El quimérico imperio descrito a cabalidad por el idealista profesor cuzqueño se hallaba más cerca que nunca. Las lecciones de historia siempre inducen un febril ensoñamiento cuando viajo a través de El túnel del tiempo, popular serie de televisión durante mi niñez. Cahuide y la valerosa defensa en Sacsayhuamán, la resistencia Inca y los escasos triunfos eran recreados talentosamente. En las aulas se había expandido el rumor de que el profesor Condori dictaba clases bajo los efectos del alcohol; tal vez era cierto, pero si este era el componente para lecciones tan divertidas, ya absolví su falta de ética.

La capital del Tawantinsuyu,1 ombligo del mundo, tenía la reputación de ser un lugar lleno de energía; tomaría ese destino para recargar baterías —a punto de sulfatar—. La oportunidad se presenta en Fiestas Patrias, y no la dejaría escabullir. Tras la invasión de Napoleón a España, hubo un vacío de poder; se relajaron los controles y el coloniaje en América hispana comienza a declinar. Se crean Juntas de Gobierno y nace una causa independentista. Las luchas se inician lejos del virreinato del Perú, donde los intentos desorganizados eran reprimidos por el férreo control del ejército español.

La Independencia del Perú fue proclamada el 28 de julio del año 1821; último país sudamericano en librarse del yugo español. Entre el anuncio y la ansiada libertad, la tierra dio tres vueltas más alrededor del sol. Tras la disolución del virreinato de Nueva Granada, se establecen las repúblicas de Venezuela, Colombia, y Ecuador. Un ejército al mando del general Simón Bolívar llega del norte para expulsar los remanentes españoles. Mientras esto ocurría, otro ejército, comandado por José de San Martín —quien ya había liberado a Argentina y a Chile—, se desplaza desde el sur. Tras libertar al Perú, los líderes masones tuvieron un acercamiento en Guayaquil, una pequeña región que se debatía en formar parte de Colombia, Perú o un Ecuador aún por gestarse. Nunca se supo de que hablaron, pero se dice que Bolívar llegó antes e influenció de tal manera que San Martín fue recibido con un «Bienvenido a Colombia».

La masonería representaba la libertad de pensamiento reprimido por la monarquía.

Los peruanos sabemos que Bolívar nos traicionó y, queremos creer más en San Martín. La reunión no fue productiva; los egos colisionan sin ceder el control, pero solo uno podía continuar. José de San Martín, con treinta años en la milicia y la salud resquebrajada, decide retornar a Europa para dejar el campo libre a Bolívar.

Entre sus desatinos se cuenta el no detener la división de una región robustecida al apoyar la creación de Bolivia, llamada el «Alto Perú» durante el virreinato. Bolívar, con sueños de emperador esperaba el momento de ser coronado. Jorge Basadre, el historiador peruano más importante del periodo republicano, opina que el Bolívar de 1825 fue la peor versión del Libertador. Solo nos queda imaginar una potencia mundial como los «Estados Unidos de Sudamérica»; por el contrario, vivimos en los «Estados Desunidos»: siempre hay conflictos en el vecindario.

Como decía García Márquez: «La vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda». Acepté una invitación cuando vagaba sin rumbo y sin trabajo, partí de Lima bajo una tenue garúa a puertas de cumplir los veintisiete años. Aunque la vida ya me había mostrado múltiples facetas, aún tenía pendiente vivir lejos de mi ciudad natal. Con la nostalgia de mejores épocas, me embarqué en un largo viaje. Las carreteras se encontraban en pésimas condiciones. En aquellos días, éramos gobernados por el APRA2 con un presidente de treinta y seis años que inicia reformas económicas desastrosas.

Perdí la oportunidad de continuar sentado cuando, en la ciudad de Arequipa, cambiamos de bus para transitar hacia riscos y cumbres. Las siguientes doce horas me mantuve de pie, estoico —por no correr cuando todos lo hacían —. En una noche larga y opresiva, pasé a sufrir el rigor de los Andes colándose por los resquicios del bus. Al llegar, mi amigo José me sorprendió con la invitación a una fiesta de matrimonio; se casaban la Vicuñita con el Chicapierna, cuzqueña y limeño: unión que podría nombrar hippie a falta de un término más idóneo. José era un gran tipo; lo conocí cuando llegó a Lima en plan de estudios y entablamos amistad.

