La adolescencia es, sin duda, la época de nuestra vida que vivimos con más intensidad. Los cambios físicos, psicológicos, sociales y emocionales nos exponen a un continuo vaivén de sentimientos encontrados. La falta de estrategias y la revolución a la que están sometidas las hormonas hace que todo se viva de manera impetuosa.

Las tensiones son habituales, fruto del deseo de transgredir los límites, de un nuevo cuestionamiento de las normas y de las dificultades para lidiar con los nuevos problemas. Es normal que se dé un distanciamiento con el entorno familiar a medida que el grupo de iguales cobra un papel fundamental en el mundo del adolescente: mientras en casa son frecuentes las discusiones, con los amigos se encuentra empatía y comprensión.

Es una etapa difícil, de cambios, de confusión, de descubrimiento y de desarrollo personal. Nos sentimos desbordados, especialmente sensibles, confusos, furiosos con el mundo, vulnerables, terriblemente incomprendidos, raros. Pero nunca tan vivos como entonces.

Qué lejos quedan esos días y qué ajeno ya ese mundo. Desde el adulto en que nos hemos convertido se percibe a años luz de distancia el extraño universo en el que un día habitamos.

Puede que esa añoranza que ha aflorado en mí de repente, con una fuerte dosis de nostalgia que llevaba tiempo contenida, haya sido producto de ver, a modo de experimento, un par de series en las que el adolescente es el único e indiscutible protagonista; esto quiere decir, las series que bien podrías haber visto a los quince. Lo cual ha supuesto, cuando menos, una teletransportación a los orígenes, al lugar del que nunca debimos haber escapado.

Este viaje en el tiempo me ha permitido volver a conectar con la adolescente que fui e identificarme, incluso más que entonces, si cabe, con los intereses, deseos, inquietudes y dilemas que uno lleva por dentro, y que te invaden con tal vehemencia que pareciera que en cualquier momento van a salir del pecho a borbotones.

Allá por los noventa se emitía por primera vez Dawson crece, una serie que viene a contar, como escuetamente indica su título, el proceso de hacerse mayor del muchacho en cuestión. Este chiquillo y sus amigos forman un grupo de lo más variopinto con características y circunstancias personales y familiares muy diversas. Dawson es el hijo perfecto, que mantiene una relación excelente con sus padres, una posición económica acomodada y unos planes de futuro claros. Joey convive con su hermana mayor, embarazada, con la que mantiene una relación tensa, tras la muerte de su madre y el ingreso en prisión de su padre; tiene que trabajar para ayudar con la modesta economía familiar y su futuro, pese a ser una alumna modelo, pende del hilo de la concesión de una beca universitaria. Pacey, cuya familia se empeña en recordarle que es la oveja negra sin remedio. Y Jen, a la que mandan a vivir con su abuela en el intento de alejarla del abuso de alcohol, drogas y sexo al que se ha abandonado. Más tarde llegarán Andie y Jack, capeando con las terribles secuelas de un duelo prematuro.

Este viene a ser el elenco de los principales protagonistas, todos ellos púberes que tienen que lidiar con sus hormonas en ebullición, además de con otras tantas vicisitudes que la vida pone en su camino. Al fin, dificultades añadidas para las cuales, con frecuencia, ni siquiera siendo adulto uno ha adquirido las herramientas precisas con las que hacerles frente.

Todo apunta a que Williamson (director) y el resto de los guionistas volcaron sus propias vivencias y traumas de los días de instituto para dar vida a unos personajes que nunca necesitaron tanto de una terapia colectiva. Un montón de conflictos internos que de alguna manera vienen a evocar los distintos modos de enfrentar la vida.

Dicen que marcó un antes y un después en la manera de concebir las series juveniles de entonces, muchas de las cuales llevaban impreso un alto contenido de frivolidad (léase Las gemelas de Sweet Valley). Aquí tenemos a chicos inteligentes, sensibles, con vidas complejas, preocupados por su futuro y con intereses, que distan mucho de las pequeñas vicisitudes que acontecían las vidas de las rubias de California. Es fácil empatizar con los chicos de Capeside, que bien podría ser el pequeño lugar de origen de cualquiera de nosotros.

A lo largo de seis temporadas, los chicos habrán de enfrentarse a la pérdida de seres queridos, lidiar con la enfermedad mental, aceptar su identidad sexual, valerse por sí mismos en la vida sin el apoyo de sus seres queridos o renunciar a los sueños que llevaban con ellos toda la vida. Madurar a marchas forzadas.

