A los pies de la sierra de Béjar, a poco más de dos horas de la capital, se levanta, sereno, el pueblo de Candelario.

Los días aún son buenos, sin embargo, muy cerca, en lo alto de la montaña, coronando su cima, se divisa la huella de las primeras nieves ya caídas. Dentro de poco, llegarán los más aventajados esquiadores para serpentear con ansia los más de veinte kilómetros esquiables de La Covatilla.

La mañana ha despertado fresca, con niebla meona que humedece el aliento. Pero no a mucho el sol terminará por secar el fino brillo de rocío que ahora baña el campo.

Subido a los pies de la montaña, las calles principales de Candelario discurren en sentido vertical, como queriendo llegar con prisa a lo alto, prisa que no tienen los viajeros en su caminar lento para contemplar las fuentes, las macetas repletas de flores y las regaderas por las que corre el agua clara y fría. Llama la atención la media puerta que preside la entrada de todas las casas del pueblo, otro elemento típico que tiene mucho que ver con las matanzas.

Aunque hoy queda casi olvidado, sin embargo, tiempo atrás, en los siglos XVIII, XIX y algo del XX, Candelario fue uno de los lugares más fecundos de la industria chacinera; en su mejor momento llegó a haber 103 casas dedicadas a la industria que distribuían a toda España, incluida la corte. Se decía que eran tan ricos que ataban a los perros con longanizas.

Estas casas servían de vivienda y de fábrica. Se dividían en tres plantas: la planta baja, donde se mataba y despedazaba el cerdo, y se hacían los embutidos. La planta central, la vivienda propiamente dicha, y la planta superior, en la que se secaba el producto elaborado.

La temporada de matanza daba comienzo en noviembre y duraba hasta febrero, para lo que se destinaban quince cerdos y un buey, que traían expresamente de las dehesas extremeñas. Cada año se desplazaban los mozos de La Garganta y El Trevedal para ayudar en las largas y duras jornadas de trabajo, de las que también participaban familia y vecinos en lo que sería un bullicioso hervidero de gente. Estos se alojaban en la misma casa en la que estaban trabajando, en las habitaciones que tenían preparadas para tal efecto.

Trabajaban duro hasta el 2 de febrero, festividad de la Candelaria: ese día, tras asistir a misa, los mozos volvían a sus pueblos, entonando por el camino una canción: «Candelario maldito, quién te quemara, yo pondría la leña que me tocara». Aunque tan malo no debía de ser porque todos volvían al año siguiente.

Los animales se mataban en la calle, de ahí la utilidad de las batipuertas, que permitían al matarife estar dentro de la casa mientras desempeñaba la tarea de matar al cerdo. Además, la casa podía permanecer abierta, ya que gracias a esta puerta no podía entrar ningún animal. Esta tarea comenzaba muy temprano, de manera que a las 12 estuviera la calle recogida y limpia, para lo que resultaban de mucha ayuda las regaderas, por donde corre agua limpia de la montaña.

Con la llegada del siglo XX, crecieron las fábricas. En ellas se abarató el coste del producto, aunque en detrimento de la calidad; esto hizo que fueran cayendo las ventas en Candelario. De lo que había sido entonces la industria del pueblo, hoy en día, solo queda una casa chacinera.

Afortunadamente, gracias al Museo Etnográfico de la Casa Chacinera es posible regresar al siglo XIX para comprender mejor lo que sucedía en aquella época.

Antonia Sánchez nos recibe en la recreación del que fuera el domicilio del señor Pedro y doña Cecilia, una típica casa chacinera en plena temporada de matanza. Nos acompañan a la zona en la que se embuten los chorizos y nos instan a colaborar en las tareas; hay mucho trabajo y, cuantas más manos, mejor. La señora Cecilia está en un velatorio, nos informan, así que es el señor quien se ofrece a mostrarnos la vivienda: las habitaciones de los mozos y las de los señores, la cocina donde todos se reúnen para comer a la lumbre, el salón en el que solo se entra en días de fiesta. Mariana, la muchacha que sirve, nos enseña a escondidas las ropas de la señora, el manto típico, nos cuenta la forma tan característica en que se peina una mujer, cuál es su forma de vida.

Por último, nos acompañan a la parte superior de la vivienda, de cuyas vigas cuelgan cientos de ristras de embutido. La disposición de las ventanas facilita la ventilación y el secado del producto. En función de cómo llegue el viento (información que proporciona el sereno desde la calle), se abren unas y se cierran otras. Para terminar, una degustación de aquello que tanta expectativa causa.

Finalizada la visita, nos adentramos de nuevo en el corazón del pueblo, en un recorrido por las calles estrechas y empedradas que nos conduce a nuestro destino. Ha comenzado a oscurecer y en el aire se respira un olor a leña que despierta la agradable sensación de sentirse como en casa.

