Vivimos una época de incitación al placer. ¿Pero vivimos en una suerte de jardín epicúreo global? Más bien, parece gobernarnos una extraña premisa moral que, desde el discurso de la autoayuda, pasando por la publicidad, hasta las prédicas de los nuevos evangelios mediáticos, suena a optimismo forzado. Si los tiempos de Baudelaire supieron apreciar la melancolía como singular estado del espíritu, volviéndola inventiva y hasta transformándola en otra cosa, hoy la nostalgia como la tristeza nos fueron arrebatadas del universo de posibilidades sensibles. La felicidad obligada, el placer incitado y la melancolía vedada conforman el bloque de esta extrañada premisa de época. Si el placer es incitado, el dolor, intramitable, corre con la suerte de cualquier enfermedad, es confinado al mundo de los especialistas, separado de la constelación de problemas que conforman a la persona y sus relaciones.

La publicidad y buena parte de la programación televisiva conforman un continuum de ofertas placenteras, al punto de transformar al placer en el requisito excluyente de toda oferta, trátese de una bebida, de un viaje o de una terapia alternativa. ¿Pero de cuántos placeres es capaz un cuerpo? ¿O será que no se trata ya del cuerpo como medida humana, sino de un fluir imaginario que goza de una independencia fantasiosa? Ciertamente, asistimos a un modo desquiciado de relacionarlos con el placer sin contar con el tiempo mínimo de proceso de, al menos, una instancia placentera: el placer también estresa.

Julien Offray de La Mettrie (El arte de gozar), convocando a Epicuro, a Lucrecio, a Ana Ninon de Lenclos, a Petronio Arbiter, entre otros, construye un linaje del que pretende formar parte, un linaje como un grupo de amigos unidos entre siglos por ideas y éticas singulares. El hedonismo, el sensualismo, son pensamientos que se dicen casi siempre en forma de manifiesto. Para nuestro tiempo aquellos materialistas, esos libertinos, resultan anacrónicos. Sin embargo, la consistencia de sus provocaciones, sus breves teorías, sus biografías y sus literaturas, vuelven sobre nosotros como opciones de vida. Nos chistan desde el agujero negro del tiempo, nos invitan a desobedecer las leyes de nuestra época (que no son otras que las del capital bajo la modalidad de la imagen), intentan convencernos de una impertinencia ancestral que rechaza toda voluntad de dominio y reivindica un placer ontológico y simple: administrar la propia relación con la felicidad. Políticamente diremos que se trata de la autonomía. Entre el placer y la autonomía se organizan los mapas éticos y políticos de occidente, tierra de la voluntad de poder, la doble moral y la estupidez consumada y esponsoreada por el gran capital.

La sabiduría de Epicuro está dada, en parte, por su confianza materialista, es decir, confianza en la naturaleza, confianza en el aprendizaje de los cuerpos en el arte del encuentro y confianza en el cosmos. Sus lectores no fueron menores y obtuvieron provecho de su pensamiento en distintas direcciones; de Lucrecio a Marx, pasando por Nietzsche. ¿Habrá anticipado Epicuro, tras confiar en los átomos, la severidad nietzscheana en su desconfianza al “humano demasiado humano”? El humano es demasiado para sí mismo y para la naturaleza, de ahí la sensación de falta como su exacto reverso. Ubicamos entonces uno de los grandes dilemas del placer: ¿se trata de entregarse a la voluptuosidad o de encontrar la propia medida?

El placer es incorporación (Jean-Claude Milner, Lo triple del placer). Es, al menos, fricción con un cuerpo o cosa que no soy Yo. El horizonte de la incorporación es, en su límite, la devoración, y su fantasma el canibalismo; el horizonte del contacto o fricción es la intemperancia, y su fantasma la pérdida de orientación en la vida. Así, la philia, instituida como sensibilidad del Mundo Antiguo, práctica de la hospitalidad como convención funcional a una sociabilidad llevadera –es decir, sin devoración ni intemperancia en el horizonte–, es el punto de equilibrio entre los cuerpos y un modelo de relación. Salvo que algún mecanismo, como la mercancía, borre las fronteras materiales de las cosas y cuerpos bajo la condición ilusoria del equivalente general. Entonces, si los cuerpos no hacen la diferencia, si la singularidad de las experiencias no disponen de la autonomía necesaria en el orden de prioridades de la sensibilidad de nuestra época, el placer languidece o se transforma en otra cosa. Esa otra cosa, hoy se llama consumo; por lo tanto, la hospitalidad devino supérflua.

¿Qué placeres son esos que surgen de la permanente incitación al consumo? La precariedad del mercado de placeres parece obvia, salvo que sucumbamos ante sus incitaciones como si se tratara de mensajes divinos. Es la religión de nuestro tiempo, cuyo costado más grosero son las nuevas iglesias de plástico, con sus pastores de traje y corbata y sus bizarras producciones televisivas. Gracias a su existencia ridícula nos sentimos impunes en nuestra sutileza cuando participamos de una lógica tan afín que nos aterrorizaría admitirlo.

La incitación al placer es el modo específico de ser “demasiado humanos” en nuestro tiempo. He ahí la razón por la cual una teoría, aunque más aun, un manifiesto del placer contemporáneo necesita sus reparos, en lugar de dar rienda suelta a una avidez por la degustación de la novedad, ya instalada entre nosotros. ¿Y qué hay del placer a cualquier costo? El placer que decepciona, el placer que requiere sufrimiento, el placer que queda demasiado lejos, el placer para unos pocos, son contradicciones en sus términos que nuestra época licuó en su nihilismo lavado: “Todo bien, todo da igual”. Incitación, hiperestimulación y pobreza: un jardín de flores artificiales. ¿Y qué ocurre con el placer del silencio entre tanto ruido? En la época de la incitación, tal vez el silencio o la sustracción o, quien sabe, la experiencia de la lentitud, nos devuelvan como gestos una última oportunidad para el placer.