«Tenemos que volver a encarrilar el mundo». El objetivo de la cumbre sobre los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS) que se celebrará en la Asamblea General de la ONU en septiembre en Nueva York es muy claro. A mitad de camino hacia 2030, fecha límite para la implementación de los ODS, el futuro parece bastante sombrío. Si nada cambia, es posible que no se cumpla ninguno de los diecisiete objetivos. Sería un duro golpe para todos los esfuerzos de la ONU para construir un mundo de «desarrollo», económico, social, político y cultural.

Se puede tener serias dudas y críticas sobre estos objetivos, pero están entre los mejores que nuestro mundo ha producido jamás. Cualquiera que sea la perspectiva, desde el Norte o el Sur, desde la modernidad o el poscolonialismo, no se puede negar la importancia de que la niñez aprenda a leer y escribir, de que todas las personas vivan con buena salud, de construir un mundo sin pobreza y con desigualdades reducidas. Nuestro mundo es tan inmensamente rico que resulta difícil comprender por qué esto nunca ha sucedido.

Hay muchas respuestas posibles. Se puede aludir a la reciente pandemia, a la mala gobernanza, al comercio y las condiciones de intercambio no equitativas o a las secuelas del colonialismo. Todo esto puede ser cierto, aunque ninguna de estas explicaciones es suficiente.

No se puede negar que el colonialismo y la trata de esclavos han dañado gravemente a las sociedades africanas. Pero imaginemos que todas las teorías y programas de desarrollo elaborados y prometidos tras la Segunda Guerra Mundial y la descolonización de los años sesenta se hubieran hecho realidad, ¿no sería hoy el mundo diferente?

De nuevo hay varias explicaciones posibles, como la inadecuación de las teorías y los programas, los gastos administrativos, su aplicación imperfecta o la falta de voluntad política para que se hagan realidad.

Basta con mirar las cifras. En 1971, la primera lista de la UNCTAD de «Países Menos Adelantados» contaba con 25 países extremadamente pobres. En 1991 ya eran 52, hasta ahora solo seis países se han «graduado» y 46 siguen en la lista. En otras palabras, hoy hay más países muy pobres que hace cincuenta años.

Treinta y seis de estos países dependen de los productos básicos y son proveedores netos de la mayoría de los recursos ecológicos al mercado mundial. Sin embargo, desde 2010 su participación en las exportaciones mundiales de mercancías se mantiene en torno al 1%, según la UNCTAD. En cuanto al servicio de su deuda, se ha más que triplicado desde 2011 y absorbe entre el 5% y el 13% del valor de sus exportaciones.

Según las estadísticas del Banco Mundial, la tasa de pobreza extrema se acerca ya al 10%, lo que supone más de 700 millones de personas. Aunque el Banco aboga por «corregir el rumbo», se mantiene en sus recomendaciones de «focalizar mejor» y «promover el crecimiento». Nunca piensa en la redistribución o a los impuestos. Y no olvidemos que la reducción de la pobreza desde 1981 se debe principalmente a los esfuerzos de China.

Por primera vez desde que se introdujeron los indicadores, el desarrollo humano está retrocediendo. La «prosperidad compartida» del Banco Mundial funciona al revés: el 40% más pobre perdió ingresos dos veces superiores a los del 20% más rico. Hay retrocesos en educación y sanidad.

En cuanto a la desigualdad, Oxfam afirma que, desde 2020, el 1% más rico ha acaparado casi dos tercios de toda la nueva riqueza, casi el doble de dinero que el 99% de la población mundial más pobre. Las fortunas de los multimillonarios aumentan en 2,700 millones de dólares al día, incluso cuando la inflación supera los salarios de al menos 1,700 millones de trabajadores, más que la población de la India. Las empresas alimentarias y energéticas duplicaron con creces sus beneficios en 2022, repartiendo 257,000 millones de dólares entre los ricos accionistas, mientras más de 800 millones de personas se acostaban con hambre. Solo 4 céntimos de cada dólar de ingresos fiscales proceden de los impuestos sobre el patrimonio, y la mitad de los multimillonarios del mundo viven en países sin impuestos de sucesiones sobre el dinero que dan a sus hijos. Un impuesto de hasta el 5% sobre los multimillonarios y multimillonarios del mundo podría recaudar 1.7 billones de dólares al año, suficientes para sacar a 2,000 millones de personas de la pobreza y financiar un plan mundial para acabar con el hambre.

