Desde que soy periodista, examino cada detalle con una frialdad sorprendente. Me he acostumbrado a desmenuzar cada artículo desde el principio hasta el final, a comprobar que cada letra, cada palabra, cada punto y cada coma están en el lugar correcto. En el contenido me he vuelto obsesiva, releyendo una y mil veces la información hasta estar cien por cien segura de que todo lo que escribo es correcto y que plasma, exactamente, la idea que quiero transmitir. A pesar de ello, cometo errores, y no uno, sino mil. Todo el rigor y esfuerzo con el que escribo no me eximen del error, ni del ‘castigo’ de los lectores.

Hoy mismo me instaba una de ellas a ‘saber de lo que escribo’ y a ‘dedicarme a otra cosa’. De momento no creo que le haga caso porque, a pesar de los fallos que pueda cometer (la mayor parte de las veces no por desconocimiento, sino por mera confusión), me he enamorado de una profesión a la que me dedico en cuerpo y alma. Y precisamente por ese amor con el que trabajo, considero que los fallos están permitidos. Aun así, no dejo de recordar como reivindico yo misma los errores de otros cuando descubro erratas (ya se sabe, lo de la paja en el ojo ajeno y todo eso), y lo cierto es que ayuda comprender que ‘de humanos es equivocarse’.

Esto debería extenderse a la vida en general, es decir, saber que cualquiera, en cualquier momento, puede cometer un fallo y que, más grande o más pequeño, el contexto debe actuar en consecuencia y como bálsamo. Si bien es cierto que algunos errores resultan del todo imperdonables o difíciles de olvidar, no es menos verdad que nadie está exento de caer en lo mismo que tan duramente ha castigado. La vida tiene esos matices tan peculiares que capacitan para mentir al más sincero, para robar al más bondadoso, para pelear al más pacífico y para traicionar al más leal. Presumimos de conocer a las personas, incluso de saber cómo vamos a reaccionar nosotros mismos ante las situaciones, pero lo cierto es que lo más inesperado del menos imprevisible puede tornarse realidad con el mismo porcentaje de acierto y error que lo contrario.

Los errores y los aciertos, así como la suerte y la desventura, forman parte de nosotros. Cuando tomamos una decisión, cuando elegimos un camino, incluso cuando ponemos a una persona a nuestro lado solo podemos esperar dos cosas: que sea un acierto o que sea un error. Cada uno de los condicionantes que nos rodean actúa de manera influyente en la opción elegida, en favor o en contra, aunque tú siempre tienes la última palabra. El arte de ser feliz radica en esas elecciones que se tornan acierto o error y que constituyen ejemplo a seguir o a desechar (aunque muchas veces haya que fallar más de una vez para dar con el acierto). Los fallos te señalan un camino que más tarde o más temprano se postula como la vía correcta, y a pesar de los fallos que puedan esperarte a ambos lados de la senda, cuando el acierto te espera al final, lo demás pasa a un segundo plano.

Si todo fuera tan fácil como cerrar los ojos y apuntar en una dirección el método del ensayo/error nunca nos hubiera hecho falta. El problema es que hay quien cierra los ojos y apunta. Y eso no siempre se premia, a veces se castiga. La suerte no es para todos, es para unos cuantos, pero no cabe duda que si no arriesgas, no ganas. O quizás sí, pero no sabe de la misma manera, no huele tanto a éxito… El riesgo hay que experimentarlo, no solo desde las alturas, ni desde lo desconocido, también hay que arriesgarse a fallar, a caer y a acariciar la victoria, el triunfo, la sonrisa.

Es cierto que hay errores más castigados que otros, que hay aciertos poco valorados y que la mayoría de las decisiones de nuestra vida las tomamos con un ojo tapado por todos aquellos que quieren indicarnos el camino. Pero no podemos olvidar que el otro nos pertenece, que somos nosotros quienes lo abrimos y cerramos, y que llega un momento en el que el castigo por el error no puede pesar más que el premio por el acierto.