En la tercera planta del Museo de Arte Moderno y Contemporáneo de Ginebra, se expone un contenedor del artista estadounidense ya fallecido Gordon Matta-Clark. La obra se titula Open House (1972) y se trata de una instalación convincente: un depósito de barco que se ha habilitado como casita, con sus espacios delimitados y sus puertas de madera con hojas de pino. Habitaciones de un metro cuadrado para personas reducidas al mínimo espacio y a su mínima expresión: personitas.

Los campamentos de refugiados en Europa se estructuran como una sucesión de containers de barco (high cubes). Módulos prefabricados para vidas que se han de recomponer. Los hay en los improvisados y demenciales campos de Hal Far, en Malta; Kofinou, en Chipre, y en Miral, en Bosnia y Herzegovina, antigua fábrica de tubos de plástico.

La miniciudad de minipersonas de Miral se encuentra en el cantón de Velika Kladuša, en el norte de Bosnia, junto a la aduana con Croacia. Controlada por miembros de la Organización Internacional para las Migraciones (IOM, en sus siglas en inglés), la instalación alberga unos setecientos refugiados reconvertidos en inmigrantes (no será tarea del reportero esclarecer la verdadera dimensión de los conceptos refugio y migración, tentáculos del mismo leviatán).

Uno de esos setecientos sale y entra cada día por la verja que imita una escalofriante empalizada romana de las campañas galas de Julio César. El espacio simula el castillo de Colditz en la Alemania de la Primera Guerra Mundial. Foso, almenas, torres de alta tensión con sus cables y calabrotes salpican los contornos. Placas que son quitamiedos.

La verja se abre y se cierra para el que quiera salir.

La paradoja es que quien no tiene papeles nunca tendrá a dónde ir.

Uno de esos setecientos refugiados se llama Hasan (nombre inventado por temor a represalias). Tunecino (no es tunecino, pero teme que le descubran si hace pública su nacionalidad) entrado en la treintena, de inocente curiosidad fisgona, cariacontecido, con esa barba de días que los ingleses bautizarán como whiskers y constreñido por las normas internas de Miral.

Dice: «El problema es Croacia». Lo repite sin cansarse. Lleva ocho meses en Bosnia, adonde ha llegado después de tirar los dados en el juego de la oca: Túnez-Turquía (en avión)-Grecia-Albania-Kosovo-Serbia-Bosnia. Ha saltado quince veces a territorio croata y ha sido sacudido por los guardas más de quince veces, pero lo explica con tanta pachorra que se nota que nunca consiguieron apagarle el brillo de yoduro de plata de los ojos. Cada día, en el campamento de Miral, come arroz, sardinas y patatas (según las autoridades de IOM, las dietas que ofrecen preservan el «equilibrio nutricional».)

Hasan tiene amigos en Francia, y allí le gustaría conducir camiones, su profesión. Hasan se planta cada mañana y cada tarde delante del bingo de la población más cercana, al pie de la carretera general M4-2.

—¿Por qué estás aquí si no tienes dinero para jugar al bingo?
—Porque espero que los afortunados a los que les ha tocado un cartón me echen alguna moneda.

La pregunta y la respuesta se han formulado en un inglés más que aceptable, teniendo en cuenta que Hasan proviene de una familia humilde y que este reportero está pendiente de presentarse al examen B2 del First Certificate.

Hasan dibujará el mapa de Miral en la libreta Tiger imitación Moleskine.

Los compartimentos principales serán los siguientes: duchas, hangar, enfermería, patio, muro, centro de administración y recepción.

Él tomará las fotos que luego subirá a Facebook con nombre falso.

Normalmente, este reportero sigue los mismo pasos para cubrir lo que acontece en los campos de refugiados, los no lugares si nos remitimos a los parámetros del antropólogo francés Marc Augé («Los no lugares son tanto las instalaciones necesarias para la circulación acelerada de personas y bienes […] como los medios de transporte mismos o los grandes centros comerciales»). Los pasos obedecen un proceso ya estudiado por el periodista Ryszard Kapuściński, que lo puso en práctica en África: se llega al lugar y se estudian los accesos; en los alrededores, se establece contacto con quienes moran en cajas de hierro, los cubos futuristas de Léger; se toma nota de los horarios de los centinelas, sus cambios de guardia; en el momento de más calor, cuando el sol pega, cuando cae en picado y duele, se organiza una incursión por la parte trasera del campo, solo frecuentada por niños más listos que el hambre; los refugiados esperan, nunca darán la voz de alarma.

