Aunque hay algunos primeros cambios, el patriarcado sigue siendo una cruel realidad en todo el planeta. Las religiones bendicen las diferencias de género, siempre a favor de los varones. Todas las religiones son machistas.

Así, Confucio pudo decir: «La mujer es lo más corruptor y lo más corruptible que hay en el mundo». Y Siddhartha Gautama, fundador del budismo, expresó: «La mujer es mala. Cada vez que se le presente la ocasión, toda mujer pecará».

No sorprende que la Biblia católica, Eclesiastés 22:3, diga: «Si es vergüenza tener un hijo maleducado, mayor vergüenza es tener una hija desobediente». O que el Génesis enseñe a la mujer que

«parirás tus hijos con dolor. Tu deseo será el de tu marido y él tendrá autoridad sobre ti».

Podría pensarse, desde el eurocentrismo dominante, que son religiones «primitivas» las que consagran la dominación masculina, que eso no sucede en sociedades «evolucionadas». Así, los «atrasados» musulmanes establecen el patriarcado en el verso 38 del capítulo Las mujeres, del Corán:

«Los hombres son superiores a las mujeres, a causa de las cualidades por medio de las cuales Alá ha elevado a éstos por encima de aquéllas».

Incluso podría decirse que si la religión católica consagró el machismo, eso fue en tiempos muy lejanos, hace más de 1.500 años. Por ejemplo, cuando San Agustín dice que: «Vosotras, las mujeres, sois la puerta del Diablo: sois las transgresoras del árbol prohibido: sois las primeras transgresoras de la ley divina». O cuando Santo Tomás de Aquino, ocho siglos atrás, expresa:

«Yo no veo la utilidad que puede tener la mujer para el hombre, con excepción de la función de parir a los hijos».

Las religiones ven en la sexualidad un «pecado», un tema problemático. Sin dudas, ese es un campo difícil, pero no porque lleve a la perdición (¿qué será eso?) sino porque es la patencia más absoluta de los límites de lo humano: la sexualidad fuerza, desde su misma condición anatómica, a optar por una de dos posibilidades: «macho» o «hembra». La constatación de esa diferencia real no es cualquier cosa: a partir de ella se construyen nuestros mundos culturales, simbólicos, de masculino y femenino, yendo más allá de la anatómica realidad de macho y hembra. Esa construcción es la más problemática de las construcciones humanas, y siempre lista para el desliz, para el 'problema', para el síntoma (dicho de otra manera, para el goce, que es inconsciente). Por todo ello la sexualidad es siempre, irremediablemente, el Talón de Aquiles de la humanidad.

A partir de esa construcción simbólica se «construyó» masculinamente la debilidad femenina. Así, la mujer es incitación al pecado, a la decadencia. Su sexualidad es una invitación a la perdición. «La puerta de entrada del Diablo», según los doctos padres eclesiásticos.

Toda esta misoginia podría entenderse como producto de la oscuridad de los tiempos, del atraso que imperó siglos atrás en Occidente, o que impera aún en muchas sociedades contemporáneas que tienen todavía que madurar (y que aún lapidan en forma pública a las mujeres adúlteras, o les obligan a cubrir su rostro ante otros varones que no sean de su círculo íntimo). Pero es para caerse de espaldas saber que hoy, entrado ya el siglo XXI, la Iglesia Católica sigue preparando a las parejas que se casarán con manuales donde puede leerse:

«La profesión de la mujer seguirá siendo sus labores, su casa, y debería estar presente en los mil y un detalles de la vida de cada día. Le queda un campo inmenso para llegar a perfeccionarse para ser esposa. El sufrimiento y ellas son buenos amigos. En el amor desea ser conquistada; para ella amar es darse por completo y entregarse a alguien que la ha elegido. Hasta tal punto experimenta la necesidad de pertenecer a alguien que siente la tentación de recurrir a la comedia de las lágrimas o a ceder con toda facilidad a los requerimientos del hombre. La mujer es egoísta y quiere ser la única en amar al hombre y ser amada por él. Durante toda su vida tendrá que cuidarse y aparecer bella ante su esposo, de lo contrario, no se hará desear por su marido»,

tal como puede consultarse en 20 minutos Madrid del 15/11/2004, año V., número 1.132, página 8.

El actual papa Francisco tiene como uno de sus objetivos darles un lugar mucho más protagónico a las mujeres en la práctica de la religión católica desde la institución vaticana. ¿Futuras sacerdotisas? Quizá. ¿Por qué no? Es hora que la Iglesia y las religiones se modernicen en muchos aspectos, que formulen una genuina autocrítica, que evolucionen. ¿Quién dijo que el pecado es femenino? ¿Por qué varones misóginos deberían decidir el destino del cuerpo y la vida de las mujeres? Estamos llamados a formular una revisión crítica de todo esto.