Hay quienes creemos que vivimos en un mundo de símbolos y que los signos viven en nosotros. Algunos tenemos la convicción firme de que la alegoría es un mensaje encriptado que debemos descifrar y nos aventuramos en la búsqueda de su entendimiento. Concebimos la comprensión como un viaje en el que se pretende encontrar un tesoro, simple o complejo, físico o espiritual, psíquico o místico que traerá una transformación. Ulises, Hércules, Menelao, Bloom buscaron la joya preciosa que representa el paradigma del ser y posibilita la forma para que las ideas sean. Es una empresa complicada, ya que la puerta del orden simbólico no se abre con la llave de lo estrictamente racional. La razón desdibuja al signo, lo ahuyenta como a una tímida criatura que se lleva consigo sus secretos. El símbolo es la forma original de denominar las cosas, es la idea en su estado primero y una manera más poética de decir cosas ya sabidas. Sin embargo, no a todos está dado entender ese lenguaje.

La visión simbólica del mundo fue y ha sido la forma ingenua y directa de elevar la mirada y ver más allá, es la absoluta trascendencia de lo humano inscrita en el corazón del hombre. Una flecha amarilla, una concha pueden no significar gran cosa para muchos, pero existe un grupo de viajeros, que preferimos llamarnos peregrinos, para los que estos elementos albergan significados especiales. La flecha es el signo del destino: Mi querer quedaría contento con saber qué fortuna se me acerca, qué flecha prevista más lenta viene. (Comedia, Paraiso, canto 17:25-27). Ha de ser amarilla para significar eternidad, trascendencia ya que este color es la vía de doble sentido que sirve de mediación entre Dios y los hombres. La concha evoca las aguas en las que se origina la fecundidad. Es un signo de transformación que une el principio cosmogónico luna-agua-mujer, como el ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento. El viaje es el símbolo más rico de la búsqueda de la verdad, paz, inmortalidad y del descubrimiento del centro espiritual. Concha, flecha, viaje son los signos del Camino de Santiago.

El Camino de Santiago, también conocido como la Vía Jacobea, es la ruta que siguió Santiago Apóstol en su labor catequística desde Jerusalén hasta algún puerto de Andalucía, donde desembarcó y empezó a caminar rumbo al norte, pasando por tierras portuguesas, hasta llegar a Iria Flavia, en Galicia. Es una ruta milenaria y mística que recorren peregrinos procedentes de todo el mundo para llegar a la ciudad de Santiago de Compostela, donde se veneran las supuestas reliquias del discípulo. Se sabe que tras la muerte de Jesucristo, la tarea evangelizadora del hijo del Zebedeo llegó hasta las tierras de la Hispania Romana, venciendo retos, pasando penurias, padeciendo todo tipo de escaseces.

Cuentan que una noche, Santiago sintió miedo, soledad y desesperanza. Dudó, miró al cielo y pidió una señal a Dios para que le confirmara que iba por el camino correcto. Entonces se produjo una lluvia de estrellas. El apóstol denominó a ese lugar como “El campo de estrellas”, es decir, Compostela. Surgió un nuevo signo de alianza entre el Hombre y su Creador y con ella la promesa de que todos los que recorran el camino que hizo Santiago el Mayor recibirán la Compostela, es decir, el premio máximo de la Salvación.

En la Edad Media, El Camino fue muy concurrido, lo hicieron reyes y reinas, nobles y siervos que se alejaban de la comodidad de la vida diaria para ganar la santidad. Santa Isabel de Portugal, esposa de Dionisio I, un rey violento e infiel, recorrió el camino en busca de paz entre España y Portugal. Gilberga de Flandes viajó desde Roma a Santiago llevando consigo el manuscrito original del Codex Calistinus, la guía que indica el camino a seguir. Santa Orosia, princesa de Aquitania, llegó desde Toledo, con un séquito numeroso, antes de casarse con un príncipe Godo. Con los años, El Camino quedó temporalmente olvidado y en la actualidad ha vuelto a tomar un gran auge.

El Camino de Santiago es un peregrinar misterioso, lleno de señales y símbolos que el caminante debe ir interpretando según su leal saber y entender. Sí, pero también debe estar abierto para recibir la luz de lo Alto. Es un camino que implica renuncias y retos. El peregrino ha de viajar ligero, con lo estrictamente indispensable para caminar. Lo innecesario es un peso adicional que el caminante lleva a cuestas y que le dificulta el avanzar. Así, sin pesos adicionales, ni físicos ni espirituales, es mejor. Mientras más liviano, más dispuesto se está a recibir los regalos reservados al caminante.