Pero en Miral las cosas se tuercen. Parece que son más altas las torres de vigía, dentro de la factoría de galvanizados; parece que son más punzantes los pinchos de las concertinas; parece que son más fornidos los matones de la entrada, tipos corpulentos, porteros de discoteca vestidos de negro.

El visitante encontrará un muro de aglomerado que rodea un área de unas dos hectáreas. Miral Camp es un rectángulo vigilado por seguratas habituados a dar tortazos. Los muros de Miral Camp están hechos de materia gris.

La IOM prohíbe el acceso: IOM cannot grant you access to TRC [temporary reception centre] Miral.

En su lenguaje eufemístico, Miral queda reducido a un «centro de recepción temporal».

Los contenedores

Sobre el cemento, pulgosos perros moribundos se rascan con las patas traseras, inmóviles bajo la sombra de una acacia anémica.

Miral se extiende como una mancha de aceite.

Pasado el riachuelo Kladusnika, con sus aguas terrosas y apestosas, y frente a la gasolinera Auto Wal (benzinska pumpa), con sus fluidos pegajosos, Miral es el campo en el que los refugiados desesperan. Entre Bosnia y Croacia, en el pueblo de Polje, perteneciente a la pedanía de Velika Kladuša, un campamento que es un depósito de personas venidas de los países del extramundo: Siria, Irak, Afganistán...

Así que detrás de los surtidores diésel de una gasolinera, un cuadrado de unas dos hectáreas delimitado en torno a la fábrica Miral PVC («El ambiente confortable determina la calidad de vida»), junto a una mezquita de color verde turquesa y un riachuelo, en cuya orilla los refugiados se arremolinan para lamentar su mala suerte.

Fuera, los avisos de la estación de servicio van dirigidos a los «indeseables»: «No te quedes mucho rato en el mostrador».

Dentro, se apiñan los refugiados en el hangar, una nave de dos plantas que acoge literas numeradas. Hace unos meses, la segunda planta ardió y las minipersonas, negras como berenjenas, se salvaron tirándose por las ventanas rotas. Así, el hangar se asemeja una composición de los pintores Theo van Doesburg (Contracomposición con disonancias XVI), Georges Vantongerloo (XY = K Green and Red) y Piet Mondrian (Composición en rojo, amarillo, azul y negro). Todos los colores se reducirán al blanco y al negro, contrapuestos.

Las duchas y los lavabos carecen de la mínima limpieza. De tanto en tanto, el agua se embota y las heces flotan sin que nadie se haga responsable del mantenimiento.

Las duchas y los lavabos caben en uno de los cuarenta contenedores de obra que pertenecen a la empresa bosnia Alfe-mi (Mobile. Space. Solution).

El recorrido de Hasan

Armado con un iPhone prestado, Hasan saltará de habitáculo en habitáculo, especie de Doctor Strange que vela por los débiles.

Por el camino se encontrará con otros como él. Las descripciones se verán enriquecidas por los datos que aporten los refugiados, hastiados, cansados, ballenas varadas en las costas de arena blanca.

Las leyendas se acumulan: la historia de Ahmed (Islamabad, Pakistán, 1992, pero que parece que tenga diez años más), que ha intentado veinte veces saltar la valla para llegar a Croacia y que ha sido devuelto a Bosnia veinte veces.

La historia de Bashir (Islamabad, Pakistán, 1994, pero que parece que tenga diez años más), a quien un granjero le ha regalado una botella de leche y que lleva dos meses encallado en la frontera de Bosnia con Croacia, que su odisea incluye media docena de países y que el sueño empezó hace dos años: salió de Pakistán y atravesó Irán y atravesó Turquía y atravesó Grecia y atravesó Macedonia y atravesó Serbia y llegó a Bosnia y que quiere saltar a Croacia, de nuevo, aunque las tres veces en las que lo ha probado los policías le han deportado.

La historia de Ahmad (Islamabad, 1988, pero que parece que tenga diez años más), el tío de Bashir y que persigue los mismos sueños: futuro mejor, trabajo estable, seguridad, y con la carne de la planta del pie muerta, y que le gustaría alcanzar Zaragoza, no Berlín: «En España tengo conocidos con negocio»; la historia de Rehman (Islamabad, 1985, pero que parece que tenga diez años más), primo segundo de Bashir, introspectivo, iletrado, amilanado.

