Madrid, 2011.

Avanzó por las calles de una ciudad sitiada. La hiperrealidad asaltaba en cada esquina. Simona vendía periódicos a la puerta de un supermercado y Ramón le compró uno sabiendo que no le gustaría su contenido. La rumana pasaba muchas horas de pie, a pesar de lo avanzado de su embarazo. Tenía ocho hijos y le había expresado que no pararía hasta que «dios quisiera». Su pertenencia a la Iglesia de Pentecostés le impedía usar métodos anticonceptivos. Ramón se contuvo para no sermonearla, aunque lo sentía como un atentado contra el planeta Tierra. Él no era quien para decirle que debía parar y, en todo caso, no le devolvería un camino que había podido transitar si hubiera accedido a más oportunidades. Quizás en esa iglesia ella encontró un espacio de comprensión exento de violencia, aunque fuera a costa de hipotecar su vida. Siguió de largo, observando parte del decorado que se había preparado para la ocasión: banderas blancas y amarillas en las ventanas, con las llaves del poder espiritual y temporal, con la tiara papal. El capitalismo compraba los lugares de moda para cada ocasión; le tocaba a Madrid sacar a sus devotos. Había muchas banderas de España, aunque se suponía que el catolicismo no tenía fronteras. Algunas habían sido repartidas por los voluntarios, otras se compraban muy baratas en las tiendas de importaciones chinas de cada esquina. Los nacionalistas españoles, que acusaban a los inmigrantes, especialmente a los asiáticos, de robar el trabajo a los de «aquí», habían acudido en masa a adquirirlas. A Ramón, aquellas generalidades siempre le habían resultado llenas de simplificaciones donde convenía no quedarse.

Llegando a casa vio que, en la Iglesia de Príncipe de Vergara, donde la burguesía limpiaba sus pecados, el dinero del cepillo había sufragado un gran cartel con el rostro del Papa. Nadie se molestaba en esconder a los pobres. Eran los mismos de cada día, limosneros de carrera que perduraban porque había «lismonantes» cuya gran obra era dar un euro de sus rentas a la semana. Algunos lavaban el dinero después en negocios irresponsables o evadían los impuestos, asesorados por los directores de la sucursal del banco ubicada más abajo. Ramón pensaba que si cumplieran su rol ciudadano evitarían que la gente pidiera en las calles. Recordó su trabajo en Montevideo. Era tanto el dinero que el banco lavaba que entre los empleados corría el rumor sobre supuestos cargamentos de oro que llegaban los fines de semana. Los altos directivos se reían de tanto mito: sabían que no hacía falta cargar la caja fuerte de oro y después llevarlo al río. Había formas más sofisticadas de delinquir. La codicia impune reventaba cualquier intento de justicia social. Ramón fantaseó con la posibilidad de filtrar algunos datos a la prensa, pero solo reunió el valor suficiente cuando regresó a España. La frustración llegó al comprobar que uno de los periódicos que consideraba serio nunca publicó la información. Muchos años después se alegró de que Helvé Falcioni filtrara el contenido de miles de cuentas de la filial helvética de un banco inglés de personas que habían evadido impuestos. Era vox populi que la entidad lavaba dinero de cárteles de la droga mexicanos y de organizaciones integristas islámicas involucradas en actividades terroristas. La miopía universal premiaba las agallas de Falcioni con una orden de búsqueda y captura. Ramón volvió su mirada hacia la sucursal bancaria: las puertas del poder eran negocio para la caridad y solían ser inmunes a las injusticias.