Ante las diversas consecuencias del cambio climático, desde sequías a inundaciones, cada vez más personas intentan emigrar, solo para chocar con el racismo y la falta de voluntad de los países ricos para ayudar.

Este es el estado del mundo actual.

Viejas verdades

Leyendo los viejos textos de las Naciones Unidas de los años 60 y 70, uno se sorprende al encontrar muchas políticas que sí podrían «corregir el rumbo», como las transferencias de tecnología, los precios justos de los productos básicos, los términos equitativos del comercio, el control de las empresas transnacionales, la ayuda suficiente, etc. Un par de textos concretos, como la Declaración de la Asamblea General sobre un Nuevo Orden Económico Internacional o la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo de 1986, se retoman hoy porque nunca tuvieron un principio de aplicación y, de hecho, tienen puntos de vista muy interesantes. Solo cabe esperar que estos esfuerzos se traduzcan en cambios políticos, porque las desigualdades actuales son sencillamente insostenibles.

En un nuevo documento para una Nueva Arquitectura Financiera, el secretario general de la ONU afirma que el modelo actual no ha superado la prueba de resistencia y sencillamente no es adecuado para su propósito, carece de estabilidad y de posibilidades de financiación a largo plazo. Los costes de endeudamiento son demasiado elevados y no se invierte lo suficiente en bienes públicos mundiales. Por ello, hace nuevas propuestas para una gobernanza económica mundial con alivio de la deuda, financiación pública internacional, redes mundiales de seguridad financiera, medidas reguladoras para los mercados de capitales y una arquitectura fiscal mundial.

Obviamente, uno puede pensar que esto no va lo suficientemente lejos, mientras que podemos estar seguros de que para la «Cumbre del Futuro», prevista en 2024, habrá que hacer muchos matices.

Sin embargo, el punto más importante es la consciencia de que el modelo actual no funciona y que necesariamente tenemos que buscar un nuevo paradigma de desarrollo. El nuevo documento del mecanismo de expertos del Consejo de Derechos Humanos sobre el derecho al desarrollo indica el camino.

La ONU puede ser una importante fuente de inspiración con su trabajo actual y también con sus ideas pasadas sobre el NOEI, el concepto de «enfoque unificado» (que integra el desarrollo económico y social), el derecho al desarrollo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos con su derecho a un nivel de vida adecuado, unido a los importantes avances de la OIT (Organización Internacional del Trabajo) en materia de derechos laborales.

Otra fuente de inspiración puede encontrarse en los esfuerzos realizados en los años iniciales de la Unión Soviética, así como en las numerosas propuestas de los líderes africanos en el periodo previo a la descolonización.

Todas estas soluciones, sin embargo, requerirán transformar la estructura económica y financiera.

Cambios geopolíticos

Las sombrías perspectivas para los países más pobres podrían hacernos olvidar que algunos países lo han hecho bien en las últimas décadas. El principal ejemplo es obviamente China, pero también Brasil, India, Sudáfrica, México y algunos otros. Lo triste es que, a pesar del éxito económico, no siempre hay el mismo progreso en términos democráticos y sociales.

También hay un grave retroceso en términos de investigación académica y de acciones de la sociedad civil. La investigación sobre el desarrollo se ha estancado, demasiada gente rechaza el concepto por ser demasiado «occidental» o ha cambiado de orientación, pasando de «mejorar el mundo» a «mejorar la vida de las personas». Esta segunda perspectiva no tiene nada de malo, pero no puede tener éxito si no se producen cambios estructurales en la forma en que gira el mundo. El desarrollo es necesariamente una empresa colectiva y nunca podrá hacerse realidad si el propio mundo no está «desarrollado». De hecho, con su prioridad por la «reducción de la pobreza», introducida en 1990, el Banco Mundial abandonó el proyecto de desarrollo colectivo para los países y las sociedades.

