Recordamos la vida y los logros del médico y microbiólogo alemán en una serie de dos artículos.

El frío y la obscuridad se abrazaban crudamente a medida que la noche avanzaba en aquel pequeño pueblo prusiano, mientras que un médico de corta estatura, miope desde temprana edad, se dirigía a su casa luego de visitar a una reumática mujer, a quien la enfermedad había clavado a una silla de ruedas. Sentía mucho cansancio, la jornada había sido dura desde que se levantó, primero en el consultorio atendiendo pacientes de todo tipo y después haciendo visitas a domicilio, para brindar ayuda y consuelo a quienes por su propio medio no podían acercarse a la pequeña sala de su casa que había dispuesto como oficina de consulta.

Paso a paso, acelerando cada vez más, quería estar ya disfrutando del calor de su hogar y de la cena que tendría para ese momento, preparada su esposa. Le vino a la memoria la última discusión que tuvo con ella acerca de la conveniencia de comprar, con sus ahorros, obtenidos después de tanto esfuerzo y privaciones, sin más dilaciones, una volanta o coche con su respectivo caballo, para aliviar y agilizar las visitas a domicilio. Además, les permitiría salir de paseo fuera del poblado, los domingos y días de fiesta. Ya conocían su precio y estaba al alcance del monto de lo ahorrado.

Los últimos metros de camino se hicieron más penosos. El viento incrementaba el frío que se colaba a través de su pesado abrigo. Era diciembre y específicamente el día 11, fecha que recordó, era la de su cumpleaños, el número veintiocho específicamente. Pensó que el destino había querido que pasara un año más de vida en aquel pueblo de 4.000 habitantes, de nombre Wollstein, y no estaba seguro cuánto tiempo más iba a vivir en aquel lejano lugar.

Al fin, el calor de su casa le arropó cuando abrió la puerta y allí estaba su esposa, esperándolo con una sonrisa y el olor de la comida preparada inundando el ambiente. Un vivo fuego proporcionaba calor, lo que le permitió despojarse de su abrigo. Aunque no era de su agrado tomar licor, sirvió dos copas de vino y brindó con su esposa. Se lavó las manos y cuando se disponía a sentarse en la mesa, su esposa lo atajó. Antes de cenar, Robert, te tengo una sorpresa de cumpleaños. Abre esta caja. Su esposo la miró contrariado ya que le había advertido no gastara en regalos, pero ante su mirada suplicante, le obedeció y enfrente de sus ojos estaba un microscopio reluciente con varios aditamentos. Lo medité mucho querido esposo, porque soy consciente de que necesitábamos un coche, especialmente para aliviar tu trabajo al visitar pacientes y para pasear ambos, pero también tu tema de conversación recurrente y tus caros deseos eran poseer ese aparato que tienen los famosos médicos en las grandes ciudades y universidades del país. Por eso decidí invertir los ahorros en este mi regalo de cumpleaños. Robert la abrazó y le dio las gracias. Ese obsequio de Emma Frantz a su marido, cambió de ese día en adelante la vida de ese pequeño médico rural. Robert Koch ya no sería el mismo de siempre.

Sus primeros años

Nació en Clausthal, un pueblo minero (minas de plata) de las Altas Montañas de Harz, en el noroeste de Alemania, el 11 de diciembre de 1843, en el seno de una familia numerosa, ya que fue el tercero de once hermanos. Su padre era ingeniero de minas y de él heredó, entre otras cosas, una gran afición por la naturaleza y por saber de viajes a tierras exóticas. Desde muy niño demostró una gran precocidad intelectual. La historia nos dice que asombró a sus propios progenitores, cuando al demostrarles a los cinco años que sabía leer, les explicó que había aprendido solo, únicamente por medio de los periódicos. Era reservado, altivo, de fuerte voluntad, constante y poseedor de una gran habilidad técnica, como lo demostraría en los siguientes años. Por ello, se convirtió en un lector impenitente desde muy temprana edad, demostrando aptitud para las ciencias naturales y las matemáticas.

