«La mentira necesita buena memoria; la verdad, valor».

(Blas Ramón)

De cómo es que se atrapa antes a un mentiroso que a un cojo, nos dan cuenta las jugarretas de la memoria. Un mentiroso desmemoriado es contradictorio, inconsistente fantasioso y obvio. Mentir es una de las características más salientes de nuestra especie. Aunque haya humanos que perjuren que nunca mienten, todos mentimos. Cada día, nos guste o no, nos asalta alguna mentira en el ámbito privado o en lo público. Mentir de forma más o menos consciente, engañar intencionadamente, o la exageración como manera específica de ocultar la vedad, son conductas que forman parte de las relaciones humanas; en los afectos, en la amistad, en la economía o en la política. De hecho es tan así que, en sus estudios sobre la mentira, recogidos en su libro The liar in your life, el psicólogo Robert Fredman, afirma que, en los primeros minutos de una conversación entre desconocidos, se suelen decir de dos a tres mentiras casi sin querer, casi. Ya saben, por aquello de causar buena impresión o atraer la atención de la otra persona, especialmente si nos gusta por alguna razón.

«La humanidad ha atravesado las edades de piedra, de bronce, de hierro, hasta alcanzar la edad de la mentira en la que vivimos hoy. Mentir se ha convertido en una costumbre, incluso en una forma de cultura».

(José Saramago)

Nuestras culturas son cada vez más tolerantes con el engaño. Basta observar cómo enseñamos a los niños a mentir. A diario se utilizan con ligereza recursos falseados y abundantes trolas en la interacción social, laboral, emocional y personal. Nos volvemos habilidosos en este menester, hay quien se especializa tanto que pierde hasta los escrúpulos. Quien más y quien menos, ha retocado aquí o allá su historia personal. Los currículos están plagados de mentiras. Cada día se producen miles de perjurios en sede judicial. Quien no ha vuelto a abrir un libro desde que finalizo los estudios primarios nos refiere el último título que tiene encima de la mesilla de noche. Las hazañas sexuales en la barra del bar suben más rápido que la espuma de una caña de cerveza mal tirada.

Mentimos por miedo, porque nos sentirnos en desventaja o para adaptarnos a unos modelos sociales abrumados por los estereotipos. Se miente para culpar a otros o para eludir las responsabilidades. Se miente para ocultar la vergüenza o las consecuencias por algo que se ha hecho. Cuando con la verdad nos asaltan las dudas para alcanzar un beneficio o para sortear un perjuicio, se miente. Hemos aprendido a desarrollar la capacidad de calcular y sopesar qué ganamos con la verdad y qué o cuanto con la mentira. La codicia, o la pretensión de controlar la conducta de otros, son poderosas razones para mentir.

Fenomenología de la mentira

Aunque la mentira, mentira es y busca un fin y un beneficio final, se pueden diferenciar por su grado de intencionalidad.

El engaño esconde un propósito deliberado, tiene en sí mismo un recorrido instrumental malicioso dirigido a proporcionar para quien lo utiliza, un beneficio indebido o una ventaja inmerecida.

Para salir de un apuro, por el temor a las repercusiones de una conducta o de una acción, para esquivar la responsabilidad de las promesas rotas, la mentira se fabrica a partir de las excusas, de inventar espacios y escenarios confusos donde habita lo que parece, pero no es. Muy habitual en las relaciones sentimentales, la mentira para excusarse tiene un efecto de erosión sobre la autoestima de consecuencias imprevisibles. Este tipo de mentira puede llegar a pasar, incluso, como bien intencionada cuando se argumenta aquello tan socorrido de «lo hago por tu bien». Pero, en este punto, permítanme que cite a la periodista Claudia Palacios cuando dijo aquello de

«solo tendrás tiempo para las cosas que realmente te interesan y solo excusas para las que no te importan».

Mantener el mundo privado fuera del alcance de otros es, también, fuente de mentiras. Para mantener distancia de seguridad con nuestra intimidad, algunas mentiras, simples y directas nos ponen a salvo. Todos sabemos que en el mundo hay demasiados entrometidos que preguntan lo que no tienen derecho a saber.

