Casualidad o un guiño agradable del mercado de novedades, justo el año del centenario de Miguel Hernández, dos cantaores —Enrique Morente y José Mercé— mostraron en sus trabajos + flamenco y Ruido, en este orden, una correspondencia con la obra del poeta de Orihuela, y Carmen Linares, como hizo con Lorca (Locura de brisa y trino) y con Juan Ramón Jiménez (Raíces y alas), anunció que tenía intención de hacer el mismo viaje. Hemos empezado por aquí por ser lo último, aunque en la historia del género, del flamenco, curiosear por los alrededores de la poesía ha sido algo corriente y muy antiguo: lenguaje fácil y crónica vital que es todo un derroche. «Es que quiero sacar de ti tu mejor tú», acaso se diría, como escribió Pedro Salinas.

Los tablaos y los cafés en los que el vaivén de la atmósfera no dejaba entrar el aire fueron una especie de aulas inventadas a toda prisa para la formación de muchos artistas, si es que no de la de todos. Eso lo convalidó Morente cuando explicaba que en los libros se dio cuenta de que las palabras forman parte de la libertad de las personas. Y lo recordó Félix Grande en sus memorias flamencas. El propósito, en cualquier caso, era frotar las letras hasta que dejaban de temblar, buscar en ellas lo que quiere contarse, como si uno mismo lo hubiera vivido. Por eso, los rincones en los que Manuel Torre entonaba la pena que llevaba en el pecho son los mismos que cuando a quien le toca tributar no es a él, sino a Terremoto de Jerez, por poner un ejemplo.

Cuando Miguel Hernández no había cumplido aún los quince —que después de todo es ahora, pasados unos cuantos más de cien años, cuando del homenaje se hace justicia— se aficionó a los trovos. Si hoy hubiera que encontrar un equivalente de estos duelos de improvisación, lo más aproximado serían las batallas de los raperos en las que se intercambian golpes de palabras como espadones. En cualquier caso, a esto se refiere Francisco Martínez Martín en Yo, Miguel. Biografía y testimonios del poeta Miguel Hernández, cuando cuenta que Miguel asistía a los festivales de los «versadores populares de la huerta, algunos de los cuales no sabían ni escribir» y que, al salir, lo que quería era aprender en esas condiciones extremas, ya fuera del colegio y dedicado al pastoreo, para parecerse a ellos.

Más adelante, Martínez explica que incluso llegó a componer alguna letra para que la cantara García Espadero. De todo lo anterior sólo hay algún recuerdo y alguna que otra cita, porque de las letras flamencas de Miguel Hernández solo hay testimonio en una antología chilena, según el flamencólogo José Gelardo Navarro. Se justifica el olvido en las recopilaciones unas veces porque no se puede asegurar que las escribiera el poeta, y otras, porque al ser letrillas improvisadas se consideran un género menor sin clasificación en la poesía seria.

Esa búsqueda propia del flamenco en las letras de Miguel Hernández la emprendió Enrique Morente hace más de cuarenta años con todo un homenaje al poeta al que un soplete en los pulmones acabó callando. En Homenaje flamenco a Miguel Hernández fueron las Nanas de la cebolla en las que instaló el pulso del cante en la sonoridad del poema que llora la pobreza más amarga. Pero también tuvieron cabida El niño yuntero, Sentado sobre los muertos o Dios te va a mandar un castigo.

La misma pieza es la que utilizó José Mercé en su disco Ruido, acompañado de Pasión Vega y Carlos Sanlúcar para recrear la versión que grabó Serrat un año más tarde que Morente: Nanas de la cebolla. Manuel Gerena también sacó del molde hernandiano Canta con Miguel Hernández en 1999, con El niño yuntero interpretado en varios palos (bambera, peteneras y martinete) y una travesía de soledad y desasosiego por los versos de Vientos del pueblo. Mayte Martín optó más tarde por glosar Al cantar a Manuel la vida de Miguel Hernández en un recuerdo imaginado, la memoria de otro poeta: el malagueño Manuel Alcántara. Un crimen, el del olvido, del que Alcántara rescata al de Orihuela. Eran los tiempos en que se racionaba hasta la literatura, un castigo doloroso que embadurnó su legado de un silencio plomizo y convirtió sus versos en piezas clandestinas. Una obra culposa, la de los derrotados, que regresa cada cierto tiempo para seguir viviendo en medio del campo bravo, en mitad de un jaleo que los gitanos acompañaban (hoy también) con palmas y al poeta le llaman por su nombre.

Nanas de la cebolla

*Nanas de la cebolla es el poema número 74 del Cancionero y romancero de ausencias, una de las canciones de cuna más trágicas y sentidas de toda la poesía española.

El 12 de septiembre de 1939, desde la cárcel de Torrijos en Madrid, el poeta escribe esta carta a su mujer, Josefina Manresa: «Estos días me los he pasado cavilando sobre tu situación, cada día más difícil. El olor de la cebolla que comes me llega hasta aquí y mi niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche. Para que lo consueles, te mando esas coplillas que le he hecho, ya que para mí no hay otro quehacer que escribiros a vosotros o desesperarme. Prefiero lo primero, y así no hago más que eso...». Y este es el resultado, recordado y musicado por Enrique Morente, Serrat o Alberto Cortez, Manuel Genera o José Mercé, entre otros.*