En su edificio, situado en la calle General Oráa, también lucían algunas banderas bicolores. Mejor no indagar sobre qué vecinos las exhibían. El respeto hacia el otro, hacia el diferente, lo exigía, pero pocas veces sentía reciprocidad con quienes se identificaban con la roja y gualda o la vaticana. Por suerte, Ramón nunca había sacado sus banderas, porque eran infinitas y cambiaban con cada día: eran verdes y moradas, blancas y azules, rojas y naranjas; albergaban árboles y cielos estrellados, calas y fuegos… Colores y formas de su espíritu, de cada impulso vital que renovara sus ganas de transformar. Vivía en el bajo que había sido la sede en Madrid del sello discográfico de su padre, que pudieron conservar después de saldar las deudas con la venta de las propiedades de las afueras. El piso familiar de Alfonso XIII lo habitaba su madre, aunque su hermano Eduardo era el dueño y hacía frente a los elevados gastos de comunidad y continuas reformas que exigía. Ramón nunca obtenía respuestas claras cuando le preguntaba a qué se dedicaba: «Inversiones, venta de experiencias», decía. En su tarjeta aparecía como gestor cultural, aunque deducía que el aumento exponencial de sus bienes y derroche se debía a su relación con un grupo de abogados, empresarios y directivos de clubes de fútbol a quienes organizaba eventos multimillonarios. Eduardo vivía en un chalet que había alquilado en El Viso, enfrente de unos banqueros cuyos guardaespaldas y choferes iban tan bien vestidos que parecían ministros. Desde hacía algunos meses, Eduardo evitaba las preguntas sobre algunos escándalos de corrupción destapados que habían tocado a parte de esas amistades. Ramón solo esperaba que su hermano no anduviera también en esos negocios ilícitos, pero la sombra de la sospecha empezaba a ser demasiado alargada.

Cuando se sentó en el sofá de su casa vio que el periódico que le había vendido Ramona publicaba un panegírico de la visita del Papa. Ni una palabra sobre el uso de dinero público, ni una línea referida a los escándalos sexuales que sacudían al Vaticano ni a las informaciones que Charlie les proporcionó. Nada sobre la falta de escrúpulos para cebarse con las carencias educativas o la pobreza. Buscó en internet la posible existencia de una bandera antipapa, pero solo encontró insultos para quienes no se identificaban con los metarrelatos dominantes del siglo. Lo menos ofensivo con lo que se topó fue con la etiqueta de «antisistema». Así que en eso se había convertido el hijo de Eduardo Nieto: en un radical. No le importó demasiado, tampoco necesitaba una bandera para visibilizar la depredación cobijada en un discurso totalizador que descalificaba a quienes se salían del redil. Era importante reducir la exposición a los medios de comunicación masivos, aunque en algunas ocasiones los duendes de imprenta ponían un toque de humor. Ese mismo día, en la portada de uno de los diarios más leídos, había aparecido la foto del Papa junto a la de sus cardenales, que en un principio confundió con su amigo Cees por su gran semejanza, y un coro de políticos. Protagonizando la escena, la presidenta de la Comunidad de Madrid besaba la mano del prelado haciendo gala de su genuflexión. Parecía estar descargando en este gesto todos los casos de corrupción que reposaban en sus espaldas. Cuatro hombres la observaban desde el otro ángulo de la foto. El Borbón complacido de tener una fiel servidora de dios entre sus huestes. Un poco más atrás, su compañero y enemigo de partido, alcalde de la ciudad, no ocultaba su gesto de desprecio. Se consideraba más devoto, más digno de servir a dios que ella, a quien suponía capaz de vender su alma al diablo con tal de hacerse con más poder. A la izquierda, dos representantes del gobierno, del partido rival, parecían estar experimentando sensaciones muy distintas: el más alto aguantaba la sonrisa, soportando el peso de la historia española sobre su espalda, quizás pensando en todo lo que no había podido hacer para ahorrarse ese día; el otro, en cambio, no ocultaba la emoción de sentirse cerca del representante de dios en la tierra y parecía envidiar la destreza que manifestaba la presidenta de la comunidad sobre el simbolismo «ultraterrenal». Esperaba su turno para besar su mano, arrodillarse, implorar su bendición y, tal vez, la promesa de una ínsula en el cielo, como Sancho aguardaba la suya en La Mancha. Contradiciendo los principios históricos de su partido, bailaba sobre sus muertos, derretido ante la imagen de santos y monarcas que los dictadores dejaron a cargo del país. La preeminencia de trajes oscuros contrastaba con la candidez de la túnica papal, que hubiera hecho las glorias de cualquier pintor del Renacimiento. El sumo pontífice parecería un ser pequeño e indefenso si no fuera por los zapatos rojos que apenas sobresalían por su faldón, aportando un toque diabólico, como de impostor del cielo.

