Me desperté en Nouakchot pronto, tenía un largo camino hasta la frontera con Mali, más de 800 kms. Al igual que en Nouadhibou, todos los automóviles particulares funcionaban como taxis, así que un auto cualquiera me llevó hasta la explanada de la mezquita marroquí. Desde allí se suponía que salían los coches para Mali. Cuando llegué se arremolinó un grupo de gente que me informó de mi error. Malditas guías. Otro Mercedes me llevó hasta el lugar desde el que salían los taxis brousse –coches colectivos en los que viajan siete personas- hacia Ayoum el Atrous. Pagué las 7.000 ouguiyas –unos 22 euros- que costaba mi plaza y me preparé para hacer uno de los viajes más incómodos de mi vida.

En los asientos delanteros iban dos hombres y el conductor, y cuatro personas en la parte trasera. Una de ellas era una anciana gorda y medio ciega que vestía de negro y que se pasó medio viaje rezando. Las paradas eran continuas: nos deteníamos por un grupo de camellos que cruzaba la carretera, o eran cabras, vacas o burros –vimos una manada de más de 200- o teníamos que parar en los más de 50 controles policiales que vimos en los 800 kms -en aquella carretera había más aduanas que en toda la UE-. El desierto fue dando paso a la sabana. Las piernas no me cabían y llegó un momento que ya no podía más. Paramos en un pueblo para entregar un paquete. Los otros cuatro pasajeros y el chófer se pusieron a rezar. Alrededor del viejo Mercedes se arremolinaron unas cincuenta personas que nos observaban. La mayoría de las mujeres eran negras e iban cubiertas con velo. Cuando les enfocaba con la cámara corrían despavoridas.

Catorce horas después de dejar Nouakchott, a eso de la medianoche, llegamos al garaje de Ayoum, un lugar desolado y lleno de basura en el que deambulaban unas cuantas ovejas. Bajamos del taxi y el conductor me informó que de allí salía el transporte para Mali, pero que tendríamos que esperar a la mañana siguiente. Llevaba todo el día sin comer –pero lo que no sabía es que, por diferentes circunstancias, en dos días y medio solo comería dos barras de pan y un puñado de cacahuetes-. Algunos hombres yacían en una zona cubierta por un techo de maderos. Me metí en el saco y me dispuse a dormir acompañado por el balido de las ovejas. Cuando amaneció, me despertaron los rezos de nuestros vecinos. Pregunté por allí y todos los taxistas me exigían cifras astronómicas por cruzarme la frontera y llevarme hasta Nioro, el primer pueblo de Mali. Un camionero me llevó hasta Ayoum. Después otro tipo me pidió una cantidad razonable por dejarme en el siguiente pueblo, y allí, después de pasar un rato discutiendo, un taxista me llevó hasta Nioro por 1.000 ouguiyas. Pasé el puesto fronterizo mauritano y en el de Mali uno de los pasajeros comenzó a hacerse el enfermo mientras era auxiliado por dos amigos. Cuando reanudé el viaje, el chófer y el resto de mauritanos se reían: habían hecho toda aquella representación para evitar que el policía de Mali les pidiese dinero por cruzar la frontera.

El rojo, el amarillo y el verde -¿tierra, sol y naturaleza?- son los colores de la bandera de Mali –y además están presentes en las de otras 17 naciones africanas y en la de Jamaica-, así que según nos aproximábamos al puesto fronterizo de Nioro me extrañó que lo que parecía hondear en aquel edificio de una sola planta era la bandera de Italia. Finalmente comprobé que, como en otras a lo largo del país, el amarillo estaba tan desteñido que parecía blanco. Sobre la puerta de entrada estaba escrita la leyenda que preside todos los centros oficiales: “un peuble, un but, un foi” -un pueblo, un objetivo, una vez.

Los dueños mauritanos de la única tienda que había por los alrededores me cambiaron las ouguiyas que conservaba por francos CFA. Esta es la moneda oficial de la Confederación Financiera Africana, una Unión de varios países del oeste africano. Observé que en una de las caras de los billetes de 10.000 había una gran arroba dibujada.

Al cruzar la frontera de Mali había dejado de improviso el mundo de las certidumbres y de la lógica para entrar en el territorio de la suposición; y el autobús que recorría los más de 400 kilométros que separan Nioro de la capital, Bamako, y que me aseguraban que tenía que pasar, no aparecía. Anduve, pues, hasta un cruce de dos carreteras sin pavimentar para hacer dedo. Como el sol empezaba a apretar, me cobijé en la sombra de dos camiones que estaban siendo reparados. En las carrocerías había algún dibujo cutre de Bob Marley y un par de frases pintadas que aludían a Jamaica y al movimiento rastafari.

