«Un fantasma recorre Galicia: el fantasma del narcotráfico».
(Anónimo)

En fechas muy recientes, un señor llamado Alberto Núñez Feijóo anunció que repetiría como candidato del PP a la Xunta de Galicia. Lo dijo entre lágrimas. Se entiende: menuda faena tener que quedarse en Invernalia con lo bien que se está en Desembarco del Rey. Los políticos son como niños: no hay juego que apetezcan más que el de la silla. Decidido a no abandonar el Trono de Hierro, Mariano Rajoy, el gallego impasible iniciado en los secretos de los Hombres sin Rostro y presidente en funciones del Gobierno de España, con su sublime quietud de esfinge asiática obliga a su más inquieto compatriota Feijóo, presidente de la Xunta, a abrazar también él la sabiduría zen del no-movimiento y conformarse con seguir ocupando su poltrona en el Norte. Seguramente Feijóo preferiría ser califa en lugar del califa, pero siempre es mejor una silla que ninguna, por mucho que la misma se halle tan cerca del gélido Muro, que es como decir a la verita misma del Fin del Mundo. Aunque también mirmidones hay en el norte...

Hacía tiempo que no veíamos ni escuchábamos a Feijóo. Sigue igual. Con el mismo perfil pre o posmoderno, a según, y sin saber si hacer del castellano una lengua menor o del gallego un idioma patafísico: durante mucho tiempo crisi fue su palabro preferido, en ese sincretismo lingüístico en el que tan confortablemente vive. No decía «crisis», en castellano, ni «crise», como se dice en gallego: optaba por el camino del medio, que en ocasiones es el camino a ninguna parte: crisi. Se pongan como se pongan, este primer espada de la política gallega con aires de vendedor de enciclopedias es un auténtico fenómeno.

El caso es que fue verlo y venírsenos a la mente una de sus frases míticas, prácticamente un aforismo socrático («solo sé que había nieve»). Porque Feijóo es un grande del humorismo, a la altura del mismísimo Eugenio. Conoces de memoria sus chistes, ya sabes lo que va a decir, pero te ríes igual. Además el tío se pone serio, tan serio como se ponía Eugenio.

Y de vez en cuando improvisa y suelta perlas como el aforismo de la nieve, dicho con gesto de circunspecto e inocente querubín hace ahora tres años, tras la publicación de unas fotos que estuvieron a punto de acabar con su carrera política y que tal vez sí hayan acabado con su carrera política, al menos por lo que respecta a la posibilidad de alcanzar el Trono de Hierro.

El aniversario de esas fotos, felizmente coincidente en el tiempo con el anuncio de Feijóo de su «deseo» de volver a presentarse a las elecciones gallegas, nos sirve de magnífico pretexto para escarbar en un tema delicado con múltiples ramificaciones: la emergencia y consolidación del narcotráfico en Galicia, especialmente en la zona de la ría de Arousa.

No hace tanto, en la década de los noventa, el 80 % de la cocaína que se consumía en Europa llegaba por Galicia. La cifra, escandalosa, la recoge Nacho Carretero en un interesante libro publicado a finales de 2015: Fariña. Semejante cantidad de farlopa propició la eclosión de un número indecente de clanes y capos autóctonos, lo que acabó derivando en la implantación de un nuevo costumbrismo, un tanto chabacano, en el paisaje gallego. Costumbrismo, sí, porque el tiempo de vacas gordas del narco gallego tal vez no exista ya más que en las hemerotecas (aunque el propio Nacho Carretero señala que el narcotráfico sigue muy vivo en Galicia), pero lo cierto es que buena parte de aquel mundo permanece.

Cualquier mísero pueblo de 2.000 o 3.000 habitantes cuenta con su necesaria oferta de pequeños camellos, así como un panteón donde el imaginario colectivo conserva la memoria de los ilustres que se han ido. Tampoco falta nunca el bar tapadera, donde se tapa todo menos el polvillo blanco que se aspira sobre la barra con un sentido de la impunidad conmovedor. Sí: estamos en Europa Occidental, pero los pueblos gallegos son otra historia, un escenario goloso y gozoso para el artista, para el escritor, incluso para el periodista, a pesar de esa atmósfera perruna de esponjosa sordidez hacia la que a veces se inclinan.

Seguramente se trata de algo universal, solo que en Galicia el fenómeno adquiere tintes peculiares. No estamos del todo de acuerdo con la tesis de Carretero de que el narcotráfico arrasase el «tejido social, económico y político» del país. Las explicaciones causales unidireccionales suelen ofrecer argumentos pobres de la realidad humana. Al contrario, si el narco pudo encontrar un caldo de cultivo propicio en Galicia no fue sino por tratarse de una realidad esquilmada, desestructurada, desarraigada, colonizada y donde el Estado siempre estuvo lejos a no ser para hacer caja, reprimir y violentar el pensamiento de un forma muy distinta a la deleuziana. ¿Acaso no resulta chocante el exorbitante índice de suicidios de Galicia, una cifra mucho más alta que la del resto de España? La comparación con Sicilia, lejos de ser odiosa, resulta esclarecedora.

