allí la tierra parece un jardín de hibiscos, guayabos, mangos, aguacateros, gardenias y bungavillas.

En las Marquesas los hombres lucen tatuajes tradicionales y las islas están plagadas de petroglifos y restos arqueológicos. En Puamau se encuentra el tiki, la estatua de piedra más grande del archipiélago, que sólo es superada por los moais de la isla de Pascua. En Atuona en algún momento habrá que acercarse al cementerio, en busca de la tumba de Paul Gauguin. Pero también habrá que visitar los dos museos que recuerdan la obra del pintor. El primero está en Papeari, en la costa meridional de Tahiti. Más atractivo resulta el de Atuona, construido en 2003 para conmemorar el centenario de la muerte del genial artista.