Llegamos a la Casa de la Sal, la posada en la que nos alojamos, antigua fábrica chacinera (como no podía ser de otro modo) del siglo XVIII, que ha sido reformada respetando la estructura y los materiales originales. Un pequeño patio repleto de plantas, muebles de forja y una fuente hace de antesala a lo que será el espacio principal. La casa nos sorprende desde la entrada: el estilo es inconfundiblemente rural, con vigas vistas en el techo y las paredes, los suelos de piedra y escaleras de madera.

Lo acompaña una exquisita decoración a base de piezas antiguas, caballos y libros por todas partes que invitan a relajarse en algunas de sus acogedoras salas para degustar un vino o deleitarse con una lectura. En la habitación, la estética sigue siendo la misma: mezcla de lo rural con muebles muy al estilo provenzal en tonos blancos y color crema que dan calidez y sosiego a una amplia y luminosa habitación.

Por la mañana, un delicioso desayuno a base de productos típicos elaborados en la tierra nos da fuerza para comenzar la jornada.

Las posibilidades que ofrece la zona son diversas. Animados por Luis, el propietario de la posada, nos decidimos por un recorrido de los pueblos pintorescos en las inmediaciones.

En primer lugar, llegamos a Miranda del Castañar, que nos recibe con la majestuosa visión de su castillo. De nuevo, vemos suelos empedrados, calles estrechas y una arquitectura muy particular en las viviendas, aprisionadas en una de las fortificaciones amuralladas más reseñables de Salamanca. En las fachadas, escudos nobiliarios recuerdan que en tiempos fuera la capital de la Sierra de Francia. Es imprescindible perderse paseando por los pasadizos junto a la muralla.

El siguiente destino es Mogarraz; típicamente medieval en la conformación de su urbanismo, entramados de madera rellenos de mampostería, grabados en la piedra, balconadas herencia del mundo árabe y judío. Pero lo que más llama la atención son los retratos, como de gente de otra época, que cuelgan de las casas, a caballo, entre lo curioso y lo siniestro.

La explicación es que, en 1967, para evitar que tuvieran que ir a Salamanca a hacerse el DNI, Alejandro Martín Criado (aviador y primer alcalde de la democracia) colocó una cámara frente a una sábana blanca en la bodega de sus padres y por ella fueron desfilando todos los vecinos del pueblo.

En 2012, Florentino Maíllo recuperó esos negativos que, desde entonces, habitaban en una caja de cartón. Quiso realizar con ellos una exposición, en la que reprodujo las 388 fotografías a gran escala, empleando la técnica encáustica (mezcla de óleo con cera de abeja sobre chapas metálicas), y las colgó en las fachadas de la localidad. Cada una en la casa en la que vivió el retratado y, en la iglesia, los que no tenían casa propia, la vendieron o emigraron. A esto quisieron sumarse los actuales vecinos del pueblo, por lo que el número de retratos se amplió a 700.

La peculiar exposición Retrata2/388 es un homenaje a todas aquellas personas que decidieron quedarse en su lugar de origen en una época en la que muchos marcharon lejos en busca de una vida mejor. Debió de tener muy buena acogida, porque ahí siguen los retratos, para sorpresa del viajero que llega, que no dejan indiferente a nadie. El pintor les regaló las fotografías tras finalizar la exposición, pero hoy en día se han vuelto símbolo de identidad del municipio.

Por último, llegamos a la Alberca, municipio algo superior que los anteriores, pero no exento del encanto y la autenticidad que caracteriza a todos ellos. Situado en el entorno de Las Batuecas, es el primer municipio declarado Conjunto Histórico Artístico. Sus casas tienen muros de piedra o adobe, con símbolos antiguos grabados y traviesas de madera que hacen dibujos geométricos; todas con tres pisos que se erigen cada uno más sobresaliente del anterior, dando la sensación que se va a tocar con el edificio de enfrente. La plaza está rodeada de soportales que reposan sobre columnas de granito, en los que antiguamente se disponían los mercados, con sus balconadas repletas de alegres colores. Imprescindibles resultan construcciones como la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción (con el marrano a sus puertas, símbolo quizás de una antigua tradición) o la ermita del Cristo del Humilladero.

Ha resultado un viaje de lo más gratificante, con paseos por entornos rurales dignos de admiración, una gastronomía tradicional que no hemos dejado de disfrutar y un ambiente siempre acogedor. Nos marchamos con las pilas más que cargadas y el deseo de emprender de nuevo este viaje muy pronto, esta vez para probar algunas de las rutas de senderismo que nos ofrece la zona, para lo cual un fin de semana nos ha quedado corto.