Vivir en un país extranjero supone echar de menos muchas cosas: la familia, la calidez de la rutina, los amigos, el buen tiempo –si decides moverte a un país con peor clima y menos horas de luz- y, por supuesto, la comida. El orden del listado lo dejamos al gusto del consumidor pero, sin duda, el placer de disfrutar de un buen plato de comida, elaborado al estilo Spanish, ocupa un lugar destacado en esta lista de añoranzas.

Por esta época del año, al menos en mi ciudad natal (Málaga), el cuerpo me pedía “disfrutar” de un buen gazpacho -siempre fresquito- o de una porra antequerana plagada de huevo, atún y pepino. Todo ello acompañado por un segundo, véase un pollo asado con patatas fritas, chuletitas de cordero con menestra de verduras y, por qué no -incluso con el calor-, un plato de lentejas con chorizo y morcilla si uno es muy fan de este tipo de legumbre. Residir en una ciudad como Londres, rodeada de sus prisas y estrés diario, elimina por completo el placer de disfrutar de un pesado almuerzo y una cálida sobremesa acompañada de la tan envidiada, y criticada al mismo tiempo, siesta.

Los ‘takeaways’ invaden el panorama culinario, especialmente a la hora del almuerzo, en el que se hace vital poder comer rápido por los escasos treinta minutos –los más afortunados una hora- que suelen disfrutar los trabajadores, de cualquier índole o profesión, de la ciudad británica. Uno se acostumbra a vivir estresado, corriendo por los pasillos del metro con un cartón de comida para llevar en una mano y el paraguas en la otra. Los tópicos, que suenan a típicos y chirriantes tantas veces, se cumplen, no obstante, a la perfección en este asunto.

El mundo de la comida para llevar en un sinfín creativo en Londres: fajita de pato aromático acompañado con salsa de soja; pollo marinado al estilo colombiano; bocadillo de gambas con mayonesa y maíz dulce o un cucurucho de arroz o noodle asiático con semillas de sésamo y salsa al curry.

De hecho, hay muchos sitios para comer en los que ni siquiera tienen mesas. Sentarse, esperar a que el camarero te atienda ofreciéndote el menú del día y pagar cuando terminas de comer suena a un lujo del que solo se puede disfrutar los fines de semana y en época de vacaciones.

Cultura culinaria

Siguiendo con la comida, por todos es conocida la escasa cultura culinaria de la que disfrutan los ingleses. Buscando información que nos de pistas sobre los orígenes de la “raquítica” gastronomía británica, encontramos referencias muy interesantes.

La escritora Bee Wilson (1974, Oxford), experta en comida e historiadora, pone el acento en la abundancia de leña de la que siempre han hecho gala los británicos para explicar el desarrollo de la gastronomía inglesa. En su libro La importancia del tenedor cita textualmente:

“Los ingleses podíamos permitirnos cocinar animales enteros al fuego de una gran hoguera, alimentada con tantos troncos como fuese necesario, hasta que la carne alcanzase el punto deseado. A corto plazo, esta era un forma suntuosa de comer. Sin embargo, es muy probable que limitase las habilidades culinarias del país. La necesidad es la madre de la invención, y es probable que una menor cantidad de leña nos hubiese obligado a dar con una cocina más creativa y variada”.

No obstante, y sin ánimo de contradecirme, sería injusto señalar que en Londres se come mal. La variedad étnica y cultural ya mencionada, el hecho de que la ciudad es una de las más importantes capitales del business y el alto poder adquisitivo del que gozan los profesionales británicos hacen posible que el mercado gastronómico esté repleto de auténticas delicatesen, capaces de satisfacer los paladares más exigentes. No sé a ustedes, pero a mí ya me ha entrado algo de hambre. ¡Qué aprovechen!