Tuve tiempo de una ducha para sacudir el polvo y vestir de ceremonia. Subí a un minibús lleno de coetáneos rumbo al Valle Sagrado; entusiasmado con mi suerte el agotamiento había desaparecido. Iniciamos un viaje de hora y media hacia Calca, capital de una de las trece provincias del Cusco. En el trayecto nos detuvimos a recoger más invitados.

Hablé poco en el camino, prefería escuchar a los pioneros del turismo cusqueño compartir sus experiencias. Soy un hombre callado, pero siempre atento a los detalles.

Andaba asombrado de formar parte de un pintoresco grupo en un valle con mucho flower power3. Ese día tomé chicha de jora —bebida del maíz fermentado— y bailé huayno —danza andina—; en donde zapateaba con entusiasmo, pero sin ritmo, comprobando, una vez más, que no era un buen bailarín. Entre otros, conocí esa interesante tarde al Cabezón —pelado personaje que usaba un léxico lleno de sarcasmo con oscuro humor inglés—. Yo reía de sus ocurrencias hasta que llegó mi turno, pero supe replicar con un sagaz comentario que algunos celebraron. Él había insinuado que la mayoría de los limeños que llegaban al Cusco eran amanerados; se mofó de mi manera de vestir y larga cabellera. Yo repliqué que la calvicie y los jeans no garantizaban la hombría. La fiesta era un conglomerado de locos responsables,4 empresarios del turismo, guías locales y extranjeros, artistas plásticos; en fin, la crema y nata entre los residentes del Valle Sagrado, durante el invierno de 1987.

Después de tan fascinante experiencia, retornamos al Cusco. En la oscuridad de la noche, no podía apreciar la ciudad en toda su magnitud, pero algo me decía que contenía magia. Lo comprobé la siguiente mañana cuando quedé encantado con paisajes agrícolas y pastorales. Cusco muestra un cielo azul y campos amarillos durante el invierno y se viste de otros colores cuando llegan las lluvias. Al inicio, me instalé con José en casa de su padre, Don Joaquín —de edad avanzada y salud quebrantada—, quien ya vivía en Lima. El mayor de los hermanos tuvo la responsabilidad de vender las propiedades familiares; la casa donde llegué también se encontraba en venta.

De este amigo tengo muchos recuerdos. Un día, cuando estaba vociferando algo en contra de mi padre, me dijo con aire de filósofo: «Nuestros padres no son perfectos, solo Dios lo es, pero tenemos que aprender a respetarlos, no me agrada cómo te expresas; mejor te callas». Fue una lección.

La enorme casa del siglo pasado mezcla de adobe y quincha, con múltiples habitaciones y recovecos, colindaba con un popular mercado de abastos. Entre los arrendatarios, se hallaba la compañía de turismo Adventure,5 que contaba con un almacén para los implementos de rafting y trekking.

Mientras observaba a los guías alistar los equipos, inicié conversaciones con algunos de ellos. Con curiosidad por aprender más sobre los viajes, esperaba inquieto la oportunidad de participar. En el mercado, José y yo nos sentábamos frente a nuestra Cholita favorita entre quioscos que rivalizaban por el público. Las hojas del nabo cocinadas y servidas en grandes ollas eran mis favoritas. El nabo hawch’a6 cuenta con beneficios para la salud.

Compartimos vivienda en más de una oportunidad; luego de contraer matrimonio, obtuvo un contrato de trabajo en La Paz, Bolivia. La unión conyugal no contó con armonía y se apartó al poco tiempo. Al regresar a su Cusco natal, José empezó a laborar en la cervecería Pilsen cuando esta intentó quebrar el monopolio de la cerveza Cusqueña y se vio envuelto en batallas campales entre cerveceros.

Transcurridos mis dos primeros meses en el Cusco, la pasaba bien, aunque ya andaba escaso de dinero. Llegó la hora de buscar un trabajo. Desmantelar el falso techo del cine Azul fue lo primero que apareció. Esta labor se ubicaba a diez metros de altura y podría acarrear consecuencias negativas: desprovisto de toda seguridad, tenía que caminar como equilibrista de circo sobre angostos listones de madera. A pesar de no tener miedo a las alturas, el sentido común me decía que en cualquier momento se produciría un accidente y decidí renunciar por evitarlo. En un breve lapso, perdía mi primer trabajo; algo nada alentador para mi futuro en el Cusco.