Parecería que la exageración no es un comportamiento comparable al de la mentira, al fin y al cabo, se trata de inflar historias que tienen una base real, verídica. Pero tienen de mentira su intención de ocultar u omitir aspectos relevantes de la realidad. Por lo general pretenden impresionar. Su repercusión tiene de dañino la frustración de las expectativas.

No podemos dejar de mencionar aquí a la mentira piadosa, o si lo prefieren mentiras que para muchos tienen justificación, son perdonables e identificamos con el comportamiento altruista humano. En general tienen su razón de ser en mantener en secreto alguna cosa que, de revelarse, podría producir un daño mayor. Es decir, mentimos para no hacer daño. Sin embargo, en algunas ocasiones, las mentiras piadosas acaban resultando despiadadas

Otras variedades de mentiras tienen que ver con los rumores, o más propiamente dicho, con los efectos de las mentiras colectivas. El plagio supone mentir con voluntariedad de hurto, de artimaña para apropiarse del trabajo y la creatividad de otros u otras. En el autoengaño, la mentira tiene por objeto excluir la información verdadera a la conciencia del propio individuo; es un tipo de mentira muy relacionada con el fenómeno psicológico de la disonancia cognitiva, esto es, la mente del embustero, especialmente si se trata de persona honesta, tiende a aceptar la mentira como verdad para dar coherencia a su sistema de valores y creencias, actitudes y conducta. Por último tenemos los casos de mitomanía, una conducta compulsiva de carácter psicopatológico, conforme a la cual se construyen identidades y realidades paralelas mediante el despliegue de un amplio surtido de falsedades; las mentiras afloran sin control incluso en los momentos en que es más fácil o más productivo decir la verdad.

El arte de la mentira y el papel del impostor

Nadie tiene la memoria suficiente para mentir siempre con éxito.

(Abraham Lincoln)

Mentir requiere competencia para manejar herramientas cognitivas, como habilidad lingüística y capacidad para alterar estados mentales, es decir, incidir en el nivel de conciencia, en el grado de atención, en el sentido de la orientación de la realidad y, finalmente, en la conducta. Y todo ello con la pericia suficiente para no ser descubiertos con facilidad y quedar en evidencia. Eludir el mecanismo psicológico de la sospecha de fraude en las interacciones cooperativas particulares, no está al alcance de cualquier mentiroso.

Saber mentir va más allá del embelesamiento, de la seducción inventada e improvisada, de las palabras oportunistas, de los hechos de prueba adulterados o tergiversados. Saber mentir requiere manejar al dedillo el principio de relevancia informativa. En el arte de manipular la verdad o correr en paralelo a la realidad, los trucos para generar percepción de «credibilidad» son condición sine qua non. Como la mentira es un proceso dinámico de comunicación, el embustero o la embaucadora desarrolla una voluntad firme de hacerse entender para resultar convincentes. El mayor enemigo de la mentira es su inconsistencia y sus contradicciones por fallos de memoria. La memoria juega malas pasadas. El paso del tiempo la hace tramposa, conviene recordarlo aunque no seamos muy mentirosillos.

La capacidad humana para recordar una vivencia, o mejor dicho, para traer a la conciencia la construcción de un recuerdo almacenado en la memoria a largo plazo – la que nos permite vivir la cotidianidad - y de sus pormenores, es limitada. Todo lo que recordamos no es la «pura verdad». La mente es capaz de engañarnos en la evocación de recuerdos reales rellenando sus huecos, su pérdida de información, con adornos coherentes. Si esto sucede con la verdad, con las mentiras el riesgo de desconexión con el relato es enorme; la acumulación de versiones paradójicas es sintomática de la ausencia de recuerdo coherente, así, para no delatarse, la necesidad de mantener un discurso sin fisuras en su histórico de repetición, es una enorme fuente de ansiedad y estrés. Una mentira discordante en sus versiones es como una canción de éxito, la mayoría de sus versiones son peores que la original. A pesar de los peligros del revival de los embustes, el mentiroso habitual es temerario y, en muchas ocasiones, mantiene un frágil equilibrio de funambulista con la mitomanía. El buen impostor, no obstante, suele ser un personaje inteligente.