Como el cambio que me habían ofrecido los dependientes de la tienda era horrible, decidí conservar los dólares que llevaba de reserva –en Mauritania y Mali no hay cajeros y es difícil encontrar un banco que te dé dinero con tarjeta de crédito-. Los “cefas” que había conseguido los tenía que conservar para pagar el transporte hasta Bamako. Así que, como el día anterior, lo único que comí durante aquel viernes fue una barra de pan. El bendito pan africano, que como en tantas otras ocasiones, evitaba que desfalleciera

Los contados vehículos que pasaban eran 4x4 de la empresa que estaba asfaltando el camino. Mientras que a mí me pedían dinero para llevarme hasta el pueblo por el que pasaba una carretera mucho más transitada, a Sidi, un vecino de Nioro con el que habíamos compartido conversación y aburrimiento, el primero que se detuvo le llevó gratis. Cuando iba por la quinta hora de espera pasó un camión en cuyo contenedor viajaban unas 30 personas. El copiloto me ofreció llevarme por 7.500 francos -unos 12 euros-. Lo rebajé a 5.000 –todo el dinero que tenía-, y algunos hombres me ayudaron a subir al remolque. Seguramente no era el primer blanco que veían, pero los niños que viajaban a mi lado no me quitaron ojo durante los primeros minutos. A veces se daban codazos y me sonreían. Los vaivenes del camión eran traumáticos, me tenía que asir bien a cualquier cosa: el traqueteo amenazaba con descoyuntarme.

De pie sobre la rueda de repuesto vi a algunos niños que pastoreaban cabras y que me saludaban cuando el camión pasaba por su lado, dejándolos envueltos en una nube de polvo. Mujeres y niñas cargaban sobre la cabeza pesados bultos. A lo largo de generaciones han adquirido la habilidad de transportar cubos llenos de cualquier cosa sin sujetarlo con las manos. Otras machacaban trigo en morteros gigantes. Ese movimiento de subir el palo y dejarlo caer dentro del recipiente de madera es una de las acciones que vería todos los días en Mali, una de las actividades más genuinamente africanas. A los lados de la carretera, extendiéndose majestuosos por toda aquella llanura, había unos esqueléticos árboles sin hojas. Eran los baobabs -otro de los grandes símbolos del continente negro-, unos árboles de nombre rítmico a los que parece que un rayo ha dejado tiesos. Son como un brujo en el momento de extender sus dedos y recitar alguna fórmula mágica. Serían perfectos para una película de Tim Burton. Cuenta la leyenda que había uno tan grande que en vez de talarlo hicieron un túnel en el tronco para que pasase una carretera.

Los únicos edificios de cemento que se levantaban en los pueblos que cruzábamos eran las mezquitas. El resto eran casas construidas con ladrillos de barro. Se veía que aquellos lugares eran de miseria y hambre. El camión paró para descargar unos sacos. Algunos niños estaban tan sucios de polvo que tenían un color gris y enfermizo. A uno de ellos le habían amputado la pierna izquierda a la altura de la rodilla y caminaba ayudado por una muletas de madera. Uno de los chicos que descargaba los sacos era albino. En Mali vimos muchos. Cuando alguien apreció que una de las caras que sobresalían de la parte trasera del camión era blanca, algunos vecinos se arremolinaron junto a la máquina y estuvieron observándome sin decir palabra.

Se hizo de noche. Un par de horas después nos detuvimos en otro pueblo para cenar. Asomaba la cabeza para ver las piernas de cordero que se asaban en la lumbre y los trozos de sandía que ofrecían algunas mujeres. Cuando reiniciamos el camino, los 7 u 8 viajeros que quedábamos intentamos acolchar el suelo de madera del camión para echarnos a dormir. Todo fue inútil; los bandazos y los botes que pegábamos nos impidieron pegar ojo. Es quizá la situación más agónica y desesperada que recuerdo de mi viaje. Con cada bache, nos elevábamos y caíamos a plomo. Por si fuera poco, el contenedor se llenaba de polvo con cada sacudida. Cuando el trasto se averió y tuvimos que parar en un pueblo, lo único que sentí fue alivio. Aunque estaba rodeados de sacos y mugre, por fin pudimos dormir unas horas.

Por la mañana el conductor y el copiloto me aseguraron que habían enviado a un tipo a buscar la pieza que se había estropeado, pero decidí pagarles una parte de la cantidad que me habían pedido e intentar llegar a la capital por otros medios. No tuve que esperar demasiado: una de las furgonetas que viajan atestadas de bultos y gente me recogió. Naturalmente tuve que pagar un sobreprecio por el simple hecho de ser extranjero, aunque sería más adecuado decir que por ser blanco. Como me había sobrado un poco de dinero, en una de las paradas compré pan y cacahuetes.

Llegué a Bamako después de 50 horas de viaje: una odisea africana. Estaba tan sucio que me tuve que duchar dos veces y que usar tres bastones para limpiarme las orejas. Una de esas experiencias que la memoria transforma y de las que con el tiempo hablas con nostalgia.