Estamos en un momento de la historia de la humanidad en el que lo artificial cada vez tiene más protagonismo y relevancia en nuestras vidas, desde los alimentos que consumimos, pasando por la estética personal, hasta las relaciones creadas a través de medios virtuales en los que nos identifica un avatar que sustituye la imagen por símbolos elaborados con una tecnología ser gestionada por la inteligencia artificial (IA).

Para empezar, es clave reconocer que hay muchos aspectos positivos de la tecnología creada por el ser humano y que puede ser utilizada con fines beneficiosos para mejorar la calidad de vida, así como para generar medios de limpieza y descontaminación de la naturaleza. Sin embargo, estamos en el momento en que se puede romper el punto de equilibrio entre el uso de medios artificiales en vez de naturales, con los consecuentes problemas generados por efectos negativos que poco a poco se empiezan a deslumbrar. Por esta razón es fundamental poner el foco en el discernimiento de las diferencias entre lo artificial y lo natural, para así tomar decisiones que nos conduzcan a mejorar y fortalecernos, en vez de perder poder y protagonismo en nuestro destino humano y planetario.

La diferencia entre lo artificial y natural implica reflexionar sobre el protagonismo y los usos de la tecnología y los efectos que genera para utilizarla con inteligencia. Un ejemplo de ello es el desconocimiento que tienen los niños e incluso adultos de la procedencia de los alimentos que se toman de estanterías, neveras y canastas llenas de productos empacados que no permiten ver su origen más allá de una etiqueta con información codificada en procesos mayoritariamente industriales que abaratan los costes y aumentan la producción con la que es casi imposible que compita el pequeño comerciante o productor.

Detrás de la industria alimentaria, en manos de conglomerados cada vez más grandes, hay procesos de transformación que pueden incluir modificaciones genéticas, inclusión de químicos, conservantes y empaquetados que son todo menos naturales. En el corto plazo, el efecto en los consumidores puede ser positivo, pero a la larga, los costes son enormes e impagables, en tanto afectan la salud de las personas y el entorno natural por contaminación, aumento de desperdicios químicos e impacto en los procesos naturales de producción ya que los productores locales difícilmente pueden competir con los precios industriales.

Los productos que llevamos a nuestros hogares, incluidos cosméticos y artículos de higiene, suelen ser todo menos naturales. Aplicamos en nuestros cuerpos y hogares, ambos entendidos como espacios vitales, todo tipo de artículos artificiales cuyos efectos desconocemos, pero son baratos, suelen estar de promoción, saben y huelen bien, cuestan poco y están de moda. Ahora que empiezan a reposicionarse los productos naturales u orgánicos como se les llama en la nueva onda del consumo, hay que asumir altos costos además de recorrer largas distancias para llegar a ellos porque cada vez están más lejos, mientras lo artificial lo tenemos cerca y está de oferta.

Es tan potente la industrialización de la vida que algunos productos naturales —como los alimentos, la cosmética y los medicamentos que inicialmente provenían de plantas—, actualmente tienen tantas intervenciones que pierden el valor y el potencial energético de la naturaleza. Por ejemplo, los alimentos provenientes de animales o plantas tratadas con químicos y procesos que los alejan de la naturaleza, pierden nutrientes por el uso de métodos como el uso de energía eléctrica en invernaderos plásticos que no pueden sustituir la transmisión de vitalidad de la luz del Sol durante el día o la fuerza de la Luna en la noche cuando ilumina el planeta para manifestar el poder de los ritmos naturales de la vida.

La mayoría de los métodos artificiales modifican la esencia de ese alimento o sustancia que nos estamos llevando a nuestro cuerpo y pueden generar efectos cuya magnitud aún desconocemos, pero que sin duda nos alejan de los procesos naturales de conexión con la energía vital que nos nutre más allá del campo físico que somos.

El consumo de productos artificiales va en aumento y puede superar lo inimaginable dado el reciente anuncio de producción de carnes elaboradas en laboratorios para fines alimentarios. Aunque ya consumimos muchos alimentos considerados comida chatarra, tanto por la cantidad de sustancias y saborizantes artificiales cuyas fórmulas imitan los sabores naturales, poco se investiga sobre los efectos de estos productos en la salud y su posible relación con la proliferación de enfermedades «raras» o huérfanas que eran desconocidas en tiempos de los abuelos que se alimentaban directamente del campo o de la huerta.

Natural o artificial como el color del cabello. Hasta hace muy poco tiempo, y aún en algunos sectores, la moda era ponerse tintes artificiales con altos contenidos de amoniacos y productos tóxicos para dar colores no naturales a nuestro cabello. Yo misma usé estas pinturas, con todos los efectos que generaban en el cuero cabelludo y el cuerpo, hasta que intuitivamente exploré materiales naturales como la henna que cambia el color pero sin generar efectos negativos, como la pérdida de vitalidad del cabello además de la absorción de tóxicos a través de la piel; porque no se trata de dejar de tener determinados gustos estéticos o de innovar y evitar los cambios, sino de darnos cuenta de hasta donde los elementos artificiales dañan nuestros cuerpos.

