La mujer es la única vasija que aún nos queda donde verter nuestro idealismo.

(J. W. Goethe)

«Cara y cruz», «Cara y escudo»... Son variadas las formas de llamar a las dos partes de una moneda. En la Argentina lo más habitual es llamarlas «cara y ceca». «Ceca» llega del árabe «cicca» que remite al molde en el cual se acuñaba la moneda. De modo que si la «cara» es el lado más importante, donde se exponen los atributos fundamentales de valor y representatividad de un pueblo, la «ceca» se constituye en una cara secundaria... pero siendo, además de cara, su molde, es también toda la moneda. Sobre ella es que se yergue la «cara»: es secundaria, pero esencial para que una moneda lo sea. Pensemos, bajo este modelo, la condición de masculino y femenino: mientras el varón es, genéticamente, XY, la mujer es XX: brilla la cara de la Y, pero la X lo es todo; y además, casi no hay tradición simbólica que no ponga a lo masculino como preeminente sobre lo femenino. De origen indefinido o mítico, los dioses crean primero al varón y luego, secundariamente y a menudo como castigo, a la mujer.

Los falocentrismos nacerían, en general, en las diferentes culturas por tratar de proteger a la mujer en su debilidad física. Y aunque hay formas vestigiales de ginocentrismos (en Asia, África y América), aún éstas son consideradas como variantes de estrategias para proteger a la mujer como, por ejemplo, en la poliandría. La cuestión fue -y es- proteger a las mujeres y sus crías. Incluso, los discursos feministas actuales persiguen -con pensamientos de escasa estructuración, ideologizados y rápidamente cooptados por intereses políticos- el mismo fin. Desde ya que todo esto corre en paralelo con las tendencias infanticidas de las diferentes sociedades que mandan a la guerra a sus respectivas «infanterías» como carne de cañón, en un nudo gordiano hundido en lo más profundo de lo humano: la luz y la oscuridad dentro de la oscuridad y la luz.

La debilidad física de la mujer acompaña al principio de proteger al hijo haciéndolas parecidas a sus propias crías. En efecto: más allá de su mayor tolerancia al dolor -asociada al parto-, tenemos el fenómeno heterocrónico de la neotenia, que es la maduración sexual sin su contraparte somática: piel y pelos suaves y delicados; falta de vello facial; escaso desarrollo de la laringe para tener un tono de voz infantilizado, etc., todo para parecerse a un niño. Otros aspectos psicológicos asociados, como el sentido de realismo y practicidad, acompañan el mismo objetivo: proteger a la cría de su entorno inmediato.

Establecidas estas pautas, reducidas a un mínimo, podemos seguir avanzando hacia lo mujer del Hombre como especie, para definir las características de ese enlace que tratamos de desentrañar entre la autopercepción y su simultánea dispersión en el Todo que escapa a las posibilidades del yo: aunque los fundamentos sigan siendo biológicos, el enlace es imposible de percibir porque estamos refiriéndonos a una naturaleza que antecede lógicamente a esas mismas pautas biológicas, incluyendo el actual análisis. No queda más salida, entonces, que un más abstracto nivel de encare.

La naturaleza y lo simbólico

Lo mujer es un principio simbólico determinado por la Naturaleza... y la Naturaleza es todo aquello que no cuenta entre sus propiedades con la intención autoconsciente del Hombre. Sin embargo, es en esta forma de pensar, disociando lo cultural de lo natural, donde tenemos la impronta del funcionamiento mental humano: disociamos para tener objetos y luego argumentamos que tal disociación es imposible: «el Hombre es un todo con la Naturaleza» y terminamos así diciendo la unidad desde la dualidad.

En la mítica tenemos simbolizada tal disociación en diferentes ejemplos, como en la diosa neosumeria Ishtar: diosa de la fertilidad y la vida, de la guerra y la venganza. Si por el lado de lo racional el enlace entre el Hombre y lo natural no es posible, habrá que verlo desde lo irracional, ámbitos donde empiezan a trabajar la mítica, la religiosidad o la simbología. Para tratar que el paso de un mundo al otro sea lo menos traumático posible, podemos elegir con especial libertad estética cierto camino simbólico.