La clave es ir lo más vacío posible para regresar lo más pleno. Mientras menos se lleve más se recibe. La alegoría es la de un recipiente, si va lleno tendrá poco espacio para que entre casi nada. Por lo tanto, un peregrino debe caminar con la disposición de recibir y para ello debe abrir lugar. De lo contrario, lo viejo queda y lo nuevo no logra entrar. Las bendiciones a las que se aspira encontrar en el camino tienen que hallar ese sitio vacante y esa disposición a ser recibidas.

“Esto no es un viaje cualquiera, es una experiencia existencial, la emoción de recorrer tierra santa no puede explicarse con palabras”. Son los testimoniales de una peregrina germánica anónima de la Edad Media. Pero el camino seduce: “No pido riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda; todo lo que pido es el cielo sobre mí y un camino a mis pies”, son las palabras del novelista escocés R. Louis Stevenson. O las célebres y más famosas de Antonio Machado que advierten al peregrino: “Caminante no hay camino… se hace camino al andar”.

El peregrino inicia su camino desde el momento en el que traspasa el umbral de su casa. Lleva una concha como distintivo, sigue las flechas amarillas que le marcan la dirección en la que se encuentra Santiago de Compostela. Unos hacen el recorrido sobre los lomos de un caballo, otros lo hacen en bicicleta. Yo lo hice caminando.

Algunos recorren el camino como un reto físico, otros como un recorrido gastronómico, muchos van en busca de rastros arquitectónicos, o para recorrer las rutas de personajes literarios —el Amadís de Gaula, el Lazarillo de Tormes, el Quijote de la Mancha recorrieron parte del Camino, la tumba de Camilo José Cela está en el Camino— y otros lo hacen en silencio buscando su centro. Sin importar las razones, el viajero sufre una transformación después de caminar la ruta Jacobea. Hay personas que lo recorren hablando todo el tiempo y otras que lo hacen sin emitir una palabra. Entre esos dos puntos distantes, entre esas dos formas diferentes de caminar, irremediablemente se hacen tres tipos de silencio.

El primero lo exige el cuerpo. Es un silencio físico en el que no salen las palabras porque necesitas respirar, jalar aire, recuperar energía, acompasar el ritmo cardíaco y es imposible hacer todo eso y hablar al mismo tiempo. El segundo lo exige la mente, es el que permite la revelación que busca el peregrino. Solo cuando se inhibe el flujo de pensamientos, cuando se está callado, llega mágicamente la luz anhelada. Es un remanso delicioso en el que se escucha una voz sutil, casi imperceptible y, sin embargo, contundente de la verdad entregada. Es la Compostela: el verdadero regalo para el peregrino. El último silencio es gozoso. Una vez con la Compostela en el corazón se busca disfrutar de aquel que no necesita palabras para expresarse. Es dejarse caer en los brazos y beber de la fuente que no se agota.

Con la Misa del Peregrino se concluye oficialmente el viaje de transformación: la peregrinación a la Catedral de Santiago de Compostela. La ceremonia se lleva a cabo todos los días a las doce del mediodía. El lugar se llena, por lo general hay más turistas que peregrinos. Se pide silencio para comenzar, en el recinto hay mucho ruido. Aunque la misa es el fin del camino, muchos aprovechan la mañana para abrazar la estatua del apóstol y para obtener su certificado compostelar: un pergamino que lleva inscrito en latín el nombre de quien recibió la indulgencia plenaria. Durante el ofertorio, el celebrante repite los nombres, nacionalidades y ruta elegida de los que hacen el camino. Hay varias rutas acreditadas para llegar a Santiago y ganar la Compostela. Fuimos muchos los que escuchamos nuestros nombres. Solo dos mexicanos recorrimos el Camino Portugués en aquella oportunidad, ese que dicen es el de mayor espiritualidad.

El botafumeiro se balancea sobre nosotros, los peregrinos. Nos baña con su olor a incienso. Con ese aroma agradable con el que surgen nuestras peticiones y se elevan agradecimientos al trono de Dios. Sí. Hay quienes creemos que vivimos en un mundo de símbolos y que los signos viven en nosotros. Algunos tenemos la convicción firme de que la alegoría es un mensaje encriptado que debemos descifrar y nos aventuramos en la búsqueda de su entendimiento. El Camino de Santiago es un viaje en el que se pretende encontrar un tesoro, simple o complejo, físico o espiritual, psíquico o místico que traerá una transformación.

Paso a paso, las señales se descubren en este recorrido en el que es común que suceda lo extraordinario. El caminante recibe bendiciones de los que, al verlo, desean con una sonrisa: ¡Buen camino!, y esperan que llegues sano y salvo al destino, para recibir la Compostela. Desconectadas de la cotidianidad, de la comodidad del mundo, se expanden las alas para volar a universos simbólicos infinitos.