Hace un par de décadas, España aún tenía fama de ser un país de gentes de baja estatura. Dentro de ella, o cuando menos en su espacio peninsular, dos territorios parecían destacar con respecto a la mediocridad general de la anatomía hispana: el País Vasco, cuna de hombres forzudos capaces de alzar piedras de cientos de kilos de peso, y Cataluña, que a tenor de los resultados del primer censo moderno del país, realizado entre 1785 y 1787 por el duque de Floridablanca y a instancias del rey Carlos III, mereció la denominación de “taburete de España” por su aportación a la elevación media de la talla nacional.

Sin embargo, lejos de esta secular modestia física, las más antiguas leyendas con escenario en el solar hispano refieren la existencia de hombres gigantescos. Así, Hércules acudió a la isla de Eriteia (Cádiz) para robar los ganados de Gerión, gigante de tres cuerpos con sus respectivas cabezas y extremidades.

En el extremo latitudinalmente opuesto del país, distintas tradiciones de la cordillera pirenaica afirman la existencia de una raza de gigantes que precedió en esas montañas a los humanos actuales. Precisamente en los Pirineos se encuentra la comarca catalana de la Cerdaña (Cerdanya), un territorio con orografía caprichosa, por abrirse como enorme altiplano a más de mil metros de altitud, entre cimas que se acercan a la cota tres mil; al poseer un perfil oblongo, su llanada parece la pisada de un gigante que hubiera allanado con fuerza devastadora las grandes masas pétreas de la cordillera. Pues bien, aunque no tuvieran dimensiones tan impresionantes como para pulverizar montañas bajo su zancada, las leyendas ceretanas relacionan a los gigantes, y concretamente sus lugares de sepultura, con los numerosos monumentos megalíticos de la zona, datados por los arqueólogos hacia 1.500 a.C.

Cuentan que bajo el ceretano dolmen de Orén fueron desenterrados en 1915 siete esqueletos con estaturas cercanas a los tres metros. No puede decirse que las montañas pirenaicas fueran un territorio ajeno a los controles administrativos y gubernamentales de la época, pero resulta evidente que la acción del Estado perdía buena parte de su eficiencia en aquellos pagos, sumidos en el eterno retorno de su peculiar universo rural y mal comunicados con los principales núcleos de población. Ocurrió así que los despojos, en vez de ser entregados a las autoridades sanitarias, quedaron bajo la custodia de la familia Casanovas, propietaria del castillo de Prullans; años después, un portavoz de este linaje aseguró que los restos de los gigantes habían sido donados al Museu Arqueològic de Catalunya, con sede en Barcelona, pero la institución ha negado siempre la entrega. Y como por arte de birlibirloque, nadie sabe ya dónde fueron a parar los últimos restos —si es que los hubo alguna vez— de aquella raza legendaria.

Más al oeste se alza el cercado granítico del Valle de Arán (Era Val d'Aran), llamado «la Suiza española», única comarca del país situada al norte de la divisoria de aguas pirenaica; perteneciente a la comunidad autónoma de Cataluña, su lengua autóctona y sus raíces culturales proceden de la antigua Occitania.

En tiempos muy lejanos pero ya históricos, algunas crónicas mencionan la existencia de Mandronio, el gigante de Betlan, un lugareño que acaudilló a los araneses en su lucha contra las legiones de Roma. De imponente talla y fuerza descomunal, estas dotes influyeron menos en su predicamento público que sus buenos sentimientos y sentido de la justicia. De no haber asomado las águilas romanas sobre los collados araneses, Mandronio habría permanecido tan contento al cuidado de su tierra y sus ganados, porque era diligente y no hacía honor a su nombre (en catalán, mandra significa pereza), pero cuentan que los invasores secuestraron a la mujer e hijas del gigante, llevándolas consigo presas. Airado, Mandronio reunió a los hombres de Arán y asaltó con ellos el castellum (campamento) de los invasores, que fue arrasado; llegada la hora de la venganza, el hercúleo líder mostró su lado cruel, al ordenar la amputación de una oreja a todos los prisioneros, para que volviesen a Roma así marcados.

Tanto prestigio ganó el hombretón con esta victoria que los araneses lo aclamaron como su caudillo, aunque ni siquiera ese ascendiente pudo impedir que se urdieran intrigas contra su primacía, tal vez por envidia o encono de algunos hombres que veían a Mandronio como obstáculo insalvable para sus intereses espurios. Hasta el punto de que los conspiradores le tendieron una celada y lograron cargarlo de cadenas. Cuando se vio vencido y humillado, Mandronio ordenó a un sirviente que le diera muerte, lo cual hizo este siguiendo una antigua costumbre de los pueblos ibéricos: le hincó un gran clavo de hierro en el cráneo. Dicen que durante siglos estuvo expuesta la descomunal calavera del héroe –clavo incluido– en la parroquial de la aldea aranesa de Garòs, y que las gentes crédulas le atribuían ciertos poderes curativos. Hoy se desconoce su paradero.

Menos precisas son las noticias sobre personajes como Silván, habitante de las sierras pirenaicas de Aragón; un gigante de mala reputación, salaz y ratero, que vivía en una cueva del congosto (desfiladero) de las Devotas, paso natural entre los valles de Bielsa y Chistau, y de quien puede verse una reproducción a tamaño natural —es decir, del suyo propio, o como se quiera que fue— en el museo de las Brujas de Tella, diminuta aldea de la provincia de Huesca en cuyas inmediaciones puede visitarse, por cierto, uno de los dólmenes mejor conservados de la cordillera pirenaica.

Bien distinto al de Silván era el supuesto talante de Basajaun (en euskera, la lengua vasca, «el señor del bosque»), un ser mitológico orlado de cualidades sobrenaturales que con frecuencia fue honrado como genio protector de los ganados. Tenía, además, la particularidad de vivir emparejado con la Basandere (por supuesto, «señora de los bosques»), porque no es bueno que el hombre esté solo (tampoco cuando es gigante y, por ello, se supone que mayor dificultad tiene para el trato con el sexo femenino).

En la actualidad, cuando la estatura media de los jóvenes españoles alcanza ya una marca respetable (173 cm) y el país ha hecho historia en el mundo del deporte por sus proezas en el juego del baloncesto, los viejos tópicos acerca del español bajito se diluyen, aunque nada tenga que ver el pool genético de los hermanos Gasol con la naturaleza portentosa de los legendarios gigantes ibéricos. Claro está que mayor ha sido el crecimiento de la capacitación profesional de los jóvenes españoles, cuyos brillantes currículos nutren hoy las plantillas de tantas industrias punteras de Francia, Inglaterra, Alemania, los países escandinavos o los Estados Unidos, faltos de acomodo como están en las políticas económicas promovidas por los últimos gobiernos de su país. Estos nuevos emigrantes son los verdaderos gigantes de la España actual, lástima de su lejanía de ella.