Cuando al principio tuvimos a la moneda como analogía de la disociación entre los sexos en sus dos caras, pudimos entrever que la cara más débil de la moneda es, a su vez, la moneda misma... y no sólo eso: vemos que lo más débil y lo menos brillante lo es porque cede protagonismo a la cara más brillante, luminosa y conectiva entre lo humano y lo natural. Aunque sea al precio de distorsiones sociales muchas veces de grave violencia, lo masculino es también la máxima expresión simbólica de lo humano y de hecho más importante que lo femenino. Antes de que lluevan las críticas, tenemos que recordar que en lo simbólico hay caminos antes que preferencias y que siempre se inicia el camino simbólico con dos componentes: lo vertical y lo horizontal. Lo primero que se expresa es el ser que hasta ese momento está latente y lo hace según la verticalidad humana. El principio biológico siempre estará presente y afecta el modo en que el centrismo generado en el yo es manifestado como primera expresión en la línea vertical: obeliscos, menhires, árboles, montañas, rayos de sol, báculos o el pene erecto constituyen ejemplos de las primeras instancias simbólicas de lo vertical. (Ver El Símbolo). Así, lo masculino, simbólicamente, es siempre primero.

La naturaleza oscura de lo mujer

Cuando en la Biblia leemos acerca de la creación de Eva, se dice que se utilizó para ello una costilla de Adán. Acerca del porqué, estudiosos rabínicos coinciden en que era una defensa simbólica de la mujer. Esta historia tiene dos precedentes. Uno presemítico según el cual, antes de Eva, Dios le creó a Adán una mujer (ante sus exigencias sexuales) también de barro que se llamó Lilith: una mujer demonio cuya llegada a la tradición judía (Isaías 34:14) se establece en el contacto con los acadios y su súcubo Lilu. En la antigua demonología judía, Lilith se niega al sexo y por eso es desterrada del Edén y se crea a Eva con una costilla, para evitar nuevos equívocos. No obstante, mientras esto sucedía en el jardín, Lilith paría hijos partenogenéticos (sin fecundación) llamados Lilim -un reflejo antitético de la virgen María- que serán los demonios que atormentarán al Hombre. Pero Eva también resulta fatídica para Adán porque será quien traiga la muerte para sí y sus descendencias. Aunque resulta clara la oscuridad que Eva le traía al mundo, no había ningún pecado «original» en la pareja dado que, aunque se desobedece el mandamiento de no comer del fruto del conocimiento (la maduración del espíritu en la carne), no existe todavía el conocimiento del mal y, por ende, ningún pecado. Pero como sea, lo femenino en este relato connota una composición tenebrosa, teológicamente pesimista acerca del futuro del Hombre.

Otro relato que remite a la costilla lo encontramos entre las llamadas «creaciones negativas» babilónicas: creado los varones con los restos cadavéricos de los enemigos de los dioses, se dedican a pelearse entre sí, y a modo de armadura, se los dotó de una placa ósea sobre el vientre. Pero visto este comportamiento autodestructivo, los dioses optaron por crearle un factor de debilidad, de moderación: se remueve la protección ventral y con ese hueso se crea a la mujer. Con ambas sendas llegamos a la debilidad femenina y al símbolo de la costilla, y mientras la creación del varón es primaria y escatológica (barro, cadáveres) la mujer tiene un origen secundario donde oscuridad, condena, debilidad y muerte son todos males traídos por la mujer para desgracia de la especie.

El varón es, decíamos, la cara de la moneda, su presentación: lo primero que se ve antes de sentarse como rey de la Creación, mientras que la mujer como símbolo, siempre viene a cuento desde el apetito sexual del varón y con la contradicción de la cruz, sea yendo desde la Virgen María a Lilith o desde la beatífica Afrodita hasta la trágica Pandora. Y fue así que, apareciendo como el eje opuesto al vertical, el luminoso, se consolida el horizontal: oscuro, pasivo, negativo. Y con este eje se forma la cruz de oposición que nació para ser el símbolo central de la cristiandad.