Estudió medicina en la universidad de Göttingen (Gotinga), en donde tuvo contacto con grandes maestros como Jacob Henle, profesor de anatomía y gran defensor de la idea de contagium animatum, es decir que las enfermedades podían ser originadas por seres vivos. Esta hipótesis tendría una gran influencia en sus investigaciones posteriores. Adquirir el título en 1866 solamente le tomó cuatro años y se graduó summa cum laude. Acto seguido hizo pasantías en Berlín y en el hospital de Hamburgo, para luego pasar a la provincia de Posen en donde obtuvo el título de Oficial Médico de Distrito. Cuando estalló en 1870 la guerra franco-prusiana, se presentó como voluntario, siendo rechazado en primera instancia por su miopía, pero en un segundo intento fue aceptado.

Después de la guerra obtuvo el puesto de médico en Wollstein (actualmente pertenece a Polonia), en donde permanecería durante 7 años. Es la etapa de médico oficial de distrito y de investigador novel. Algunos lo han llamado el periodo de autodidacta, ya que en efecto, comienza a investigar por su cuenta sin ayuda de nadie. No pertenece a la academia, no está sirviendo en un hospital complejo ni tampoco tiene los recursos de un laboratorio. Su única arma es el microscopio que le obsequió su esposa Emma, con los ahorros que tenían para comprar un coche. Lo primero que hace Koch es dividir la sala de consulta en su casa con una cortina para poder instalar su «laboratorio». El mismo montó una incubadora y más adelante un cuarto oscuro, porque también era aficionado a la incipiente fotografía. Entre otros, Paul de Kruif ha descrito magistralmente esta época heroica de Koch.

Comienza estudiando el carbunco, que era una enfermedad muy prevalente en el ganado de la región y que a veces incluso afectaba a los seres humanos. El bacilo (Bacillus anthracis) ya había sido descrito por otros investigadores, como Davaine y Rayer en Francia pero nadie había probado que era la causa del carbunco. Observando la sangre de vacas y ovejas muertas por esa enfermedad, descubre unos bastoncitos y filamentos, que no encuentra estudiando muestras de animales sanos. El siguiente paso es demostrar si dichos elementos producían la enfermedad. En ausencia de material apropiado, comienza a utilizar astillitas de madera bien limpias y sometidas al calor de un horno para eliminar otros posibles agentes y las moja con sangre de animales muertos por carbunco. Con ellas impregna la cola de un ratón debidamente limpiada con un bisturí y colocando al animalito en una jaula aislado, espera al día siguiente para ver los resultados. El ratón amanece muerto y al hacerle la autopsia encuentra que el bazo y el hígado muestran los mismos aspectos que tienen los de las vacas y ovejas fallecidas por carbunco. Acto seguido, lleva gotas de la sangre de los animales sacrificados al microscopio y encuentra los mismos bastoncillos y filamentos por millones. Durante un mes repite el experimento, robándole horas a la atención de sus pacientes y a su propia esposa, encontrando siempre el mismo resultado. La alegría de Koch es total, durante cinco años se ha dedicado a la observación en el microscopio y ha tenido éxito (K. Kangbein y B. Ehgartner). El lobo solitario ha triunfado. Ha demostrado una asociación causal entre un microorganismo y una enfermedad. Ha nacido la microbiología.

Pero además ha obtenido otros logros significativos en la investigación. Mejoró los cultivos para los aislamientos selectivos de bacterias, utilizando la placa de Petrie, inventada por su colaborador Julius Richard Petrie, así como la solidificación del medio de cultivo al agregarle agar, sugerencia que le hizo su ayudante Walter Hesse, quién había observado como su esposa le agregaba agar a la gelatina obteniendo tal efecto. Koch también diseñó laminillas cóncavas para poder observar mejor la evolución de sus bacterias y por supuesto, mejoró sus técnicas fotográficas a fin de obtener fotografías más nítidas.