Pero volveremos a la obra de Carretero en próximos capítulos, como volveremos al relato del testimonio en primera persona. Ahora regresemos a Feijóo y al memento mori de su vía crucis. Y todo por culpa de las amistades peligrosas.

Fue a finales de marzo de 2013. Un importante periódico de Madrid, antiguo intelectual orgánico de la Transición y hoy azote de populismos, sacó en portada unas comprometedoras fotografías de Alberto Núñez Feijóo, presidente de la Xunta de Galicia y a la sazón mirlo blanco del Partido Popular. Si sería tan mirlo o caballero, caballero (como lo llamaría su colega Julio Iglesias para recordarle, a él y a todos nosotros, que «hay que gozar la vida»... sentencia que podría firmar el mismísimo Spinoza) de la derecha española que su nombre era el más repetido en las quinielas para sustituir a Mariano Rajoy al frente del PP e incluso de la presidencia del Gobierno de España.

Hasta ese momento la buena estrella de Feijóo era proverbial. El veni, vidi, vici se aplicaba mejor a su trayectoria que la de cualquier emperadorucho romano. Además, su suerte era báquica, epidémica, distribuyéndose entre aquellos menos afortunados que lo tenían cerca. Así, cuando en 2009 fue candidato a la Xunta de Galicia por primera vez y ganó con mayoría absoluta, su victoria acabó apuntalando una empalizada defensiva alrededor de la cabeza de un Mariano Rajoy cuestionado tras la derrota en las elecciones generales de 2008.

Después Feijóo repitió triunfo en las elecciones gallegas de octubre de 2012 y los elogios hacia su figura se multiplicaron: su inminente salto a Madrid se dio por hecho. El encomio del beocio Feijóo, ojizarco como Atenea y dos veces ungido, cual Dionisos, se convirtió en el pan nuestro de cada día en los artículos de tanto periodista Apolo-jeta. En medio de una tormenta perfecta de crisis y recortes sociales, nos decían, he ahí a un político de raza que merece la confianza de los electores gracias a su imagen de gestor eficiente.

Ciertamente hay que reconocerle al señor Feijóo su capacidad para vender una imagen de seriedad y rigor mientras zozobra la nave que él mismo pilota. Más que de raza, es un político titánico, buen imitador del capitán marxiano que, después de haber dirigido su barco contra el iceberg, no tiene reparos en ponerse delante de la orquesta, moviendo los brazos con deleite, sin que nadie, en medio del caos general, se aperciba de que se trata de aspavientos sin sentido. Y el talento Houdini de Feijóo se convierte en pura epifanía el día siguiente de la catástrofe, cuando es capaz de aparecer sin un rasguño en cualquier Foro madrileño para solemnizar su aflicción por lo sucedido y pedir responsabilidades, mientras la prensa al unísono alaba su pericia como director de orquesta.

Pero si la fortuna sonríe a los audaces, estos deberían cuidarse más de los idus de marzo. A Feijóo, que parecía tanto y tanto aparecía, raudo a la hora de prodigarse en tertulias, mentideros y desayunos informativos de la agenda mediática de Madrid (Desembarco del Rey) mientras presidía un Gobierno 600 km más al norte (Invernalia), se le manchó el traje a finales de marzo de 2013, salpicado por unas imágenes cuanto menos embarazosas. Las fotos mostraban a un relajado presidente de la Xunta sobre la cubierta de un yate, disfrutando en modo Tarzán –aunque con un bañador algo más recatado y presumiendo de un torso mucho menos escultórico que el de Johnny Weismüller – de los placeres visibles e invisibles de ese regalo de los dioses que es la ría de Arousa.

Disfrutar de los encantos de las rías gallegas todavía no es pecado, ni siquiera es delito, a no ser que milites en un partido que se dice de izquierda, que entonces el sambenito en forma de cilicio que se le aplica a uno por inmoral y perjuro, con dos por uno en difamaciones que incluyen acusaciones por malos tratos, no se retira ni así que pasen cinco veces cinco años (se lo pregunten al exvicepresidente Anxo Quintana o, mejor, a Santiago Rey, el editor de La Voz de Galicia, ese periódico tan entrañable e imparcial que una vez dio una noticia cum grano aequanimitatis, es decir, sin la bilis usual, sobre un político vinculado al nacionalismo gallego y, se rumorea, nació un unicornio en la Costa da Morte). Por desgracia para Feijóo, la ría de Arousa era lo de menos. Lo de más, la gozosa compañía de Marcial Dorado, conocido contrabandista y narcotraficante que lleva más de diez años en la cárcel.

