Finaliza la mayor oportunidad de ponderar a Salvador Allende: es decir, ha pasado el mes de los 50 años de su derrocamiento y se desploma el interés por revisar su actuación. Los que lo conocieron y quisieron están —estamos— mortificados y hasta desesperados de ver cuánto se le desconoce y trazamos desde allí una línea que llega hasta cuánto se le aborrece. Sí: en especial quienes cargaron las consecuencias de la inflación y bloqueo económico padecidos hacia la última parte de su gestión, llegaron al grado de detestar a su gobernante.

Con la esperanza de convencer, a 50 años, a sus desconocedores, escribo este último texto sobre el presidente muerto. Sé que puedo ser, o ya soy, un iluso; como también sé que en una de esas doy en el clavo. En esto de política y políticos, lo peor es cuando alguien ya no cree nada. Además, deseo darlo tan solo a conocer a quienes no supieron del gobernante, incluso ahora con las (emotivas) conmemoraciones. Es un deber estudiar la Historia y todo esto forma parte de ella como un camino recorrido por el hombre libre para darse un Gobierno adecuado, revisando qué nos enseña y qué nos malenseña la apuesta de Chile en aquel entonces. Vamos viéndolo, aunque sea saltando de un acontecimiento que juzgo significativo en otro, sacrificando —admito— los nexos que los conectan.

I

A las medidas radicales tomadas por el Gobierno de la Unidad Popular (con el fin de recuperar los bienes de la nación y de mejorar las condiciones de los trabajadores) sobrevino la venganza de los dueños del dinero y del Gobierno de los Estados Unidos, policía como bien sabemos del mundo, a quien no importa sembrar la muerte con tal de cuidar sus intereses y los de la ideología que lo rige.

Acerca de lo anterior, Allende dijo a los mexicanos en la visita a este país:

Gracias por comprender el drama de mi patria, que es —como dijera Pablo Neruda—, un Vietnam silencioso; no hay tropas de ocupación, ni poderosos aviones nublan los cielos limpios de mi tierra, pero estamos bloqueados económicamente, pero no tenemos créditos, pero no podemos comprar repuestos, pero no tenemos cómo comprar alimentos y nos faltan medicamentos, y para derrotar a los que así proceden, solo cabe que los pueblos entiendan quiénes son sus amigos y quiénes son sus enemigos.

II

En aquella misma visita a México, ignorante de lo que habría de pasar(le), el presidente describió de esta manera a las fuerzas armadas de su nación:

Mi país: país democrático, con muy sólidas instituciones, (…) país en donde las Fuerzas Armadas —igual que en México— son fuerzas armadas profesionales, respetuosas de la ley y la voluntad popular (…).

(Una muestra del trato posterior que estas fuerzas «respetuosas» dieron al círculo cercano de Allende está en Dawson Isla 10, película de Miguel Littin.)

Pero vayamos al principio: originalmente Augusto Pinochet era un militar anodino, mientras que Carlos Prats, comandante en jefe de las fuerzas armadas, se desplazaba dentro del Gobierno entre un puesto y otro de máxima responsabilidad, dados su notable preparación y su carisma. Pero, así como eran elevadas sus capacidades, era alta su mala suerte, y la acumulación en su contra de eventos desafortunados lo hizo renunciar, proponiendo en su lugar a Pinochet. Allende siguió el consejo. ¡20 días antes del golpe!

Otra cuestión de unos cuantos días se ve en que el presidente, antes del derrocamiento, estaba por convocar un plebiscito preguntando al pueblo si quería que dejara el Gobierno. Pinochet lo convenció de que aplazara la consulta.

«No parlamentar» fue la orden del flamante jefe armado a quienes tomaron contacto con el presidente al estallar el golpe. En cuanto a mandarlo fuera del país por aire, expresó: «y el avión se cae, viejo, cuando vaya volando».

Fue acentuado el encarnizamiento del general contra familiares, colaboradores y seguidores del mandatario depuesto. La residencia de su antiguo jefe fue bombardeada, a gente del círculo gobernante la persiguió hasta asesinarla —incluso en el extranjero y mucho tiempo después de instalarse en La Moneda—, como a Prats y al canciller Orlando Letelier.

Ya en las exequias del general en Santiago de Chile, mientras sus víctimas recalcaban su papel de verdugo, sus simpatizantes (de Pinochet) les respondían burlones: «¡¡¡y no se sui-ci-dó, y no se sui-ci-dó!!!».

En este mismo mes del cincuentenario del golpe, un grupo de diputados estadounidense promovió una resolución de disculpas al pueblo chileno. Plantearon: «un profundo remordimiento por la contribución de Estados Unidos para desestabilizar las instituciones políticas y procesos constitucionales de Chile y por la asistencia de Estados Unidos en la consolidación de la dictadura militar represora del general Pinochet».

El himno Venceremos

Venceremos es el título de un himno compuesto para acompañar a Allende en su campaña presidencial de 1964, con música de Sergio Ortega y letra de Claudio Iturra. Para la campaña donde resultó ganador, la de 1970, Víctor Jara cambió la letra por otra, ya no sobre la militancia en general sino acerca de la figura del líder. Esta última versión no es la que más ha trascendido hasta la fecha, sino su original.

Se trata de una afortunada obra que logra su propósito de despertar la emoción por la lucha social; tan es así que ha trascendido los márgenes de su origen para tornarse en proclama musical de muchos grupos, en diversos países, por diversidad de causas, pero (casi) siempre en voz de los que luchan por ser reivindicados.

Para recordar (que ni falta hace ya que es bien actual) Venceremos, escuchémoslo. Por cierto que el entrañable cantautor Víctor Jara —autor, pues, de otra versión— fue torturado y muerto en el Estadio Chile, en Santiago, por lo que hoy el coso se denomina Víctor Jara.

Curiosidades

De niño desarrollé una gran admiración por Allende; su toma del poder fue para muchos, no solo en su país, muy interesante, un acontecimiento sociopolítico fascinante. En su visita a México acudió a la entonces sede de la Cámara de Diputados. En la escalinata, entre mucha gente lo esperaba yo; había un papá con una niña chiquita subida en sus hombros. Por quién sabe qué artes esta pequeña se había tropezado en los escalones y Allende, que avanzaba cuerpo a cuerpo entre la gente —es decir, sin cordón alguno de protección— prestó atención al percance —en lugar de seguir adelante entregado a sus fervientes admiradores—, gritó «¡la niña, la niña!», la levantó y la entregó a su descuidado padre.

Malacostumbrado a ver a los hombres públicos avanzar como flotando entre la gente sin importarles lo que está pasando a ras de tierra, me impresionó gratamente el gesto del líder.