Los lugares son impresiones. Según las sensaciones que transmitan, así serán los recuerdos que permanecerán en la mente del visitante. Incluso, dependiendo del momento en que se conozca el sitio, las evocaciones se transforman. No son las mismas. Un claro ejemplo es Montmartre, en París. Un barrio otrora bohemio, ahora está copado por el turismo. En sus calles pasearon, trabajaron y se emborracharon artistas de la talla de Picasso, Van Gogh, Toulouse–Lautrec o Edith Piaf. Todos ellos conocieron sus angostas travesías, vivieron en ellas.

Actualmente, son otros quienes copan este espacio. Cientos de excursionistas de todo el mundo acuden a conocer el lugar. Pasean, fotografían, preguntan… Quieren saber un poco más de la rutina que invadió el barrio hace varias décadas. Sólo hay que ver la place du Tertre –centro neurálgico de la zona– un domingo por la mañana. Se apelotonan viajeros, artistas y camareros, que tienen que regatear al gentío para llevar croques monsieur a sus clientes.

Sin embargo, esta situación no es permanente. Ni muchos menos. Existen momentos de tranquilidad. No hay como una tormenta veraniega para que el entorno regrese a la normalidad de antaño. Recupera el sabor de inicios del siglo XX. La bohemia vuelve a aflorar por doquier. Los agobios desaparecen. Los tumultos, también. La soledad toma el protagonismo. Se puede disfrutar del barrio –y de su arte– sin aglomeraciones, sin ser arrollado por un torrente de autómatas cámara en mano.

Precisamente, el instante en el que más se disfruta de Montmartre es cuando no hay tanta concurrencia en sus calles. Por ejemplo, usted puede sentarse en un banco a disfrutar de la portada de la iglesia de Saint Pierre, que conserva inmaculado su gótico original. Un templo del siglo XII que, al ubicarse entre la place du Tertre y el Sagrado Corazón, pasa desapercibido. Pero bien merece una visita.

Sin embargo, el genuino sabor del antiguo arrabal se halla en sus vías y plazas. Hay que sentirlas, vivirlas. Si anda por ellas, lo primero que surge es una buena conversación. Y luego, poco a poco, van brotando muchos lugares de interés. Desde antiguos viñedos –los últimos que quedan en París– a galerías de arte. Todavía permanece algo de lo que fue Montmartre. De hecho, aún hoy existen pintores callejeros a los que se puede comprar sus trabajos directamente, sin intermediarios.

Además, los más aficionados tienen la oportunidad de deleitarse con dos propuestas de altura. La primera, el Espacio Dalí, domiciliado en una calle que hace las veces de mirador de París. En el interior de este complejo se reúnen más 300 obras del gerundense. Se trata de la colección más importante de este artista que existe en Francia. Todo un lujo.

Por no hablar, claro, del lugar en el que vivió Picasso, segunda parada obligatoria de la ruta. Hablo del inmueble bautizado como Bateau-Lavoir, por su semejanza –entonces– con los barcos que existían en las orillas del Sena, y que hacían las veces de lavadero. El malagueño llegó a vivir al mencionado edificio en 1904 –junto a otros artistas contemporáneos–, y fue aquí donde expuso, por primera vez, Las señoritas de Avignon. Casi nada.

Y, como era habitual en la época, Pablo Ruiz también conoció la noche parisina. Lo hizo en primera persona, llegando a frecuentar algunos cabarets. Entre ellos, Le lapin agile –«El conejo ágil», en castellano–, todavía hoy en funcionamiento. Este establecimiento es el más antiguo de París en su género y se encuentra en pleno corazón de Montmartre, justo al lado de las viñas.

Pero Le lapin agile no es el único negocio de estas características ubicado en las cercanías del barrio. Existen otros muchos. ¿O acaso no les suena Le Moulin Rouge? Se emplaza en el boulevard de Clichy, a los pies de la colina de Montmartre. En este cabaret, Toulouse-Lautrec hacía de las suyas, junto a otros compañeros de la noche. Bohemia pura y dura.

De aquel estilo de vida todavía se mantienen algunos elementos. Una herencia que aún hoy se observa en Montmartre. Pero únicamente durante los días de soledad, en los que no hay tanto turismo. De hecho, en jornadas sin grandes aglomeraciones se suceden artistas pintando al aire libre, gente leyendo en las terrazas –junto a una copa de vino– o grupos disfrutando de una buena conversación. Todo un lujo en la sociedad actual, siempre tan acelerada. Así, se pueden recuperar las sensaciones perdidas. Pero, para ello, hay que visitar el sitio en soledad. Sin aglomeraciones.

Porque, como dijo el poeta y ensayista inglés, John Milton:

«La soledad es a veces la mejor compañía, y un corto retiro trae un dulce retorno»