En cuanto a la sociedad civil, la triste realidad es que solo un puñado de grandes movimientos sigue teniendo una agenda global y sistémica, que en su mayoría también tiene en cuenta las necesidades urgentes de cuidado del planeta. El enorme número de movimientos y organizaciones más pequeños están muy fragmentados, se limitan a escalas comunitarias y difunden un discurso moral más allá de eso. Vijay Prashad lo llama «neoliberalismo desde abajo».

En resumen, parece que hay tres lecciones importantes que aprender del pasado.

Uno, el desarrollo en términos de derechos humanos, actividades económicas básicas, protección social, democracia y expresión cultural sigue siendo un objetivo digno. Deben desarrollarse nuevas teorías y nuevos conceptos para revalorizar la idea y ayudar a los países y sociedades a alcanzar sus objetivos. No se puede negar que hubo aspiraciones reales de desarrollo en todos los países que fueron descolonizados en el siglo pasado.

En segundo lugar, nunca hay que olvidar que el desarrollo viene necesariamente de dentro y nunca puede traerse de fuera. Evidentemente, la comunidad internacional puede ayudar, sobre todo financieramente, pero los gobiernos y las sociedades deben decidir por sí mismos qué tipo de desarrollo y qué modernidad desean.

En tercer lugar, hoy se habla mucho de autonomía estratégica, un concepto en boga. Esto es muy importante, aunque nunca debería sustituir a la antigua e importante interdependencia. Esta es una condición primordial para la paz y requiere un sistema multilateral u omnilateral que funcione bien. El orden institucional internacional debería examinarse y transformarse desde esta perspectiva.

Hoy en día vuelve a haber una enorme distancia entre las palabras y los hechos, entre lo que predican la ONU e incluso el Banco Mundial y el FMI, y la realidad sobre el terreno. Esta brecha debe colmarse en la medida de lo posible. Porque es la raíz de muchos discursos que rechazan todo tipo de modernización y desarrollo, porque la gente rechaza con buenas razones la práctica del pasado. Sin embargo, no rechazan las ideas. El colonialismo y el neocolonialismo han sido muy perjudiciales. Lo que se llama «Occidente», responsable de estos daños, está perdiendo actualmente su influencia mundial. Ante este hecho, hay que mirar al pasado y al futuro. No es ni mucho menos seguro que las potencias hegemónicas vayan a desaparecer y no hay certeza de que el futuro vaya a ser mejor que el presente y el pasado reciente. En cuanto al pasado, la investigación reciente nos está enseñando que esta experiencia occidental no es nada excepcional. Durante siglos, por no decir milenios, los pueblos han sido sometidos y explotados.

Un hecho muy positivo y reciente es la creciente cooperación Sur-Sur. Aunque ahora carezca de una clara dimensión democrática, la iniciativa BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) podría mostrar una forma diferente de tener en cuenta las necesidades y aspiraciones reales de la gente.

El concepto de desarrollo, por muy denostado que esté, sigue conteniendo un elemento de utopía, de igualdad, de libertad y de solidaridad. Además, está clarísimo que el desarrollo global es perfectamente posible si hay voluntad política, tanto a nivel local y nacional como mundial.

Un primer paso debería ser apoyar todos los nuevos esfuerzos de la ONU por democratizar la reforma y las políticas transformadoras. Además, la Declaración Universal de los Derechos Humanos cumple 75 años. Merece estar en el candelero. Sobre todo, deberíamos dejar de hacer «como si» todo estuviera bien y pronto volviéramos a estar en marcha. Nunca será realidad sin una voz fuerte y unida de resistencia.