El siguiente trabajo fue de cocinero en el «Camino Inca a Machu Picchu». Para conseguirlo, torcí la realidad y me describí como un experimentado chef. La verdad es que hubiera ido gratis, pero no convenía mencionarlo; necesitaba ese dinero.

Diseñar los menús del viaje y realizar las compras me mantuvo ocupado el resto del día. David, el guía cuzqueño —un inexperto con buen inglés—, era un tipo relajado, igual que los clientes: dos jóvenes californianos. En aquellos días, el Camino Inca no era tan popular y pocos se aventuraban a recorrerlo.

Empecé la ruta cargando una mochila prestada, llena de comida y utensilios. A las pocas horas, empecé a perder el ritmo y el cansancio paulatino fue abriendo paso a las dudas. Tratando de neutralizar la negatividad, mastiqué las hojas de coca que me ofreció David y la ayuda psicológica sirvió durante gran parte del camino. La coca, en su estado natural, es un poderoso estimulante; sirve para enmascarar la sensación de cansancio o de hambre. Está llena de propiedades beneficiosas, pero es demonizada por ser el insumo principal de la cocaína.

Almorzamos sándwiches ligeros y, al llegar al campamento, alisté una sopa de verduras antes de caer rendido. Al amanecer, me levanté con el sonido de una leve llovizna. Preparé café y cuando fui a buscar los ingredientes para el omelette, vi una culebra engullendo los huevos que dejé al pie de un árbol. Café con leche y sándwiches de pan huaro7 fue la alternativa.

Con el entusiasmo disminuido, caminé esa mañana bajo una llovizna menuda que mostraba su presencia y se escondía. Caminaba con los jeans húmedos y zapatillas para jugar fulbito; aprendía la importancia de vestir el equipo adecuado. Al observar el calzado de los californianos, pensé en lo útiles que serían unas botas de trekking para mí. Se soltó la lluvia, y cayó con más fuerza. A lo lejos se oían los truenos y me asusté cuando David mencionó que venía en camino. Sentí muy cerca el estruendo fabuloso en la inmensidad de mi primera tormenta eléctrica.

Con la abundancia de granito se edificaron anchas escaleras, las construcciones van junto a fuentes de agua; un despliegue de tecnología que antecede a la época. Soluciones ingeniosas irían apareciendo mientras avanzamos dentro de un bosque espectacular. Todo eso me perdí sin apreciar, porque miraba sin ver, concentrado en andar el camino empinado. Mejoró el día, aunque la amenaza de lluvia seguía latente. Almorzamos con la ligereza que demandaba el clima. Después de otro largo día, llegamos al campamento.

Antes de oscurecer, ya íbamos envueltos en una copiosa lluvia, la carpa compartida con David no contaba con toldo; error de principiantes. Pasé frío esa noche entre charcos de agua y frazadas mojadas. Al cabo de un rato, pude quedar dormido y mi mente viajó a una pesadilla: cumplía condena en Lurigancho; cargos de narcotráfico en un presidio de pésima reputación. Fue un sueño tan intenso que la angustia quedó grabada en el subconsciente. La lección de vida: «las cosas, aunque estén mal, pueden empeorar», la aprendí una noche tormentosa.

Mientras silbaba tonadas de buen ánimo, preparé el desayuno. Mojado y con frio, perdí las ganas de quejarme y gozar mi libertad. El último día mejoró el clima y acabamos la caminata con una fabulosa vista de Machu Picchu. Orgulloso de mi primera aventura, descubrí que el dolor tiene memoria muy corta. Por las lecciones aprendidas, recordaré siempre mi primer Camino Inca:

  • Hay que usar la ropa adecuada: los jeans son tu peor opción.
  • Revisa el equipo varias veces antes de salir.
  • En las montañas, el clima es impredecible: el poncho de lluvia debe andar siempre contigo.
  • Las botas de caminar harán el viaje más placentero.
  • Para una buena performance, es importante entrenar y prepararse.