Se trata de personajes que se esfuerzan en transmitir una sensibilidad que les hace especiales, una genuina necesidad de expresar sus sentimientos y sus pasiones, que nunca fueron tan reales. Muchachos soñadores con un montón de conflictos internos y muchas ganas de amar, de llorar, de disfrutar, pese a las duras lecciones y los corazones rotos. Y de la importancia de la amistad para superar las adversidades. Para aprender a creer en uno mismo y para crecer.

Seres intensos, con un amplio vocabulario, que retratan con pericia la angustia del mundo adolescente en el espinoso camino que conduce a ser adultos. Con un hilo conductor siempre presente: la sempiterna divagación que aleja y separa a Dawson y Joey, como esos amores de la vida misma que nunca encuentran su momento.

Para cerrar con una última reflexión de Joey, que con vértigo echa la vista atrás antes de tomar impulso para seguir adelante: «No me atrevería a jurar que fue así como pasó, pero así fue como yo lo sentí».

En otro orden de cosas, Derry Girls, aunque de creación reciente, busca realizar una panorámica de lo que en los noventa se vivía en la Irlanda del Norte asolada por el IRA, desde el punto de vista de un grupo de cinco chicos en plena edad del pavo.

The Cranberries sonaba con fuerza en la radio, denunciando a gritos el terror que se cernía en las calles por un terrorismo que justificaba las muertes indiscriminadas a favor de su causa. Mientras, en los hogares norirlandeses era habitual comenzar el día con la noticia de un nuevo atentado abriendo el telediario.

Derry o Londonderry («dependiendo de tu convicción», relata la protagonista, una joven reflexiva con aspiraciones literarias) en la última década del siglo pasado fue una de las ciudades más mortificadas por los ataques terroristas, quizás por ello la creadora, Lisa McGee, la escoge como centro de operaciones en el que sitúa a sus personajes, todos ellos tremendamente extravagantes y divertidos, para contrarrestar el horror que tiene lugar de puertas para fuera.

A lo largo de tres temporadas y diecinueve episodios se dan cita los principales elementos que conforman la identidad de este país: política, religión y el eterno conflicto con Inglaterra. A ello se unen dos factores que hacen que la serie sea sublime: el humor irlandés y la frescura de los «quince tontos».

En el centro coloca al pequeño grupo de amigas que se ven obligadas a admitir al primo inglés de una de ellas: aquí comienza la narración de historias dispares cuyo sórdido trasfondo no logrará ensombrecer la mirada de unos jóvenes que aún perciben muy lejos el mundo de los adultos. Por muy complicadas que sean las cosas ahí afuera, son adolescentes por encima de todo.

Una sucesión de aventuras desternillantes que magistralmente llevan impresa la huella de un contexto político del que de ninguna manera se puede escapar, además de la estética y los gustos inconfundibles de la época. Y, de nuevo, lo maravilloso de la amistad para soportar las turbulencias y poder reír, pese a que tu hermano esté en la cárcel o que tu padre haya muerto.

Sin necesidad de ser cantado por U2, el «Bloody Sunday» sigue estando en la mente de todos; pero por vez primera se habla de la retirada de las armas, de un referéndum que termine al fin con el conflicto, aunque eso implique la liberación de los presos paramilitares. Una decisión que recae en manos del pueblo, que como ninguna otra cambiará el rumbo de sus días: vida y muerte, ¿y si nada cambia?, pasado y esperanza de futuro. No podría haber más ternura en un final.

En 1998 se aprueba el Acuerdo de Viernes Santo con el 71.12% de votos a favor. Muchas dudas y Margaret Thatcher afirmando rotundamente por televisión que «crime is crime. It is not political, it is crime». Sin embargo, por encima de todo, lo que los ciudadanos desean es la paz.

Y entre toda la marabunta de acontecimientos, una joven que acaba de cumplir dieciocho consciente de que hacerse mayor es emocionante, pero también da miedo: «hay una parte de mí que desea que todo simplemente siga igual, que todos pudiéramos seguir así para siempre; hay una parte de mí que no quiere crecer. No sé si estoy lista para esto, no sé si estoy lista para el mundo. Pero las cosas no pueden seguir igual, y no deberían. No importa cuánto nos asuste, hemos de avanzar y tenemos que crecer, porque las cosas quizás cambien a mejor, así que tenemos que ser valientes. Y si se rompen nuestros sueños por el camino, hemos de hacer nuevos con los pedazos».

Imposible añadir nada más.