Alrededor de 43.800 repartidos por todo el mundo. De ellos, salen 93.000 vuelos cada día. 3.900 aviones volando cada hora por todo el mundo de uno a otro. Aeropuertos.

Cierto es que los lugares destinados al transporte de personas son, de por sí, lugares curiosos marcados por el continuo tránsito. Por las prisas y las esperas. Por los encuentros y las despedidas. Estaciones de tren, de autobús, el puerto. Pero nada le hace sombra al aeropuerto.

Los aeropuertos son lugares de paso, donde la gente compra cosas que no compraría en otro lugar o situación. Donde el abuelo prueba por primera vez ese refresco de color raro que rechazaría en cualquier otra momento y donde hacemos tiempo paseando por tiendas de adaptadores de enchufes.

Por mucho que se viaje, el aeropuerto nunca es un territorio cómodo. Nada está bajo nuestro control y si la pantalla gigante que tenemos enfrente anuncia que nuestro vuelo lleva dos horas de retraso, no nos queda ninguna otra opción que volver a hacer un estudio de mercado de aquellos adaptadores de enchufes.

En los principales aeropuertos encontramos gente de toda condición. Uno de los pasatiempos fundamentales del que espera puede ser simplemente contemplar a los viajeros que pasan. A esos que comen ese sándwich tan poco apetecible pero que hace más rápida la espera o a ese que teclea en su portátil apurando los 60 minutos de wifi gratuito mandando informes antes de tener que activar el modo avión.

Familias, parejas, grupos escolares, trabajadores, gente solitaria. Nadie se escapa de las garras de los aeropuertos. Niños que corretean despreocupados entre megafonía ininteligibles, abuelos que comprueban una y otra vez las puertas de embarque o gente resignada que intenta acomodarse en asientos que, desde luego, no están preparados para acoger siestas.

La frialdad de la espera contrasta con la emoción de la terminal de llegadas. La de los reencuentros. La de los nervios contenidos y los abrazos. La de las esperas que valen la pena. La de hijos que reabsorben las lágrimas a la vez que el orgullo y padres que las dejan salir porque no hay nada que ocultar.

Y es la hora de ponerse al día. De contarse aquello que el Skype no deja. De darse todos esos abrazos que se han ido almacenando mientras, de camino a casa, uno cuenta lo mucho que ha tenido que esperar en el aeropuerto, lo curiosa que era la gente de alrededor y lo peculiares que eran sus compañeros de avión. Pero de esta tipología ya hablaremos en otro episodio.

Viajen. Viajen mucho.