Tuve otra oportunidad cuando una compañía buscaba chofer, fui a averiguar y conseguí el empleo. Siguiendo las instrucciones, esperé en los rápidos del Urubamba a tomar fotos: chofer y fotógrafo —figuraba en el contrato—. Para recogerlos, ingresé hasta la orilla del río, con mala suerte me atollé y tuve que esperar a los turistas para sacar el vehículo. Avergonzado pero reflexivo, vi en acción al guía poniendo en función al equipo y eso bastó para soñar en ser uno de ellos.

Los ochenta fueron años de pioneros en deportes de aventura: gente apasionada, que no tenía mucho que perder, apostó por su desarrollo, y luego, disfrutó de la bonanza. Definitivamente, era el momento para construir la historia del canotaje peruano.

Mi oportunidad llegó el día en que Fico, un reputado capitán de río buscaba a alguien que lo acompañara a remar el río Urubamba. La bajada me enganchó de inmediato: el descenso fue tan espectacular que la adrenalina burbujeaba en mis venas. Un río en crecida, con huecos y grandes olas, tornaba peligroso el desplazamiento. Fico, apodado el Kamikaze por su arrojo y nervios de acero, poseía un instinto suicida que hacía honor al sobrenombre.

Desde ese día, pasó a ser un ídolo. Fue un tiempo de aprendizaje en aguas blancas. Fico no era un buen profesor ni contaba con interés por enseñar, pero al observar sus movimientos aprendía. Ahora, rondaba el almacén en busca de oportunidades para remar, así, gané presencia y acompañé a otros guías para aprender sus técnicas y secretos. Vivía en el «Séptimo cielo». Ese primer año, las lluvias llegaron a destiempo y eran pocos los que se atrevían ingresar, pero cuando Fico llamaba yo iba en confianza extrema.

Entre tanto, forjé amistad con Gonzalo Pizarro —homónimo del más cruel de los cuatro de la conquista—. Tras enfrentar al Imperio Inca, Francisco Pizarro envió por sus hermanastros para ocupar puestos de confianza y, consolidar la conquista. Tres de ellos, Hernando, Juan y Gonzalo, llegaron en corto tiempo. Juan, el menor, murió en el asalto a Sacsayhuamán durante la rebelión de Manco Inca, impactado por una piedra lanzada por la huaraca8 —una versión andina de la honda—. Los niños del Incario eran entrenados para aniquilar loros que llegaban a comer choclo.9 Los más certeros, los que daban al blanco, hacían carrera en el ejército formando parte de la guardia real.

Hernando vivió encerrado durante veinte años por su participación en la muerte de Almagro, socio de la conquista. Francisco fue asesinado por el bando rival, los almagristas,10 y Gonzalo —quien vivió en un mundo de intrigas, espadachines y arcabuces— se enfrenta al rey y, al cabo de un tiempo, fue decapitado. Triste final para cuatro hermanos involucrados en la devastación de la conquista.

Gonzalo Pizarro, un experimentado tour conductor,11 fue un abogado que nunca ejerció por encontrar su vocación conduciendo turistas. Como la casa de Huanchac se había traspasado, me fui a vivir con Gonzalo y su esposa Angélica. Era de madrugada cuando el Loco Pepe, guía y hermano de Angélica, apareció de una trasnochada juerga y me ofrece su trabajo. Nos conocíamos; él sabía que yo entrenaba para guiar balsas. Lo que desconocía en ese momento era que nos ayudaríamos mutuamente: yo tendría mi ansiado debut y él dormiría en mi cama. Debuté como capitán de río en un grupo numeroso, guías con experiencia podrían ayudar si cometía errores.

No hubo más guiadas ese año, la temporada estaba por terminar. Regresé a Lima luego de cinco meses y celebré las fiestas de fin de año en casa, con mis hermanos, manteniendo la ilusión de una carrera en el mundo canotero.12

El verano transcurría con lentitud en la costa y andaba impaciente por regresar: me gustaba el clima seco de la serranía donde mis alergias desaparecían. A finales de marzo, retorné para quedarme. Encontré un lugar para vivir en la renombrada calle S. Fico, el as de los ríos, vivía a puertas de distancia. El lugar adonde me mudé contaba con múltiples cuartos, y baño compartido, muy cerca de la Plaza de Armas.13 Me sentí cómodo de vivir independiente por primera vez.