Al principio, el escándalo fue grande. Algún egregio preboste de la «extrema izquierda» (sic) acuñó graciosamente la acertada expresión de «narcopresidente» para referirse al ufano Feijóo. Sin embargo, la de incólume es una categoría que no está al alcance de cualquiera, a no ser que se llame Esperanza Aguirre o Alberto Núñez. El vía crucis de Feijóo duró lo que duró. Las imágenes, se argumentó, correspondían a un periodo (entre 1995 y 1998) en el que Feijoo no era presidente ni siquiera de la Asociación de Antiguos Alumnos con Gomina de Os Peares y Marcial Dorado estaba limpio como una patena, que diría algún exgobernante cejilátero. En cualquier caso, se trataría de pecadillos de juventud.

Aunque la realidad, la condenada, tiende a ser tozuda: el ínclito Feijoo era por entonces el número 2 de la Consellería de Sanidade, si es que todavía no se había marchado a Madrid para presidir el Instituto Nacional de la Salud (Insalud), cargo que ocupó desde 1996 hasta 2000, cuando finalmente asumió las riendas de Correos y Telégrafos mientras entre ágape y ágape tejía a su alrededor una inteligente red de contactos entre periodistas y gente guapa de la capital. Por su parte, el áureo Marcial Dorado ya había sido detenido un par de veces, la segunda en el marco de la supermegaoperación Nécora, en la que el juez Baltasar Garzón bajó de los cielos no se sabe si en plan arcángel Gabriel o como un Rolling Stone que pronto acabaría en el infierno, amén de que su nombre (el de Marcial) aparecía de forma recurrente en la prensa de finales de los ochenta vinculado a la denominada peseta connection, una investigación judicial promovida por un juez francés y un fiscal suizo que destapó una descomunal red internacional de blanqueo. Y lo de pecados de juventud... en fin, sí, Feijóo, nacido en 1961, tenía a finales de los noventa el rostro lleno de acné.

Por lo demás, resultó que la noticia de las fotos era incluso demodé. Al parecer no pocos periodistas, políticos, jueces y policías estaban al tanto de las imágenes desde hacía años. El propio Feijoo las conocía (alguien tuvo que avisarlo) muchos años antes de que aspirase a ser presidente de la Xunta.

¿Quién filtró las fotos? That’s the question... Los Brutos, sean republicanos o, como suele suceder, no tanto, están más cerca de nosotros de lo que estamos dispuestos a admitir. La filtración vino de dentro: pocos lo dudan. Alguien en el PP quiso recordarle a Feijóo que también él, humano y mortal, era merecedor, en buena lógica conservadora, de hacer penitencia y propósito de enmienda. Y lo de mudarse a Madrid... pues iba a ser que no.

Sin embargo, el caso no dio mucho más de sí. La opinión publicada, flagelo de herejes, hizo mutismo por el foro, o forro, que tanto da. Conspicuos analistas de la actualidad guardaron un respetuoso silencio. Hasta los más cáusticos escribidores (decimonónicos catedráticos de Derecho Constitucional, egregios politólogos y demás graciosos personajes reconvertidos ad maiorem gloriam popularum en articulistas de prensa, los valdeses, barreiros y bareños que conforman el infame ejército de masajistas tailandesas siempre bien dispuestos para con el placer de los miembros del partido de la gaviota o del charrán en la antigua Suevia) calaron el chapeo, requirieron la espada, miraron al soslayo, fuéronse y no hubo nada.

Visto en perspectiva, lo más llamativo es que alguien con ese pasado fotográfico se lanzase como un Django desencadenado a la arena política, sabiendo la merde -por decirlo a lo consorte- que rodea dicha arena. Seguramente el bueno de Feijóo se encomendaba a la liberalidad de los gallegos en estos asuntos. Otra cosa sería que entrase en una finca y se llevase una piedra o chantase un palo en la esquinita de una hacienda colindante con una leira ajena: entonces sí que ardería Troya.

También fue sorprendente la respuesta que dio el presidente de Galicia en los primeros días. Como no le quedaba otra, tuvo que reconocer su antigua amistad con el narco, haberse solazado en sus propiedades e incluso irse de vacaciones en su compañía. Y, claro, en una de esas vacaciones, de las que el interpelado no recordaba demasiado, sí que podía asegurar que «había nieve». Resulta difícil saber si Feijóo dijo esto porque lo suyo es ir por la vida cual Cándido o Casta Diva, o porque es un cachondo y tenía ganas de provocar.

Pero, en fin, reconozcamos su sinceridad: de vacaciones y fiestas pasadas en un entorno con mucha nieve los gallegos estamos más curtidos que el yeti, ya no digamos los que viven cerca de la costa. ¿Cómo llegó la nieve a una geografía gallega exenta de grandes montañas? Lo sabremos en próximos capítulos...