Lo mujer: la iluminación oscura

Cuando describimos al símbolo de la cruz, vimos un aspecto fundamental: la verticalidad es la primera y más brillante manifestación que genera al punto original simbólico por medio de su cruce con su opuesto. Ese punto puede ser el embrión de un nuevo ser humano o de un dios, antes o después de la cruz. Y aunque no en todos los idiomas el sol es masculino y la luna femenina, nos aprovecharemos de esta propiedad del castellano para entrarle a otro encuadre simbólico de lo mujer.

Se conocen ciertas influencias de la luna sobre la biología humana. El más conocido es el del ajuste entre la duración del mes lunar y el periodo menstrual (mensual) de 28 días. Se ha querido relacionar también al mes lunar -aunque dudosamente- con el número de aminoácidos biológicamente viables o con el número de letras en muchos alfabetos. Asimismo, el grado de iluminación lunar llevó a diferentes construcciones simbólicas y así, cuando consideramos las «características» de la mujer, no mencionamos la de la inestabilidad emocional, que alcanza el doble de frecuencia que en el varón -por factores hormonales-, algo que influyó en el simbolismo lunar: ella también cambia de aspecto cada noche: «No juréis por la luna, esa inconstante...» dice y nos dice Romeo...

Las fases simbólicas más importantes son las lunas nuevas y llenas. Mientras que, como nueva, la luna es invisible, llena es totalmente visible. La desaparición de la nueva es tomada como un aspecto de apoyo de lo femenino sobre lo masculino, pero que conlleva la extinción de lo mujer: es todo sol; todo macho... hasta que, ocasionalmente, ocurre un eclipse de sol. Tal fenómeno conlleva momentos muy traumáticos porque se salta de la ardiente plenitud masculina al frío de la muerte... frío que se siente en la Tierra durante los minutos del ocultamiento y -sabiendo que la luna tuvo que ver en ello- muestra la potencia destructiva de lo mujer en la organización de lo cósmico. Aunque la luna nueva sea un símbolo de unión, con los eclipses demuestra que ella es lo que puede darle un toque final a lo real que tiene lo humano... final o inicial, porque desde esa unión -astral o desastrada- de la luna nueva, su luz comienza a crecer hacia la luna llena: procaz, expuesta, opuesta a su macho... y si él logra eclipsarla, ella se abrirá en horrible sangre apocalíptica para señalar también el final como luna roja: Joel 2:31 y Apocalipsis 6:12.

Aunque brille de prestado, en un extremo de su órbita es capaz de apagar esa luz, mientras que en el otro polo es capaz de parir sin la asistencia masculina: es la luna traidora, evasiva, alocada, la luna de los alunados, de los lunáticos y de los instintos animales, prehumanos, de hombres lobo u hombres perro. Es la luna donde, se dice, ocurren más asesinatos, suicidios y violaciones. Y mientras ella va y viene como la lanzadera horizontal del telar de Penélope, dialogando con las sombras y con las luces, pariendo diabólicamente (como Lilith), el sol es un punto brillante y estéril que debe asistir pasivo y confundido a su emancipación. Hasta Romeo, atontado por su ingenuo amor, confunde al balcón de su lunar Julieta con el Oriente solar.

Pero todo volverá, tras catorce días de disolución, hacia la dulce cópula de la luna nueva. El mecanismo lunisolar parece haber concluido en paz, pero sabemos que el peligro de lo nocturno siempre acecha...

Pero ella es la síntesis

Con Afrodita Cipris -la natural de Chipre- tenemos a lo mujer -de la mano de Eurípides-, tomando agua del río Céfiso y respirando su suave aliento sobre los verdes campos, entrelazando su corona de rosas perfumadas con sus cabellos y liberando a los dioses del amor, compartiendo sus virtudes para ayudar a la Sabiduría. Rodeada de las tres Cárites, que reflejan su rostro, excede las fuerzas y deseos de engendrar que acompañan a Eros -y a quien el mito pone como hijo de la diosa-. Afrodita es única, amplia y rica en su expresión mítica. Es la esencia de lo femenino... pero es también la contracara de todo lo oscuro que el varón no puede padecer simbólicamente, pero que intuye en lo mujer que, serpentinamente, lo envuelve, que en él se enrosca fálicamente para luego deglutirlo genitalmente como mujer. Ese río Céfiso del que abrevaba la gloriosa Afrodita, es el mismo que cancela la inútil búsqueda de trascendencia del varón sin mujer de Narciso. El río -sea el Céfiso o el Jordán- es una serpiente fálica que se arrastra como lo más bajo y que engulle mágicamente a Narciso -a quien había engendrado tras violar a la ninfa Liríope- y traga vaginalmente al Hijo del dios en el lavamiento por inmersión del bautismo. La serpiente, fálica por fuera: brillante, decorada, extroversa, es vaginal, oscura y hueca por dentro.