Ese año trabajé para Mayuc14 remando dos secciones: Huambutío y Ollantaytambo. Cada jornada, los guías pisábamos las calles con la ilusión de vender viajes a los escasos extranjeros. Recurría al inglés aprendido con los hermanos Maristas,15 ganaba solo veinte dólares al día; pero tres días de trabajo alcanzaban para pagar un mes del alquiler. Todas mis pertenencias cabían en una mochila y vivía en completa libertad. La minúscula habitación no contaba con ventanas y la pared iba decorada con posters de mujeres desnudas. Colchón al piso, una mesita, dos sillas y la casetera donde escuchaba mi canción favorita: «La vida no vale nada».

El mejor método para practicar la lengua de Shakespeare fueron mis frecuentes visitas al bar inglés Cross Keys; los guías nos reuníamos en el pub más popular de ese entonces. Lo pienso ahora y es gracioso, pero bastaban dos cervezas grandes y ¡fuera inhibición!, a practicar con cualquier gringo;16 mientras juraba que cada día hablaba mejor.

Ahí, conocí turistas de manera más íntima. El modus operandi: terminado el viaje, las invitaba al bar y, tal vez, con suerte, llegarían por «la calle de las letras». Es sabido que los guías derrochan seguridad y tienen un encanto particular que atrae a las mujeres; eso fue lo que me dio la confianza para superar la timidez que venía arrastrando. A pesar de no ser una persona promiscua, empecé a disfrutar del sexo libre. Despertó en mí la curiosidad por explorar, como los hippies dos décadas antes, pero sin necesidad de usar alucinógenos, solo fumaba cannabis. Sin embargo, jamás perdí la cabeza; actué de manera responsable y con protección, pues, en esos tiempos, ya asomaban los fantasmas del SIDA17 y otras enfermedades de transmisión sexual.

Reconocía mi suerte y actuaba con discreción. Había reglas sobre intimar con pasajeras.

Comencé bien. Disfrutaba de un trabajo donde la oficina y la dinámica de los viajes cambiaban de manera versátil. Ese primer año descendiendo en balsas me dio seguridad y empecé a trabajar como coordinador en caminatas. Esta actividad consiste en asistir al guía y a los aventureros en diversas rutas de los Andes del sur. Caminar con guías experimentados es parte del aprendizaje; igual que en otras profesiones, existen las pasantías.

Tuve que evacuar pasajeros con mal de altura u otros asuntos médicos que ponían en riesgo su salud. En fin, se trataba de estar atento a las necesidades de los pasajeros; trabajo fácil: ayudar es parte de mi naturaleza.

(Inicio del libro: «La página en la puerta»)

Notas

1 Imperio de los «Cuatro países» en quechua. Antiguo nombre del Incario.
2 Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA): partido fundado por Víctor Raúl Haya de la Torre en 1924.
3 Slogan hippie creado por el poeta Allen Ginsberg en 1965. Textualmente «el poder de la flor» en inglés.
4 Referencia al slogan del Kamikaze, «reúne a locos responsables», bar de moda en la época.
5 «Aventura», en inglés.
6 Del quechua hawch’ay: ajar las flores del nabo.
7 Famoso pan del pueblo de Huaro, muy popular en Cusco.
8 Del quechua warak’a: honda tejida de lana con una cuerda y ensanchamiento para colocar el proyectil. Se bate, para luego soltar un extremo y disparar al objetivo.
9 Del quechua choqllo: mazorca del maíz tierno.
10 Partidarios de Diego de Almagro, a estas alturas ex socio de Francisco Pizarro.
11 «Conductor de tour» en inglés, encargado de un grupo de turistas, también TC, por sus siglas.
12 De canotaje.
13 Apelativo generalizado en Perú para nombrar a la plaza mayor de cada pueblo o ciudad.
14 Del quechua mayuq, del río.
15 Congregación religiosa católica dedicada a la educación, que fue fundada por Marcelino Champagnat en 1817.
16 Modismo latinoamericano para nombrar a visitantes del «primer mundo».
17 Siglas de Síndrome de Inmuno Deficiencia Adquirida.