Su otro logro significativo sobre el ántrax fue el descubrimiento de sus esporas. Con ello, daba respuesta al enigma de la aparición de casos de carbunco en lugares en donde no se podía demostrar la presencia de animales enfermos. La forma en que lo consiguió resulta extraordinaria. Hizo crecer en el humor acuoso de ojos de buey bacilos de ántrax en diferentes momentos, tomándoles fotografía y dibujos, hasta que en un momento dado, cuando las condiciones se tornaban desfavorables para los bacilos, estos se tornaban en esporas que resistían perfectamente el ambiente adverso, conservando su poder patógeno cuando se restablecían las condiciones favorables. Tiempo después Pasteur descubrió que los animales muertos por ántrax enterrados a baja profundidad en la tierra eran la fuente de infección de los pastos a través de las esporas que salían a la superficie.

Empezando a pisar el pináculo de la fama

Cuando Koch reunió toda la evidencia posible en esos años de arduo trabajo en solitario y atados todos los cabos posibles, se decidió hacerlos conocer del público. Tenía 34 años de edad y estaban en el año 1876. Para ello contactó a un amigo, el profesor Ferdinand Cohn, de la universidad de Breslau, quién profundamente impresionado por lo que vio y oyó de Koch, de inmediato convocó a una reunión con las celebridades del mundo científico universitario. Esta se realizó de inmediato y entre los presentes se encontraba el afamado profesor Cohnheim de anatomía patológica. La demostración de Koch fue de antología. Duró tres días y todos los presentes quedaron aplastados por lo que estaban presenciando. El invitado no dictaba una conferencia, de hecho siempre tuvo dificultades para expresarse en público. Como refiere ese gran divulgador científico que fue Paul de Kruif, «Koch no discutía, no charlaba, no divagaba, ni hacía predicciones. Con habilidad sobrenatural, solamente se limitaba a detallarles sus experimentos». Este mismo autor nos cuenta que el mismo Cohnheim, en un receso de la reunión corrió a su laboratorio para gritarles a todos sus colaboradores que corrieran a la reunión, para que presenciaran un hecho histórico, «el descubrimiento más prodigioso en el reino de los microbios», realizado por un tal Robert Koch, «que ni siquiera es profesor universitario, nadie le ha enseñado a investigar, todo lo ha hecho él solo, solito». Entre los que corrieron a ver la presentación que hacía ese desconocido, se hallaba un joven investigador, Paul Ehrlich, quien luego también alcanzaría la fama, siendo colaborador de Koch. Ambos fueron de los primeros en alcanzar el Premio Nobel de Medicina.

En esta etapa de su vida, se debe recordar el generoso apoyo que recibió Koch de los profesores de Breslau, Cohn y Cohnheim, quienes asombrados y entusiasmados por los trabajos de ese desconocido médico, lo apoyaron decididamente y le ayudaron a escribir su primer informe sobre los asombrosos hallazgos descubiertos en un modesto laboratorio de Wollstein. El artículo apareció en 1876 en la revista de botánica que dirigía el mismo Cohn y al poco tiempo su autor conocía la fama. Lejos de sentir envidia o desdén por ese intruso en el campo científico, hicieron lo posible porque toda Alemania conociera los trabajos trascendentales que había hecho Robert Koch, así como para conseguirle otro trabajo para que se dedicase por completo a la investigación. En este último aspecto no tuvieron mucho éxito, por lo que nuestro héroe tuvo que regresar a su antiguo pueblo, en donde continuó por cuatro años más, depurando sus técnicas de laboratorio y de fotografía, observando infinidad de muestras de tejidos, especialmente de diferentes tipos de heridas, en búsqueda de microbios que causaban enfermedades.

Por fin en 1880, el poder central comenzó a reconocer su valor científico y lo llamaron de Berlín, nombrándolo miembro del Departamento de Salud Imperial. De esa manera tuvo acceso por vez primera en su vida a un laboratorio bien dotado en donde contó como asistentes, a Loeffler, Gaffky y otros investigadores bien preparados. Se iniciaba así una etapa de grandes descubrimientos científicos que elevaría a Robert Koch a la cima de la investigación en Alemania. Quedaba atrás su sacrificado trabajo de lobo solitario de la investigación biomédica. Ahora contaba con recursos suficientes y una pléyade de colaboradores que harían más fácil y productiva su labor.