Compra, prescribe, consume… y vuelve a comprar. Gracias a técnicas de marketing cada vez más sofisticadas, a una sociedad que desde su subconsciente pregona que “eres lo que posees” y a estrategias como la obsolescencia programada, el consumismo irresponsable sigue rigiendo nuestras vidas. “Compra para ser feliz” parece ser una constante en la vida de muchas personas que, incapaces de encontrar mayor satisfacción en su día a día, intentan hacerlo a través de un materialismo que parece acercarles a esa “felicidad” por todos tan perseguida.

Recientemente ha surgido una corriente que fomenta la compra de “experiencias” en lugar de objetos y bienes. El año pasado, la revista Journal of Positive Psychology publicaba un estudio realizado por el investigador americano Thomas Gilovich. Este argumentaba que la felicidad no viene dada por la compra de bienes materiales que sólo producen un placer pasajero, sino por la compra de “experiencias”, ya sean de tipo culinario, de espectáculos o de viajes. Según Gilovich, es el recuerdo de estas vivencias lo que aporta la verdadera felicidad. “Los humanos somos criaturas sociales y una de las conclusiones realizadas en recientes estudios de la psicología positiva es que las relaciones sociales contribuyen en gran medida a la felicidad humana. Como resultado, una de las razones de que la compra de experiencias proporcionen una satisfacción más duradera es que nos conectan con otros de una forma más sencilla, general y profunda”, argumenta este investigador.

A pesar de quienes consideran que las experiencias se disfrutan más en compañía, es indudable que también aportan grandes beneficios aunque se hagan en solitario. Una buena obra de teatro o una película no dejan de serlo por el mero hecho de no verlas con más gente. Asimismo, muchos viajes realizados en solitario son los que más contribuyen al crecimiento personal del individuo. Pero, sin entrar a debatir de qué modo son más fructíferas las distintas vivencias, lo que resulta curioso es el giro que ha dado la forma de compartirlas. Mientras que hace años relatabas tu experiencia a tus familiares y amigos con una cerveza o una cena de por medio –convirtiéndose esto en otro acto social per se–, a día de hoy son las redes sociales las principales encargadas de mostrar al mundo cuán rica es nuestra vida. Y al mismo tiempo, el número de “likes” y comentarios son lo que parece definir el grado de nuestra felicidad.

Recientemente discutía con mi hermana sobre el hecho de que no parase de tomar fotografías durante un viaje que hicimos juntas. Yo prefiero disfrutar del momento y no empañarlo mirando todo a través de una lente, pero ella argumentaba que quería tener recuerdos del viaje. No deja de ser irónico que éstos tengan que ser materiales en vez de estar alojados en nuestra memoria pero, al menos, fue grata la sorpresa cuando no compartió ninguna de las fotografías en las redes sociales y en su lugar me regaló un álbum con todas las fotos reveladas. He de reconocer que me hizo ilusión y espero que si algún día mis recuerdos flaquean, este álbum me sirva para revivir el viaje. Pero, ¿qué hay de aquellas personas que reportan online y en directo cada momento de su vida? A todos aquellos que consumen “likes” y comentarios, me gustaría recordarles que el disfrute sigue residiendo en el sabor de las comidas, en la belleza de una obra de arte o un paisaje, en el esfuerzo que conlleva llegar a la cima de una montaña o a una playa recóndita, y no en la relevancia que el resto de usuarios de Facebook o Instagram le otorguen a la imagen que tomaste cuando lo estabas haciendo. Si el valor de nuestras vidas y nuestra felicidad está únicamente definido por cómo los demás usuarios de internet lo perciban, éste perecerá cuando se disuelva en la inmensidad de la red y tan sólo seremos sombras del mundo digital. Para aquellos que no estén de acuerdo conmigo, sólo puedo decirles: “Bienvenidos a la efímera Felicidad 3.0.”