Bundi es una de esos pueblos en los que parece acumularse toda la inmundicia del mundo, uno de esos lugares ruidosos y polvorientos en los que los hombres orinan en cualquier lado.

Incluso antes de bajar del autobús, ya me abordaban gritando y moviendo los brazos como brokers de Wall Street algunos indios que me ofrecían agua, alojamiento o llevarme a cualquier lugar en su rickshaw. A duras penas conseguí descender de aquel cacharro artrítico y ponerme la mochila. Salí de la estación seguido por aquella incomoda comparsa. Pasados unos segundos y rememorando al domador Ángel Cristo, me di la vuelta y les grite: "Atrás, atrás". El silencio que siguió a mis alaridos duró un suspiro, porque en un lugar tan vociferante e indiscreto como India los silencios son una rareza en la vida diaria. Aun así, conseguí deshacerme de ellos mientras recordaba aquella canción de los Doors: "People are strange when you're stranger, faces look ugly when you're alone" (La gente es extraña cuando eres un desconocido, las caras parecen desagradables cuando estás solo).

El pueblo respondía a los delirios típicos de este país: el tipo que vendía gafas de sol era ciego, los funerales hinduistas iban precedidos por una orquesta o algún viejo me ofrecía rapé, un preparado de tabaco molido y aromatizado. Cansado de cunetear, me acerque a un rickshaw y le pregunte al conductor que cuánto me cobraría por llevarme a un hotel. "50 rupias", respondió. Y aunque los dos sabíamos que me estaba pidiendo más del doble de la tarifa normal, la forma en la que me miraba y su sonrisa parecían sugerirme: "Venga, ya sabes que te quiero engañar, pero no estropeemos el momento".

Y fue allí, en Bundi, donde sucedió: los habitantes de este pueblo me cambiaron el nombre. No fue algo que ocurriera de sopetón, como si al doblar una esquina la acera nos fagocitase la personalidad; más bien fue una amnesia progresiva, lo que en Alemania llamarían Alzheimer. El primer niño con el que me crucé después de encontrar alojamiento miró hacia arriba para encontrar mis ojos, y exclamó: “¡Juan Rupi!”. “Vaya -pensé- esto es como cuando escuchas alguna canción en inglés y te parece que una de las frases la dicen en español”. Continué caminando, pues. Cuando regresé al hotel estaba un poco cariacontecido, el dueño me pregunto que si estaba fatigado (las temperaturas superaban a mediodía los 30 grados) y yo preferí no contarle que dos críos más se habían dirigido a mí utilizando el mismo nombre que el primero. El último, de hecho, tuvo la delicadeza de preguntar: “¿Juan Rupi?” (“¿Eres Juan Rupi?”, entendí yo). Y pensé, claro, que aquello había dejado de ser una casualidad.

Después de darme una ducha de agua fría y comer algo, me fui a dar un nuevo paseo por las estrechas callejuelas de aquel pueblo. El primer niño que me cruce, nada; el segundo, tampoco; pero, ay, el tercero, insistió. Después hubo uno que incluso extendió la mano en mi dirección. Aquello empezaba a obsesionarme. Me metí en un pequeño bar, en algún sitio me tenía que refugiar, y pedí un chai (un té con leche). Al ir a pagar le di un billete al camarero, este lo miro y me dijo: "You have to give Juan Rupi more". "¿Qué?”, le espeté. "That you have to give Juan Rupi", insistió. Y entonces me di cuenta: le tenía que dar una rupia ("one rupee") más. Así que lo que los niños tan insistentemente me pedían era "one rupee". Respire tranquilo, aunque sería mejor decir que respire al fin: Bundi dejo de ser ese lugar pavoroso en el que los niños pretenden hacerte olvidar quién eres.