Acabo de regresar de mis vacaciones en Cerdeña. Una semana en total, suficiente para ver y capturar lugares y elementos que aparecerán, aunque transformados, en mi próxima novela, Átika.

Necesitaba estar sola, tener esa sensación de aislamiento del resto del mundo. Poder pensar, imaginar, crear a mis personajes lentamente. Recrear desembarcos y batallas en las playas sardas, sentir el viento fuerte e intermitente de los pueblos de costa, oler a algas putrefactas, que la piel me supiera a salitre, engancharme la ropa en zarzas, encontrar gente distinta a la que conozco, otras formas de vida.

La imaginación se alimenta de transformar aquello que ya conocemos de algún modo. Encerrado en una habitación, sin experimentar nuevas sensaciones, sin enamorarse, sin dañarse, sin volverse a curar, uno no cambia su discurso. Cualquier persona en esas circunstancias repetiría una y otra vez las mismas ideas, variando solo la forma, exprimiendo al máximo lo que cree saber, sin aportar nada nuevo. Soy consciente de que yo no soy ninguna excepción.

Cuando uno no aprende, cuando uno se refugia en la comodidad que da la rutina del día a día, uno acaba perdiendo la capacidad de fascinarse por el mundo. Y no hay nada que se parezca más a la muerte que la ausencia de ilusión por adquirir nuevos conocimientos, por llenarse el espíritu y el cerebro de ideas y emociones nuevas.

En los últimos años no escucho más que el concepto de crisis económica. Parece que es lo único que importa a todos. Y, sinceramente, me preocupa muchísimo más que la gente no aprenda, no se culturice, no lea, y sobre todo, no se esfuerce en comprender otras maneras de vivir y pensar.

El problema quizás no está en que se reduzcan las reservas de petróleo, sino en la incapacidad para crear otras formas de energía sostenible (o tal vez para sociabilizarlas). El problema quizás tampoco radica en el terrorismo, sino en la manera en que se ha hecho sentir a determinadas personas, en su carencia de recursos y de formación. Tan sólo es una suposición, pero el hecho de que algunos países no crezcan económicamente quizás sea el menor de nuestros problemas.

Quizás el desarrollo del futuro radique más en la clase de personas que nazcan, en si tienen cultura, y valores, y empatía. Quizás el futuro sea distinto si educamos personas con capacidad para salir de su habitación, para cuestionar lo que saben. Personas que conciban el hecho de aprender como una forma de vida, de ser mejores para con ellos mismos y para con los demás. Cuanto más culta sea una población, más capaz será de imaginar sociedades más justas, más plurales y, a su vez, más respetuosas. Quizás sea esto justamente el verdadero desarrollo.