El hospital psiquiátrico El Pampero, en Barquisimeto, Venezuela, estaba hace ya dos años y medio — según nos dice el The New York Times en una crónica de 2016 — sin medicinas. El agua la cortarán pronto y tampoco hay comida. Los pacientes han perdido mucho peso y las enfermeras hacen fajas de los guantes quirúrgicos para evitar que se les caigan los pantalones; el gobierno no suple lo que requieren y el personal tiene que vivir de la caridad. No hay ni champú, ni pasta dental, ni papel higiénico. Los pacientes, en su mayoría, no tienen ni ropa ni zapatos. Duermen en los camarotes con los perros, los gatos y los roedores. En vista de que los animales domésticos no están desparasitados, ni vacunados, las infecciones son frecuentes. El taller de manualidades está por cerrarse porque los pacientes, sin su medicina, no pueden ya hacer tareas complejas. Sin embargo, lo más peligroso es que los calmantes y las drogas antipsicóticas están por esfumarse. Por esta razón, los pacientes, que hasta hace poco funcionaban con normalidad, ya no lo hacen. Se puede ver en los pasillos a las mujeres acurrucadas, alucinando y meciéndose sin parar. Los médicos tienen que decidir a quién le darán las últimas pastillas. «¿Quién es el más peligroso?», es el criterio.

Los psiquiatras prefieren dar lo último de medicamentos que les queda a los hombres porque estos suelen ser más violentos. Muchos de ellos están por haber matado a sus familiares. Un paciente decapitó a su madre; el otro mató a su padrastro. Sin las drogas, posiblemente vuelvan a hacerlo. Sin embargo, las mujeres pueden ser igual de violentas. Cleófila Carrillo, por ejemplo, llora desconsolada porque, la mañana anterior, su compañera de camarote, la que no había recibido sus medicinas, se le tiró encima y se comió su nariz. A pesar de esto, no hay medicina para operarla. Sin sedantes, la única opción es atar y encerrar a los pacientes. Esto le pasó a la que atacó a Carrillo, la que grita desesperada desde su celda. Cuando las enfermeras le preguntan por qué se comió la nariz de Cleófila, ella responde que no fue ella la que lo hizo: «Fueron las voces en mi cabeza las que me ordenaron hacerlo». Otros pacientes son amarrados, no por ser violentos, sino para evitar que, por sus convulsiones, se hagan daño. Yusmar Torres, quien se quedó sin los antidepresivos, está atada a su cama porque trató de suicidarse con una soga hecha de las sábanas.

El Gobierno de Venezuela niega que los hospitales públicos estén desabastecidos y rechaza las múltiples ofertas de ayuda del exterior. La jefa de enfermería del nosocomio dice: «Dios Mío, ¡apiádate de nosotros!».

A pesar de este desastre, los llamados progresistas de izquierda nos dicen que aunque no apoyan a Maduro, están en contra de la intervención militar de los Estados Unidos. Esto mismo dijeron cuando en Sarajevo, los hombres, las mujeres y los niños eran asesinados en masa. Y si no las mataban, ellas eran violadas delante de sus hijos, para que tuvieran críos serbios. Europa Occidental y Estados Unidos pegaron el grito en el cielo, pero a la larga, ni dieron suficiente ayuda humanitaria y en cuanto a los asesinatos, no hicieron nada.

Dejaron que otro genocidio se diera en Europa, a pesar de toda la perorata de Nunca Jamás. Esto mismo es lo que nos dicen los progresistas. Claman por que se arreglen pacíficamente las cosas mientras los venezolanos se están muriendo de hambre. Si queremos entender la hipocresía de estos llamados izquierdistas de pacotilla, recurramos a los verdaderos marxistas. Zizek nos dice en su obra Las metástasis del goce que, fuera de todas las excusas que dieron los occidentales para la no intervención en Sarajevo, la verdad era otra. En el inconsciente, había un disfrute obsceno de ver sufrir a los bosnios, como ahora con los venezolanos. Será para muchos difícil digerirlo pero *«la motivación inconsciente (la causa oculta) del fracaso de Occidente de romper el asedio de Sarajevo era el placer: esto es la fascinación horrífica con la imagen de la «pobre víctima balcánica» (léase venezolana). Zizek concluye que nuestro narcisismo nos hace sentir placer cuando las tragedias les pasan a los otros. Si no me creen, vean el fenómeno de los mirones en los accidentes de tránsito.¡Pobre gente, pero que dicha que no me pasó a mí!

Igual que en Sarajevo, la única opción verdaderamente ética en Venezuela es la intervención militar y capturar a los asesinos.