Antes de partir a hacer el viaje que ya emprendí, quería satisfacer mi anhelo de inundarme de la naturaleza de mi lugar nativo y explorar este rincón del Pirineo Oriental: les gorges de Carança.

Aunque lo conocido no termina nunca de conocerse y, como cada ser, cada lugar también es un universo de infinitos detalles imposibles de captar en su totalidad; a menudo me resulta más difícil retratar a alguien o un lugar cercano, familiar o íntimo que una persona o lugar nuevo en el mundo al que se explora y lentamente se desvela.

A pesar de conocer muchos lugares del pirineo oriental, es muy reciente que descubro este enigmático lugar de recónditos parajes que, sin prisas de llegar a ninguna cumbre, lo sentí como una invitación al viaje, al viaje del caminante…

En un principio, el sendero tiene una fuerte subida, pero en menos de una hora se hace muy apacible de caminar. Por momentos el camino es muy estrecho y el acantilado es impresionantemente vertiginoso. Literalmente, casi todo el camino se recorre "al borde del abismo".

En frente, el paisaje montañoso con escarpadas y agrestes cumbres embelesa con su encanto y seduce al anheloso montañero. Con la mirada hacia el abismo, la garganta del acantilado es donde fluye el vuelo sublime del río de Garança.

Las cornisas excavadas en la roca por donde se camina tienen para sujetarse una cuerda a lo largo del camino. En el sendero hay varios túneles perforados que atraviesan la montaña como pequeños umbrales a una realidad mágica. La sensación de caminar por estas cornisas es impresionante, pero también es muy espectacular recorrer el camino desde el otro lado del bucle y, desde la distancia, ver los balcones colgantes por recorrer.

Desde el principio hasta el refugio son como cinco o seis horas de camino. Allí se encuentran los lagos de Garança. Habiendo sido un invierno tardío, todavía había bastante nieve y preferí dejar la caminata hasta los lagos como una acampada pendiente en verano.

Amo descubrir lugares naturales pero nunca ha sido con una intención alpinista, así que como no pretendo poder hacer descripción alguna sobre la dificultad o el acceso técnico de montañismo en este lugar, prefiero hacer un discurso filosófico o reflexión sobre lo que produce y engendra en mí caminar por este paraje tan cautivador..

Los árboles no caminan, pero los deshoja el aire renovando sus ramas. El viento los despoja de lo que quedó sin savia, sin vida y arrancándole lo inservible le devuelve ligereza. Luego desnudo, firme y estoico ante el riguroso y largo invierno, se recoge en sí mismo, se contempla por dentro donde siente la savia de la vida fluyendo y protegida de la guardián corteza que ampara su existencia.

Yo contemplo esos árboles del camino, y a veces me detengo y los abrazo para sentir en las palmas de mis manos el rostro de su áspera corteza y respirar su aliento a través de ella, posando mi frente, perceptiva a la vibración de cómo corre la vida por dentro. Y en ese abrazo enraizarme con el árbol, sintiendo como de las plantas de mis pies raíces invisibles pero palpables se une con la tierra y se enlazan con las de los árboles.

Los árboles.., que desde su juventud reciben con gracia a la primavera que con impulso nace de sus desnudas ramas y de su interior y profundo mundo manifiestan su riqueza en las texturas, en los colores, en la delicadeza de hojas y flores como en la misma vida que trepa abundando grandeza; son sabios generosos que en los días calurosos de verano acogen con su fresca sombra a sedientos perros callejeros como a caminantes fatigados por el sol, dándoles no sólo un lugar de sombra y descanso sino también la dulce melodía compuesta por el aire que acaricia sus hojas y las hace temblar en una música siempre distinta pero igualmente hipnótica que produce el despertar del soñar dormido o despierto. Ese mismo aire que en verano roza las hojas de los árboles, se transforma en el aire otoñal que arranca lo que antes besó para en su desapego darle vida nueva.

Caminando a veces sin saber a dónde voy, dejándome guiar por el aire, por señales, en un paréntesis donde no hay dirección ni viento favorable pero dejándome llevar por el instinto en mí, comparable nomadismo al sedentarismo de un árbol, siento como si el mismo caminar fuese como los distintos ciclos de las circulares etapas en las que vive el árbol. Caminando sin rumbo fijo, el tiempo linear desaparece, es algo tan sólo mental, estructural y es en ese mismo movimiento sin necesidad de un destino o meta, es donde siento mi mente deshojarse de lo inservible, de la pesadumbre de lo que se quedó sin vida como una creencia a lo que uno se aferra pero que es algo inútil en su presente.

Me resulta reconfortante el sentir que lo sedentario es nómada en sus raíces que se expanden y recorren profundidades y extensiones larguísimas como las cepas que por muy lejos, a través de su instinto en tierra árida, encuentran el agua que las alimente.

El caminante en su nomadismo contiene una orilla imperturbable, en su anhelo de caminante está la permanente transformación y cambio que también es eterno retorno.

Cuando camino por mi pueblo, por los caminos, en los bosques, sobre colinas, prados, montañas, siguiendo un río o unas huellas, allí donde conozco o desconozco, mi mente se libera como presa que contenía un sinfín de pensamientos que llegan de tantos puertos y buscan en un parloteo insensato cómo apearse.

Sin embargo, una vez en el camino, la energía mental comienza a concentrarse en el movimiento equilibrado, sigiloso, útil en la medida de su esfuerzo. La energía mental y física comienzan a canalizarse en un mismo cauce y la percepción en los sentidos se sensibiliza a los sonidos, a los aromas, a las texturas, a las formas disipando los pensamientos contenidos y alborotados que van cayendo como las hojas dejando que el aire se las lleve, sintiendo el tenue paso del propio poder animal y de la mente pura.

Así pues, cuando camino siento que no solamente se renueva con el fluir de la sangre el cuerpo, sino también el alma y el pensamiento.