La vejez en una sociedad que adora la juventud se convierte en una carga, en una etiqueta que parece marcar una fecha de caducidad de los seres humanos de más edad y que en lugar de valorar la experiencia, descarta el recorrido vital poniendo el foco en el final de la existencia porque dejamos de tener valor para un sistema que es eminentemente productivista.

Nosotros mismos cuando va pasando el tiempo por el cuerpo, poco a poco vemos las arrugas en la piel, las canas en el cabello y otras señales como la dificultad para mantener el ritmo en las noches de fiesta que se acompañan con la extensión de las resacas en días que se hacen eternos y pesados. A pesar del paso del tiempo, evitamos asumir que nos vamos haciendo viejos. Eludimos o negamos la vejez, como si hacerse viejo fuera un karma o un problema, más que un proceso natural al que todos estamos abocados.

Esto sucede particularmente en las sociedades que elogian la juventud, al punto que incluso siendo jóvenes hay quienes quieren parecerlo aún más, acudiendo a cirugías y todo tipo de implementos para ocultar el leve, silencioso e inevitable paso del tiempo en nuestros cuerpos, corazón y en nuestro ser.

Digo estas sociedades modernas que adoran la juventud, porque hay otras sociedades en las que la edad es un plus, puesto que se valora a las personas mayores, a los ancianos a quienes se les reconoce su recorrido vital, de sabiduría y experiencia. En las culturas ancestrales se les valora tanto que quienes gobiernan son las abuelas y los abuelos, los mayores y las mayoras, porque son quienes mejor conocen la sociedad que habitan, así como su historia y además tienen experiencia al haber vivido décadas de cambios y memorias. Ellos toman las decisiones velando por el bien común, pues sus intereses están más cerca del colectivo y de la herencia que dejan a las nuevas generaciones, como el legado de quienes saben que van a cerrar sus ciclos vitales y por tanto son conscientes de las huellas que dejarán con su existencia. Así la vejez, en vez de ser un problema es un plus, es un valor que se respeta y se considera por la sabiduría y conocimiento que implica.

Es tan clara la valoración de la edad y experiencia en algunas sociedades, que lo viví en carne propia, como una occidental que visitaba una comunidad indígena en la que nada más llegar, fui llamada mayora, palabra que me estremeció. Entonces mis canas se empezaban a mostrar y a tomar forma de mechones blancos, mientras mi cuerpo empezaba a transitar la menopausia. Los indígenas reconocieron el evidente paso del tiempo en mí y por eso, cuando íbamos a hacer un recorrido en un jeep para subir a la montaña, a un lugar del encuentro de varios pueblos, me preguntaron: «¿dónde se va a sentar la mayora?». Al principio me chocó, casi que me molestó tanto como me sorprendió ser llamada mayora, sin embargo, apenas tuve tiempo de reaccionar, pues me correspondía el mejor asiento y me di cuenta de que era una consideración de respeto y de valoración que traía incluso privilegios. ¡Entonces me pareció bonito ser mayora!

Poco a poco comprendí que ser mayora no solo era un tema de canas, sino también un elogio de la experiencia y a los cambios que implican la madurez del cuerpo. Eso cambió mi propia visión de mí misma y de la vejez, de esa visión trasmitida por una sociedad que considera un problema el tránsito a otra etapa de la vida. De esta manera se transformó mi visión de las huellas del tiempo en el cuerpo que pasaron de ser un «empiezo a envejecer y con ello pierdo el valor», para comprender que se trata de un gran momento de trascendencia vital y existencial que nos enriquece y nutre el alma al punto de cambiar la perspectiva de la vida y de cómo hemos de vivirla.

Desde ese enfoque, al ser mayora aprendí que lo que el paso del tiempo significaba subir un escalón en la sabiduría, porque me estaba acercando a la madurez que me daba más «categoría», por decirlo de alguna manera, en términos de conocimientos, de ser y estar en la vida. Las mayoras, las menopáusicas y postmenopáusicas, podemos ser parte de los consejos de autoridades, pasamos a ser abuelas, incluso sin haber sido madres, porque cuidamos de todos e incluso podemos tocar instrumentos como el Pututu, que es la caracola con la que se invoca a los apus (espíritus de las montañas), a través del canto del viento que emite un sonido que llama a los seres de la naturaleza y de la comunidad (visible e invisible), cuando se van a hacer ceremonias, rituales, reuniones, cánticos o simplemente encuentros para compartir el eterno presente que es el ahora. También tenemos la posibilidad de acompañar curaciones y sanaciones, de ser consejeras, porque somos mayoras con conocimientos acumulados y experiencia vital.

Así, procesos de «envejecimiento» -como la reducción de hormonas en las mujeres y de los niveles de testosterona en los hombres-, cuando se hacen desde una visión consciente y con el acompañamiento de la sabiduría de los mayores que conocen las plantas y los alimentos adecuados, además del cuidado de las abuelas y el reconocimiento de la comunidad, se convierten en un ascenso en la escala evolutiva de la experiencia humana y permite vivirlo como algo bonito, además de natural como la vida misma.

De hecho, muchas lunas después de haber sido llamada por primera vez mayora, tuve el privilegio de participar en un encuentro de los círculos sagrados de abuelos y abuelas en la selva. Allí durante una semana de ceremonias, danzas, fuego y mucho aprendizaje, tuve mi última menstruación, bajo los cuidados de las abuelas con su mágica gestión de la energía vital, pude cerrar ciclos de una manera armónica, asumiendo que estaba en otro momento de mi vida y de mi existencia. Desde entonces soy una mayora consciente, que aceptó el cambio de la temperatura del cuerpo no como un problema, sino como un privilegio y un don para alguien que siempre sintió frio, al poder tener otra temperatura en su cuerpo. Esta fase dio otro enfoque de la vida, la vejez, el cuerpo, la pareja y la relación con la comunidad. Ahora puedo hablar de este proceso como un regalo que puedo trasmitir a otras generaciones, para que podamos soltar los temores a vivir plenamente cada etapa de la vida y también tratemos temas que nos avergüenzan, como si fueran ajenos a la esencia que somos como seres humanos.

Desde entonces la etiqueta de la vejez perdió todo el sentido negativo, para tornarse en un valor agregado, en una ventaja de conocimiento y de reconocimiento propio. Con independencia de la edad, es el momento de hacer una reflexión profunda sobre lo que hemos venido a vivir, de lo que somos y del valor de la experiencia y de la sabiduría que tanto necesitamos en una época tan volátil y difusa que desconoce la riqueza de la experiencia.

Quizás ese reconocimiento es el que le falta a las sociedades obnubiladas por el mito de la eterna juventud que falsifica la existencia, omite la experiencia, oculta la evidencia del natural paso del tiempo y solo nos iguala en la pérdida del valor de lo que realmente somos los humanos: seres en constante evolución, donde la vejez no es nada más y nada menos que el inicio de una etapa para otro ciclo vital en el que podemos aportar tanto o más, no desde un sentido productivo, sino desde un sentido existencial.

Bienvenida sea la vejez, con la sabiduría que contienen las canas y expresan las arrugas. El reconocimiento de esta bella etapa de la vida es fundamental para darle todo su sentido al cuidado a nuestros mayores y manifestar el respeto por la experiencia que es la mejor maestra-guía para el futuro de la humanidad que Somos.