Imagínate que trabajas durante casi veinte años en una empresa que se pasa los derechos del trabajador por las costuras de los vaqueros. Imagínate que durante esos veinte años tú acudes a ella religiosamente, ni una baja, ni una queja, ni una denuncia por esa ilegalidad que hay en tu contrato en el que pone que trabajas cuarenta horas -ocho horas cinco días a la semana- pero in alia manu le regalas ocho más a la empresa porque también trabajas los sábados. Imagínate que un día quieres comprarte un coche y lo financias porque, claro, con el mísero sueldo que te pagan no puedes pagarlo al tuntún…

Supongo que si eres español no te está costando echarle imaginación al asunto; es más, puede que hasta te sientas identificado. Seguimos: imagínate que a los veinte años te echan de la empresa, así, tal cual, pero encima lo hacen con unas artimañas tan rastreras que no te dan la indemnización que te mereces sino una limosna con la que apenas alcanzas a tapar algunos agujeros. Bueno, te queda el paro, vamos a no entrar en pánico -aún.

Pero pasa el tiempo, casi dos años, concretamente, y no encuentras empleo porque la cosa está como está, no porque tú no hayas puesto constancia. Al año y medio lo poco que cobras de prestación se reduce bastante. Si antes cobrabas ochocientos euros ahora cobras quinientos ochenta y, con esa limosna, no puedes afrontar todos los gastos. Gastos básicos, no hablamos de caprichos. Y tienes que dejar de pagar algunas cosas y eso te trae problemas: te denuncia la financiera, entras en el RAI (Registro de Aceptaciones Impagadas) en el de morosos y en no sé cuántos más.

Y a esos, a los que les debes, te llevan a juicio. Ganan. Y te embargan el tributo, o sea, parte de él porque no es legal embargarte más del cincuenta por ciento de lo que cobras. Tú te hundes, sufres, haces números pero por más que lo intentas no te salen y asumes tu derrota: eres pobre y hay que joderse. Imagínate que te viene el primer embargo: trescientos cincuenta y dos euros. Repito, trescientos cincuenta y dos euros de los quinientos ochenta que empezaste a percibir con la reducción porque estás próximo a que se te acabe el beneficio del paro.

No hay que ser un gran matemático para saber que la mitad de quinientos ochenta son doscientos noventa y a ti te han quitado más de la mitad. Te han dejado sin un maldito duro para sobrevivir un mes, pagando agua, luz, comida… Venga vale, vamos a prescindir de la comida. Pues te quedan doscientos veintiocho euros para gastos obligatorios. Alguien te recomienda que solicites un abogado de oficio. Él te escucha pero te da pocas opciones. Sí, te dice que lo que han hecho no es legal y que va a solicitar un papel en el juzgado y otro en la Seguridad Social para demostrar tu precaria situación económica y que reduzcan la cantidad del embargo.

Mientras esperas que eso suceda pasan dos meses. Presa de la desesperación vas a tu banco y das la orden de que no acepten ese recibo pero te dicen que sin el papel compulsado por el juzgado -ese por el que llevas dos meses esperando- no pueden negarse a pagar la requisa. Dos meses sin apenas nada que llevarte a la boca.

Imagínate que ahora te digo que dejes de imaginar. Que esto ocurre, que le está ocurriendo a gente cercana a mí. Gente que está pasando de la clase media baja a la mendicidad. Gente a la que el Estado exprime y les quitan hasta el último céntimo mientras ellos se regodean de nuestra precariedad entre billetes de quinientos euros. Gente que se da cuenta de que no tiene respaldo de la justicia y que mientras las cosas de palacio van despacio se mueren de hambre. Gente que está siendo víctima de las ilegalidades de un sistema porque no pueden retenerles más de la mitad de lo que cobran hayan dejado de pagar lo que sea.

No me gusta mi país, es más, lo considero un país de mierda en grado superlativo. «Esto también pasa en otros países», me dicen. Pues también son países de mierda. Me avergüenza el Gobierno de España y los Gobiernos opositores. Me entristece ver cada vez a más gente en la calle, a más gente sin recursos ni salidas.

Y me encorajina que siempre tengamos que perder nosotros, que siempre seamos nosotros lo que tenemos que «devolver» lo que nos prestan aunque eso nos mate de hambre.