Cuando llegas en tren a la ciudad y traspasas el rótulo «Welcome to Hiroshima», encuentras en la calle una numerosa flota de tranvías, algunos tan vetustos que parecen de antes de 1945, que te están esperando para llevarte a tu destino por unos pocos yenes de forma eficiente y relativamente cómoda.

Una vez instalados en el hotel, lo primero que haremos será dirigirnos al Parque de la Paz, epicentro de la explosión atómica del 6 de agosto de 1945, a las 8.15 horas, cuando el Enola Gay, un avión que llevaba el nombre de la madre del piloto, dejó caer la bomba Little Boy (Niño pequeño), causante de 80,000 muertos directos y de las enfermedades sufridas por al menos otras 40,000 personas, que fallecieron en años posteriores a consecuencia de la radiación.

Que no haya olvido.

En el Parque de la Paz se encuentran los principales monumentos conmemorativos del desastre: la Cúpula Genbaku, Sadako Sasaki, Pebetero, Arco de la Paz y muchos más, tantos que sería impropio citarlos aquí, ya que me desviaría del camino emprendido en este artículo. No hay que omitir los distintos museos que concentran las visitas de los turistas y a los que tienes que ingresar rearmado emocionalmente, si no quieres interrumpir la cita cada pocos minutos.

De nuevo en el parque, en un bosquecillo de ginkgos biloba con algunos cerezos, sauces y laureles, se levanta un monumento que pocos visitan. No verás a ningún turista cerca, ya que su humildad se impone. Percibes que el suelo está elevado algo más de dos metros, formando un montículo cubierto de hierba. Es solo eso: tierra y sencilla hierba, entre el silencio apenas roto por el piar de los pájaros o el viento, pero en su interior, alberga mucha desolación, pues conviven allí una belleza primigenia y una tristeza atávica, que se desgarran por las bocas cerradas de los inocentes. Palabras ahogadas que ascienden por las copas de los árboles y se difunden en la inmensidad sin ser percibidas por nadie.

Estamos ante Burial Mound, túmulo funerario que comenzó a construirse en 1946. En sus entrañas, otra vez la madre tierra alberga cenizas de 70,000 muertos. La única puerta que permite acceder a su interior está cerrada y solo se puede franquear en contadas ocasiones. He leído testimonios estremecedores de personas que han podido traspasarla y gracias al vídeo enviado por la señora Tomoko Aikawa, presidenta de la Fundación Sadako, he apreciado que las cenizas están depositadas en pequeños cilindros blancos de porcelana. Los primeros que se ven, unos pocos miles tienen escritas letras en japonés, ya que son los restos que se han identificado y, de estos, 814 han sido requeridos por sus familiares, por lo que, pasado tanto tiempo, difícilmente van a ser ya reclamados y allí reposarán para siempre.

En una segunda fila y en cajas de madera, están los demás cilindros, en los que está escrito el lugar donde fueron encontrados, porque no pudieron ser identificados y, en muchos casos, se supone que se han mezclado con los de otras víctimas. Dentro de mi desolación, pienso que, al menos aquí, obtienen la dignidad de que descansan en un punto que sirve para meditar y donde pueden recibir las oraciones de los creyentes.

Burial Mound comenzó a construirse en 1946 con aportaciones de sobrevivientes y en 1955 se dio por terminado.

Otra sinrazón de la crueldad humana te golpea cuando te informan de que en la fecha de la explosión solo el uno por ciento de la población de Hiroshima estaba constituido por militares ¿Qué clase de seres exterminan con tanta eficacia a niños, mujeres y hombres ancianos?

En contrapunto y como una alegoría de que la vida renace en los momentos más terribles, tenemos el ejemplo de los hibakujumoku, árboles que sobrevivieron a la explosión y que volvieron a brotar a los pocos meses. Entre estos, convertidos en casi sagrados para la cultura nipona, encontramos varias especies: cerezos, sauces llorones, laureles, pinos negros… En las comunidades donde existen, se les considera auténticos monumentos conmemorativos, pero no hay trazado ningún itinerario para saber dónde se pueden ver. Algunos crecen en los jardines del castillo de Hiroshima, erigido en 1590 y destruido por el bombardeo de 1945. Fue reconstruido en 1958 con hormigón en sustitución de la madera original y es una réplica que sirve actualmente como museo de la historia de la ciudad.

A diferencia de los castillos japoneses construidos generalmente en lugares elevados, esta fortaleza, curiosamente situada en una llanura, no sobrevivió a la bomba, pero sí lo hicieron un acebo, un eucalipto y un sauce, todos ellos a pocos centenares de metros del epicentro.

El arma letal, que acabó con la vida en varios kilómetros a la redonda, no pudo, en cambio, con seres que se resistieron a morir y que se han convertido en un símbolo de la resiliencia y esperanza del pueblo japonés.

Antes del equinoccio,
‘sakura’ sin flor,
sin aves ni ardillas voladoras,
isótopos, neutrones,
reacción en cadena.
¡Nunca más! ¡Nunca más!

Que siga el sol naciendo.
Que siga el sol naciente.