Era complicado entender todos los cambios que el mundo había experimentado en las últimas décadas y que lo habían convertido en una aldea de más de siete mil millones habitantes. A él mismo le parecía más fácil relacionarse con alguien que vivía a diez mil kilómetros que con sus vecinos. Le preocupaba no ser capaz de superar sus propios prejuicios, pero el entendimiento no siempre era posible cuando se habitaban mundos tan distintos y uno hacía por cambiar lo que era y los otros se mantenían subidos a las inercias. Hacía unos días, uno de sus vecinos le había confesado que tenía siete televisiones: en todos los dormitorios, en el salón, el estudio y la cocina. Esa era la razón de que, a pesar de que Ramón no quería ninguna, su vida transcurriera acompañada por los ecos de las voces que filtraban las paredes provenientes de concursos de cocina o reality shows. A veces también había gritos y reproches entre los miembros de la pareja, entre hermanos, entre padres e hijos. Esa era una batalla que perdía siempre. Había intentado hacer pedagogía sobre algunas cuestiones simples cuando estuvo a cargo de la comunidad de vecinos: qué reciclar en cada contenedor, cómo consumir y optimizar la energía del edificio, incluso llegó a proponer el uso compartido del transporte privado cuando hacían trayectos parecidos para ir a trabajar. De aquello quedó una imagen desoladora cada noche: cartón en el contenedor de envases, vidrios en el de basura orgánica, ascensores que servían de divertimento a niños y ruedas pinchadas de las bicicletas guardadas en el garaje. Uno no tenía que ser un mísero para volverse miserable. Incapacitado para culpar, se recluía en su cápsula extraterrestre esperando ver algunos cambios que le mostraran pequeñas conquistas. Rodrigo, su hijo, le preguntaba irónicamente por su mundo marciano, «bradburiano». Había sido un lector precoz, con tan solo 12 años decía: «Me estresa que la gente haga generalizaciones y use palabras como ‘marciano’ cuando lo que se quiere decir es ‘alienígena’». Pero había que ser paciente. Nabila se lo decía siempre, aunque él no creía que su contexto fuera más desfavorable. Si ella luchaba contra el machismo y las tradiciones atávicas, a Ramón además le molestaba esa cultura consumista que hacía de la basura un símbolo más de la barbarie civilizatoria. Si estuviera con él, se imaginó, haría de abogada del diablo para no dejarlo hundirse en el desánimo, para que no sucumbiera, para que siguiera creyendo, para no perderlo todo.

Ramón lo sabía. Esa gente que llenaba la plaza eran hijos de un nuevo consumismo espiritual. Estaban allí de la misma manera que bebían refrescos con alto contenido de azúcar o mascaban chicles con forma de cruz. La cobertura y publicidad que acompañaba aquella visita era semejante a la utilizada por bandas de rock o a la promoción de la última generación de teléfonos móviles. El fervor religioso también se compraba, la fe del siglo XXI estaba atravesada por el negocio. Contaban con la materia prima más barata, intangible, sin fronteras, y sacaban partido de la tendencia humana a clasificar: el bien y el mal, el cielo y el infierno, el pecado y la santidad. Aunque las campañas de marketing y la diplomacia de Estado costaban dinero, los réditos que obtenían de ello compensaban. Mientras caminaba por la calle, Ramón escuchaba entrecortadamente el sonido que las televisiones de los bares vomitaban. Lo habían aceptado porque era el sucesor, el elegido de dios por un cónclave de cardenales representantes de las fuerzas más conservadoras. Ramón no creía que pudiera quedar algún resquicio de generosidad en el equipo púrpura.

