Se dice que Ernest Hemingway colocó dos balas en su escopeta Boss de calibre 18 y se estalló la cabeza de un disparo. Después de comunicar a la prensa que la muerte fue accidental, su viuda, Mary Hemingway, confesó años después que su marido se había suicidado. El escritor americano no soportó los dolores físicos ni mentales. Su cuerpo no le dejaba escribir. Y se escribió para sí mismo el final más literario posible. Un final que ni siquiera prestó a Ole Anderson, personaje en su relato Los asesinos. A este le dejó tumbado en su pensión, totalmente vestido y mirando al techo. Pero vivo.

A veces el mejor final no está en la literatura, sino en quien la inventa. Nos enredemos en un libro con el único propósito del punto final. La atracción de la última página. Cortázar lo sabía y por eso escribió el libro más desordenado y brillante de la historia. Lo escribió después de que un accidente en su querida Vespa no acabase con su vida. “Un accidente muy tonto del que estoy muy orgulloso”, dijo años después.

Así paseas por los libros. Los que existen y los que no. En aquella página 40, sucia y amarilla, no sabes si Phileas Fogg ganará su apuesta y dará la vuelta al mundo en 80 días. El marcapáginas avanza y tú, lector, no tienes atención para nada más. Ni para Calcuta ni para Indochina. No te subes al mismo barco que el protagonista porque no te interesa cómo llega al destino, sino el destino. Julio Verne está destapando para ti un mundo que nadie conoce. Pisando el futuro en tres frases. Frases perdidas a mitad de libro.

Más tarde, en 1983 y en la otra cara del mundo, Tenesse Williams, en un estado de borrachera diabólica, intentó abrir un bote de medicamentos con la boca. El tapón cayó por su garganta y le asfixió. Su hermano Dakin y sus amigos defendieron que fue un asesinato. La policía, por su parte, escribió que la causa fue la mezcla del alcohol y los barbitúricos.

Los personajes literarios envidian el final del escritor. Ningún genio miente así de bien. Se guardan la sorpresa para su epitafio. Las necrológicas como piezas literarias. Perfectas y frágiles. Hemingway y Williams tuvieron paciencia. Su final en el borde de la bala o de la asfixia quedarán para la historia. Más que la página central de un cuento.