Mentira, memoria y cerebro

En un estudio de la Universidad de Sheffield, Reino Unido, se midió el engaño verbal entre niños. A través de pruebas que vinculaban memoria y mentira. Se estableció que los niños que mentían mejor procesaban la información de manera más organizada, rápida y eficaz. Como el cerebro está siempre preparado para decir la verdad, para mentir se necesita organización. Ya el solo hecho de fingir requiere de un trabajo mental extra para activar las zonas de lóbulo frontal relacionadas con la atención y la concentración, especialmente si se han de controlar la probabilidad de errores incoherentes en el relato de una fantasía. Para evitar ser desenmascarados, la mentirosa y el mentiroso habilidoso, fabrica sus relatos con atisbos de verdad. Es la manera más ingeniosa de sortear que la memoria traicione la coherencia de la patraña y la correspondencia en sus distintas versiones temporales.

Nuestra mente construye el recuerdo, concluye la teoría clásica de la memoria. Las teorías más modernas aseguran que la información se guarda en dos zonas distintas del cerebro, una para los hechos y otra para la interpretación de los mismos y, en consecuencia, el recuerdo tiene que ver con cuál de ellas predomina en un momento dado. Sea como fuere, los recuerdos vienen de la mano de las emociones, al igual que ocurre con la conciencia y la atención. Como nuestra memoria es algo parecido a un editor de contenidos, mucho más complejo, entiéndanme; evocamos no solo aquello que recordamos haber vivido, sino también lo que pensamos que hemos vivido. Esto da lugar al fenómeno mental conocido como falsos recuerdos. Dos personas distintas ante una misma vivencia común la pueden recordar de manera bien diferente, mediados cada uno de ellos por la percepción y la interpretación de los hechos acaecidos, de las inferencias del tiempo transcurrido y la información añadida de segunda mano o incluso imaginada. Por distintas que parezcan, ninguna de las dos versiones es una mentira, sencillamente ocurre que no todo lo que unos damos por cierto lo es tal cual para otros. Decía Immanuel Kant que «La realidad es una cosa y lo real otra». Como la memoria es falible, deformamos constantemente los recuerdos. Un falso recuerdo en manos de un mentiroso es otra cosa. La mentira es una contaminación de la memoria, no genera falsos recuerdos, pero sí recuerdos falsos, fantasiosos, estresados y llenos de grietas. Procesarlas y almacenarlas en la memoria durante mucho tiempo requiere de una mente casi prodigiosa.

La mentira, por mucho que valoremos la verdad, puede llevar lejos. Hay presidentes de gobiernos que son unos grandes embusteros, muchos éxitos financieros han crecido en base a falsedades, cientos de famosos que embelesan a nuestros adolescentes no son más que un escaparate de la industria de la moda y la telebasura. Aquellos que utilizan la mentira de una forma planificada, los que consiguen robarnos los hechos y sustituirlos por palabras, suelen triunfar. Mentir es un recurso fácil para hacerse valer con poco esfuerzo y sacrificio. No todo el que miente consigue este nivel, la mayoría de quienes mienten de forma interesada y engañosa tienen verdaderas dificultades para recordar lo maquinado, lo que provoca que los detalles chirríen y la mosca se nos pose tras la oreja. Para que una mentira llegue lejos, el mentiroso tiene que poseer una memoria capaz de soportar el seguimiento coherente de una enorme cantidad de información verbal, esa «mente prodigiosa» que comentábamos antes. En estos casos, estamos ante individuos que falsean la realidad con pericia, con pasmosa naturalidad, dejando poco margen a la certeza de los indicios entre verdad y mentira. Un mentiroso experimentado puede llegar a tener predicamento durante mucho tiempo. Los hay que no son descubiertos jamás.

No existen técnicas, sistemas, maneras humanas o instrumentos tecnológicos, que permitan saber de forma fiable si alguien nos está mintiendo. Obtener indicios del engaño está más a nuestro alcance. Observación y conversación son las herramientas de las que podemos disponer para detectar una mentira. En cualquier caso, la conclusión a la que lleguemos sobre si alguien nos miente o no, solo es aceptable en el nivel de la suposición. Ni siquiera la propia confesión de alguien establece inequívocamente la verdad de una mentira. La realidad es que los humanos somos unos pésimos detectores de mentiras.