De camino al centro vio desfilar a los rebaños, muchos eran los mismos que habían salido con los puñales en la boca cuando había que denigrar a las mujeres por ejercer el derecho a decidir sobre su cuerpo o el matrimonio entre personas del mismo sexo. Pero la cita también incluía a fieles, fanáticos y oportunistas de todos los lados del globo. Un despliegue de poderío. La gran bandera española daba cobijo a las tres carabelas sin rastro de la cultura de los pueblos originarios americanos, que también estaba allí esperando promesas en el más allá. Pensó en la falta de sensibilidad de quién había nombrado dos plazas aledañas con los nombres de Cristóbal Colón y Margaret Thatcher. En las esquinas regalaban uno de los diarios más cavernícolas. Vio la portada y ojeó los editoriales. No pudo evitar sentir que le arrancaban una tira de sí mismo sin anestesia. Lo arrojó a un contenedor de papel. Se permitía el insulto, pero solo desde un prisma, bajo el amparo del derecho a la libertad de expresión. La cabecera era uno de esos lugares en donde a los políticos de cualquier partido les gustaría tener un espacio, a pesar de que sus giros apestaban a fascismo y violencia, a intestinos en descomposición. Mantenía un orden perverso y vertical como instrumento para sembrar miedo y atemorizar. Amaos los unos a los otros, rezaban los letreros colgados en las iglesias, y a Ramón le parecía que faltaban letras y leía: «Amos los unos de los otros». Se marcaba a los que pertenecían a un club y se despreciaba al prójimo tanto como a sí mismo. Quizás quienes escribían esas calumnias y ataques buscaban después el arrepentimiento esquivo junto a un buen vaso de ron.

Escuchó los gritos, vio llorar a adolescentes por lo que estaba a punto de acontecer, sotanas que arrastraban los desechos de una ciudad, las bolsas de plástico con las que la iglesia obsequiaba a sus ovejas: cofias blancas, cofias negras, cofias marrones. El despliegue fálico y dominador; la violencia simbólica que había construido los relatos que empequeñecían a la mujer frente al hombre habían empezado el día que Eva incitó a Adán a morder la manzana. Era la instigadora del pecado y, por eso, tenía que ser menos, taparse, expiar su culpa, servir al hombre al que tanto daño había causado. Divisó crucifijos de madera, crucifijos de hierro, la cruz y el ecce homo, el símbolo de la crueldad humana exhibido para siempre, para seguir cargando con la culpa, para seguir teniendo miedo, para perpetuar esa condena. La humanidad era asesina y solo el cielo podía redimirla, solo las sotanas tendrían el poder de intermediar por el perdón. Trece millones de euros mensuales aportaba el Estado español a la Iglesia católica. Pecadores del mundo, vengan a mí... Donen, paguen, mantengan la obra de dios en la tierra y dejen que sus almas descansen en nuestro regazo. Nuestros templos apestan al olor del dinero.

Ramón tenía la intención de juntarse de nuevo con quienes habían sobrevivido al integrismo religioso mostrado por las autoridades del país después de su intento de manifestarse el día anterior. En los foros ultracatólicos se planeaba llevar a cabo una protesta violenta con gases y otras sustancias químicas para atentar contra el derecho de expresión de las personas convocadas pacíficamente. No hacía tanto que un fundamentalista cristiano noruego había matado a 77 jóvenes en el corazón de la civilización europea. La libertad de expresión no existía para quienes hacían gala de su laicismo o no creían en el sistema. La intervención de la policía para abortar la concentración no había abierto los telediarios y su cobertura había sido parcial. A la ciudadanía que no integraba los preceptos de las clases dominantes se les acusaba de anarquismo o de radicalismo. Borrón y cuenta nueva. La censura ya no se alimentaba de listas de libros proscritos ni de aquello que un censor marcaba de rojo, pero tampoco podía tildarse de sofisticada. Era obvia y descarada para cualquiera que tuviera un poco de sensibilidad. Los vetos de censores sin carnet avivaban el fuego a las puertas de instituciones mantenedoras del orden establecido cuando no daban cabida a las voces discordantes en las conferencias por miedo a generar problemas con sus financiadores. La directora del instituto de una universidad pública había perdido su trabajo por invitar a participantes de una asamblea del movimiento 15M. No dar espacio, poner zanjas y muros para que no se oyeran sus argumentos. No debatir lo que estaba ocurriendo. Esa era la otra gran mentira de la época: medios y tecnologías múltiples no siempre amplificaban las voces diferentes. Ramón pensaba que era necesario recuperar el ágora para reclamar espacios inclusivos y hacer un uso más democrático de los fondos públicos. No quería que Madrid fuera una ciudad sitiada, no quería que otra vez su destino dependiera de la voluntad de unos pocos y que buena parte de la mayoría tuviera que encerrarse en su casa, tuviera que huir, tuviera que callar.

Éramos iguales, pero éramos diferentes. Quien no quería ver las fisuras del mundo era porque se acomodaba la venda todas las mañanas.