Afortunadamente en los últimos años las canas se han puesto de moda, por lo que ahora podemos aceptar honrosamente el paso del tiempo como un proceso natural que vivimos los seres que somos parte de la naturaleza y sus ritmos, aunque lo hayamos olvidado. Así mismo se está retomando el saber natural para producir cosmética y demás productos que aplicamos en nuestros cuerpos, como una forma de volver a lo ancestral valorando materiales con los que podemos cuidarnos dejando de lado los olores artificiales, permitiendo y honrando las fragancias propias de la naturaleza que somos.

Como si fuera poco lo artificial va más allá de la alimentación y la cosmética, llegando a la decoración con plantas artificiales, a las que confieso aborrezco. Aunque resulte más cómodo embellecer las oficinas o casas con una planta que no requiere cuidados porque no necesita agua ni ser podada, cuando nos acercamos o las tocamos es evidente que son artificiales por los materiales plásticos que se delatan con el tacto o la ausencia de aroma. Entonces eso que consideramos bello deja de cumplir las funciones naturales, como contribuir a purificar el aire, humidificar el ambiente, reducir el estrés y la electricidad estática, además de animar el espacio contribuyendo a mejorar la calidad de vida de los seres humanos cada vez más encerrados entre paredes de cemento y contacto visual a través de cristales.

Es que no se trata de que una cosa nos haga mejor que otra, sino de saber cuándo nos beneficia lo natural frente a lo artificial y viceversa. En este sentido recuerdo una anécdota de mi madre, cuando en los años 70 del siglo pasado empezó la moda de pintarse su cabello y ella caminaba en la calle orgullosa de su nuevo color, hasta que un hombre le dijo: «adiós, rubia artificial» y ella con la chispa rebelde que la caracteriza le responde: «hasta nunca idiota natural».

Entre risas esta anécdota permite reflexionar hasta donde estamos convirtiéndonos en idiotas naturales que dejamos nuestro poder en procesos artificiales, como relacionarnos entre nosotros con hiperdependencia de las redes sociales, que están muy bien en tanto medios de comunicación, pero no pueden sustituir la naturaleza humana de compartir y convivir con la identidad propia de ser quienes somos. Las redes no tienen la capacidad de abrazarnos, ni los avatares esconden la realidad de lo que somos con todas nuestras imperfecciones naturales que no son más que características que nos hacen perfectos, únicos e irrepetibles.

Ahora que la inteligencia artificial empieza a tener tanto protagonismo, es muy importante recuperar el saber natural y poner el foco en el talento personal y colectivo, porque si no, delegaremos el poder que tenemos hasta dejar de ser la esencia del ser humano. Cada decisión que transferimos en acciones que potencian lo artificial puede ponernos al margen de la naturaleza que rige la vida, aislándonos de nosotros mismos y con unos efectos inimaginables, algunos de los cuales ya empezamos a vislumbrar en las carencias afectivas e identitarias de sociedades cada vez más homogéneas en donde se pierde la diferencia y la noción de la realidad.

Discernir entre los pros y contras de lo artificial frente a lo natural es tan importante para el futuro que nos remite a las leyes de la robótica, planteadas por el científico y escritor Isaac Asimov quien en sus legendarios libros de ciencia ficción dejó claro que este tipo de inteligencia artificial debe evitar causar daño a la humanidad y, en todos los casos, evitar causarlo.

Podrá sonar descabellado, pero en un mundo que avanza hacia la robotización de la vida y el aumento del protagonismo de la inteligencia artificial, es imprescindible desarrollar el poder natural del ser humano para transformar la realidad. Por eso es clave avanzar paralelamente en la exploración de las capacidades de nuestro cerebro, mientras se aplica el conocimiento de la tecnología y la inteligencia artificial en proteger la vida en todos los ámbitos de la naturaleza planetaria.

Si todo lo anterior aún hace parecer exagerada la reflexión sobre el poder de lo artificial frente a lo natural o quizás se considere válida solo para el futuro lejano, te invito a que mires el reloj que mide el tiempo que vives. Esa fabulosa máquina que tenemos en la muñeca, en el computador o en alguna pared de los lugares que habitamos, mide el tiempo desde un enfoque productivo que no tiene en cuenta los ciclos naturales articulados a la luz de las estrellas que no vemos en los cielos contaminados, en las fases de la luna que desconocemos o en los ritmos del sol que dejamos de celebrar como la vida misma.

Hace mucho tiempo desconectamos de los ritmos naturales de la vida para medirla en función de la producción que nos atrapó en las ruedas de engranajes que miden las horas que se plasman en un calendario, cuyas hojas pasan contando los días, semanas y meses laborables en ciclos repetitivos en los que poco paramos para «sentipensar» en la vida. Tal vez solo esperamos las anheladas vacaciones para disfrutar en la playa, el mar, la montaña o el campo, sin ser conscientes que la felicidad reside en la naturaleza que somos, incluso en entornos artificiales como las ciudades que visitamos al ritmo de la alegría de estar para disfrutar.