Esta columna habla sobre Oporto en abril. Sobre una ciudad que sabe a “vinho verde”, huele a pescado fresco y te enamora de un flechazo. Oporto no es una de esas ciudades que apuntas en la lista de lugares que visitar antes de morir. Sin embargo, a pesar de ese desagradecimiento por tu parte, la ciudad del Duero te perdona, te acoge y te hace prometer que volverás a verla.

Desde el instante en el que tus pies tocan por primera vez sus calles adoquinadas, Oporto te encandila. No usa armas ocultas ni malas artes, no, ella te atrapa con sus gentes, con el transitado y vertiginoso puente de Luis I que, a través de sus dos tableros, une la orilla de las cavas de su afamado caldo con el casco antiguo de la ciudad y que brilla de noche, regalándote una visión que no esperabas y que no puedes dejar de contemplar. Oporto utiliza sus callecitas y sus parques escondidos. Te engancha con el jardín de la Torre de los Clérigos y la fachada de la Bolsa de Valores. Te fascina con el olor a bacalao à bras de las pequeñas terrazas de la Ribeira y te conquista cuando te sientas y pruebas por primera vez la Francesinha, ese sándwich rebozado en queso, relleno de todo, y que, probablemente, deba su nombre a un galo llegado a la ciudad que echaba mucho en falta los croque monsieurs e intentó buscar un sustituto que le hiciera más llevadera esa ausencia.

Oporto es tradición, pero también es modernidad. Es contraste y es adaptación. Oporto se enrosca alrededor del Duero como el gato que ronronea entre las piernas buscando la caricia que tarda en llegar.

Oporto en abril toma el sol en la orilla. Deja que los lugareños se mezclen con los turistas que caminan despistados con el mapa abierto de par en par mientras las gaviotas que decidieron abandonar el mar para vivir junto al río lo contemplan todo un día más.

Es domingo en Oporto en abril y las familias de aficionados blanquiazules se encaminan otro día más hacia el estadio de los Dragones, donde juega el FC Porto. El estadio se encumbra sobre un alto, regalando al seguidor una vista privilegiada que incluye la carretera que vuelve a cruzar el río hacia Oliveira do Douro. A veces, ganar o perder deja de ser lo importante.

Oporto es salada y es dulce. Es silenciosa y apabullante. Es misteriosa y transparente. Es decadente y reformada. Oporto te permite que hayas dudado en si debías visitarla porque sabe que, en cuanto lo hagas, ya no podrás olvidarla.