Por su lado solar, el varón no entiende ese no ser y asiste atónito al vaivén femenino. Así, tenemos al rey Macbeth que se asustaba de la escalada de crímenes a la que se enfrentaba, mientras Lady Macbeth se burla de sus melindres. Pero luego, cuando el rey se ceba en el crimen, ella enloquece: los dos momentos de la luna que, como nueva eclipsa al rey y como llena, es la locura que lo deja solo... tan solo que, y según las mujeres brujas, únicamente quien no hubiera transitado el sendero iniciático de la vagina, podría matarlo: sin lo mujer de la mujer, solo cabe el caos. Tal el destino del varón: no poder prescindir de lo mujer para sostener su trascendencia cósmica y depender de ella y su capacidad de no ser, para ser él también, en algo, expresión divinal.

La mujer: la única capaz de dejar de ser para que otro ser pueda serlo. Es en el útero donde se da la plenitud de lo humano en una lógica taoísta, donde la nada es la explicación del Todo: el wu wei o «nada eficiente» e indirectamente budista, mu shin no shin: «la mente de la no mente».

La mujer es la caverna que en ella misma se esconde, llena de pictografías mágicas. Ella, como mujer de sí misma y del varón, sincera la distancia entre lo humano y lo divino. En su «nada eficiente», cuando su útero es «una nada», en su vacío ancla el pensamiento de la no mente y ocurre el milagro del embrión.

El varón, de este modo, queda fuera de toda magia... aunque hubo uno, el Cristo, que, como lo femenino simbólico de la Trinidad, quiso ser gallina protegiendo polluelos (Mateo 23:37), pero terminó siendo el gallo de los levitas del Templo, que denunció a Pedro (Marcos 14:29-31)... Y así como Mahoma era la femenina luna de Allah -el sol- su metal era la plata (la luna) y lo suyo fue padecer lo mujer de la Humanidad... por eso, el staticulum erecto lo espera en el Gólgota y él no lleva toda la cruz sino el crucero, lo pasivo: el patibulum. Y como lo mujer, se transfigura en manso molde para que se vaciaran en él todos los dolores y pudiera ser la «cicca» de la moneda humana y para que en su cuerpo viviera la cruz. Longinos se encargará, con su lanzazo en las costillas, de matar a la mujer simbólica a través del Cristo...

Las caderas de la mujer dan el vaivén del amor y su secreto: es la campana en la que retiñe en silencio el fálico badajo. En la misteriosa crátera de su vientre, el demiurgo combina los átomos estelares de la vida y su muerte. Va y viene en ella la luz de la luna, entre el amor y la locura, como la lanzadera de aquel telar de Ítaca, esperando a su Odiseo entre los hilos verticales y estériles de los pretendientes.

El varón es el catalizador de una fuerza que lo excede en humildad: lo mujer símbolo, se expande sin cielo por el interior de la montaña de la noche y la mujer que en su vientre entiende su dimensión de nexo con lo divinal, no quiere ni sacerdocios ni el trono masónico: no quiere un sol porque los contiene a todos. Si el varón es él, la mujer es nosotros. Y tampoco necesita moldear al mundo: ella lo modela en el perfil de su vientre grávido. No necesita del poder que consume la acción sino de su abandono al no ser del vientre para alcanzar la profundidad de lo natural.

En cuanto al varón, sabe que sólo con ver la naturaleza femenina convierte a su mente en corazón y ve que todo a su alrededor es realidad y luz. Descubre que sólo abandonando su ego fantasmático es capaz de descansar en su regazo... por eso, Goethe clausura así su Fausto y nuestro texto:

Si pudiera apartar la magia de mi sendero
y olvidar todas las fórmulas mágicas,
y estar ante ti, Naturaleza, como hombre solo
entonces sí valdría la pena ser un hombre.