Como he mencionado en los artículos anteriores, la crisis socioambiental global, que pone en jaque el futuro de la humanidad, es ninguneada por los mismos sectores del poder mundial que la han generado. Sin embargo, las consecuencias que generan los distintos impactos que se han producido en las últimas décadas (cambio climático, desertificación, pérdida de recursos naturales, entre otros) es tan evidente que hoy en día es casi inevitable a las grandes corporaciones y a los gobiernos de turno tengan que «mostrar interés» por la problemática. De allí que vemos como crecen los proyectos para «mejorar la producción de alimentos» o «cambiar la matriz energética». Sin embargo, en la mayoría de los casos los proyectos que se ponen en marcha no hacen más que reproducir el círculo vicioso de destrucción del planeta y empobrecimiento de sus sociedades.

El hambre y la inseguridad alimentaria en el mundo son un lastre que la humanidad nunca pudo solucionar, e incluso a pesar de la merma registrada a principios de este siglo, en los últimos años ha vuelto a aumentar. Ante esta situación, el discurso común de la mayoría de los países y organismos internacionales es que hay que aumentar la cantidad de tierras disponibles para la agricultura y ganadería. Pero, si bien a una mirada desprevenida podría parecerle una decisión acertada, esos discursos omiten aspectos fundamentales que indican claramente que no es por allí donde debe pasar una estrategia global contra la pobreza: que existan millones de millones de personas que padecen hambre no se debe a que no se produzca el suficiente alimento en el planeta, sino a la profunda desigualdad en el reparto y consumo de los recursos. Por ejemplo, Argentina produce alimentos para cerca de 400 millones de personas, diez veces más que su población actual (Barri y Wahren, 2013), y a pesar de ello cada 10 horas muere un niño por desnutrición infantil en ese país.

En la mayoría de los países subdesarrollados los gobiernos (muchas veces con el impulso de organismos internacionales) han impuesto una agresiva política para incrementar los agronegocios. Lo que pocos dicen es que no existe una necesidad real de aumentar la superficie cultivada (por lo general monocultivos transgénicos, que requieren un uso intensivo de agroquímicos) para resolver el problema del hambre de las poblaciones locales. Lo que en realidad debería hacerse es generar una fuerte política de redistribución de la riqueza, por un lado, y fomentar la producción familiar y agroecológica, por el otro, que además es mucho más eficiente para garantizar la seguridad alimentaria y el desarrollo de las economías regionales. Además, haber provocado el aumento de la superficie cultivada en el mundo en las últimas décadas implicó la deforestación de millones de hectáreas de bosques nativos, que brindaban servicios ecosistémicos esenciales, y el desplazamiento de cientos de miles de campesinos e indígenas, aumentando así a su vez la pobreza y la desertificación.

Con la transición energética pasó más o menos lo mismo. Si bien se reconoce la necesidad de abandonar paulatinamente el uso de combustibles fósiles para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, la realidad indica que se siguen explotando yacimientos petrolíferos y gasíferos alrededor del mundo, incluso en zonas que implican la desaparición de áreas naturales que deberían ser protegidas, como el Amazonas. Existe un alto grado de hipocresía entre los organismos internacionales, que mientras declaman la necesidad de proteger los últimos pulmones verdes del planeta, promueven indirectamente su destrucción. Así, por ejemplo, a pesar de que en la cumbre de Copenhague de 2009 se les prometió una millonaria ayuda internacional a países como Ecuador y Brasil para reducir la deforestación en el Amazonas, la realidad luego indicó que poco y nada se concretó de esa ayuda, y actualmente las últimas áreas prístinas del planeta corren riesgo de desaparecer. A pesar de los discursos, es evidente que el poder global sigue aferrado a los combustibles fósiles como matriz del «desarrollo» y (su) crecimiento económico.

Por su parte, entre las «propuestas» para cambiar la matriz energética, si bien algunas efectivamente reducirían la emisión de gases de efecto invernadero, en general no hacen más que exacerbar la lógica extractivista de depredación de recursos naturales, que solo genera más degradación ambiental y pobreza. Un caso paradójico es el del litio (el oro blanco como se le menciona), mineral que es intensamente buscado para la producción de baterías de autos eléctricos. En el denominado triángulo del litio, que abarcan extensos salares de altura entre Argentina, Chile y Bolivia, se concentra la mayor parte de las reservas de ese metal conocidas en el planeta. Hasta allí la explotación de este metal blando podría parecer una salida razonable para una sociedad necesitada de reducir el uso de combustibles fósiles, sin embargo, la extracción del litio requiere del uso indiscriminado de la escasa agua con que cuenta la región para su desarrollo, y prácticamente no genera beneficios económicos para las poblaciones locales.

Para extraer 1 kg de litio se necesitan unos 20 mil litros de agua dulce, y si bien aún es incipiente su extracción, actualmente se utilizan unos 21 millones de litros de agua al día, que termina siendo desperdiciada, en una región extremadamente árida que requiere de la formación de hielo y nieve para abastecerse de este vita elemento, algo que cada vez ocurre menos, paradójicamente, producto del cambio climático. Por esa razón es lógica la resistencia de las comunidades originarias de la región, ya que ven como la explotación del litio afecta a las cuencas y los humedales de los cuáles se abastecen de agua para consumo y producción (huertas familiares y cría de animales domésticos).

Es por ello que recientemente en la Provincia de Argentina que concentra la mayor reserva de litio se reprimió brutalmente a las comunidades originarias que se oponen a una reforma constitucional que les impide tener autodeterminación sobre el uso de los recursos naturales. En ese contexto ocurrió además una situación tragicómica, con la visita de James Cameron, director de Avatar, que fue llevado «engañado» a dicha provincia para avalar la explotación del litio, cuando lo que en realidad estaba ocurriendo a sus espaldas es exactamente lo que refleja su película.

La «revolución verde», que prometía solucionar los problemas de hambre en el mundo, está llegando a su fin (Moore, 2010). Ha sido también uno de los procesos más destructivos sobre las personas y el ambiente generados por el sistema económico global (Bartra, 2008). Por su parte, la mitad de los alimentos que se consumen en el mundo aún provienen del antiguo sistema de producción agroecológico (Shiva, 2020). En paralelo, el mismo sistema económico global hoy promueve modificar la matriz energética, principal causa del cambio climático, con más degradación de los recursos naturales, en un círculo vicioso de destrucción social y ambiental. Estamos llegando al final del camino de un modelo de desarrollo civilizatorio que más temprano que tarde va a colapsar. La pregunta sigue siendo si, antes que ello ocurra, nos dará tiempo de mitigar un poco los impactos que va a generar sobre miles de millones de seres vivos, o, si la supervivencia ya no de otras especies sino la nuestra, estará condenada con ello.

Referencias

Bartra, A. (2008). El hombre de hierro: los límites sociales y naturales del capital. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
Barri, F. y Wahren, J. (2013). El modelo del «agronegocio» en la Argentina: el paradigma cientificista-tecnológico. En N. Giarraca y M. Teubal (Comps.). Actividades extractivas en expansión ¿Reprimarización de la economía argentina? (pp. 73-96). Buenos Aires: Editorial Antropofagia.
Moore, J. (2010). The End of the Road? Agricultural Revolutions in the Capitalist World-Ecology, 1450–2010. Journal of Agrarian Change, 10(3), 389–413.
Shiva, V. (2020). ¿Quién alimenta realmente al mundo?: el fracaso de la agricultura industrial y la promesa de la agroecología. Madrid: Capitán Swing.