La historia de Jawad (Meknes, Marruecos, 1983, pero que parece que tenga diez años más), que estuvo trabajando en Holanda, sin papeles, le cogieron un día y le devolvieron y, entonces, decidió seguir otra ruta: voló a Turquía y, a partir de ahí, cruzó los países consabidos: Grecia, Macedonia, Serbia, Bosnia…, y que para dirigirse a cualquier persona utiliza este giro: «hermano», y que carga con el saco de dormir, la mochila y una bolsa de manzanas, que quiere cruzar a Croacia por una zona fronteriza menos vigilada, en la que no haya cámaras térmicas con sensores que le localicen a la primera, y que, bajo una tormenta shakespeariana, camina, paso a paso, y durante unos minutos se cobija bajo un soportal en el que ha aparcado una retroexcavadora (vulkanizer).

La historia de Ibrahim (Hama, Siria, 1983, pero que parece que tenga diez años más), el mayor de un grupo de héroes que quiere pasar la frontera esta noche, que se expresa con dificultades, pero que cuando menciona la guerra no ha lugar a dudas: eleva el brazo derecho, abre la mano como si fuera a coger una pelota de béisbol, la deja caer con fuerza: eso es una bomba del presidente sirio Bashar al-Assad: «¡booom!».

La historia de Akram (Sann, Yemen, 1993, pero que parece que tenga diez años más), que, enamorado de España, se interesa por los índices de paro, que quiere trabajar y no sabe cómo dar el paso, «¿me podéis ayudar?», implorará, que comprende que meter a un refugiado en el coche equivale a ser denunciado por tráfico de personas, que lleva seis meses en Bosnia, que su aventura incluye una docena de países, incluidos Albania y Montenegro, que asume que si vuelve a Yemen le rebanarán el pescuezo, que se lleva los dedos al cuello para hacerlo aún más gráfico, que ha probado cruzar a Croacia, que la policía le pilló y le atizó con la porra, que enseña los brazos, llenos de moratones, que le robaron el teléfono móvil, inquirirá, y que añade, con el martilleo de una voz estridente: «no food, no sleep», que querrá realizar un nuevo intento, querrá estrellarse contra las puertas de la Unión Europea, y que hoy dormirá en el cementerio más cercano a las alambradas.

La historia de Aqueel (Guyarat, Pakistán, 1994, pero que parece que tenga diez años más), que carga contra los agentes de aduanas que se pasan de la raya, «te cogen el teléfono y te lo destrozan o bien se lo quedan», que dirá en un perfecto inglés, que le gustaría ir a Roma, que primero tiene que conseguir que no le deporten, que pierde el tiempo en la poza de basura del Kladusnika, que le acompaña su hermano Asim (1996) y un paisano, Shakeel (1979), que ve pasar las aguas del río, infestadas de mosquitos.

Y la historia de Assad (Jenin, Palestina, 1996, pero que parece que tenga diez años más), que cuenta los días que permanece varado en Bosnia: 395 días, que no le gusta el fútbol y que no entiende a los forofos que se despreocupan de quienes le rodean, que querría pisar el otro lado, construirse un futuro y llamar a su madre desde algún país de Occidente, desde ese otro lado.

En el exterior de Miral, un retén de policías.

Los agentes echan la siesta recostados en los asientos del vehículo o bien se pasean para pasar el rato.

No hacen declaraciones.

Críticas de organismos

Las activistas por los derechos humanos de la Heinrich Böll Foundation, Gorana Mlinarević y Nidžara Ahmetašević han publicado el informe titulado: People on the move in Bosnia and Herzegovina: stuck in the corridors to the UE, dosier con los problemas para acceder al asilo y con la situación de los diferentes campos de refugiados en Bosnia. En la página 29, los precedentes de Miral: «Hubo muchos días en los que nadie vino a traer comida al campamento, solo venían voluntarios o ciudadanos de Kladuša».

Gorana aún es más explícita: «Durante todo el invierno las condiciones allí fueron terribles, con los guardias de seguridad utilizando la fuerza contra la gente. Se filtró un vídeo de palizas, pero nadie se ha hecho responsable».

La directora de la Youth International Human Rights, Alma Masic, lo resume de esta manera: «Hay una gran crisis con los refugiados en Bosnia y Herzegovina. Muchos de ellos han sido devueltos de Croacia y otros nuevos refugiados van llegando desde Serbia».

Ni el Gobierno de Croacia ni el de Bosnia desean responder a este reportero.

En Miral se hacinan unas setecientas personas reconvertidas en corn chips, seres salpimentados con la irregularidad de un sistema ideado para encajonarlos.

Los refugiados, en Bosnia, se han transmutado en personitas, minipersonas de plástico, huéspedes de una fábrica de poliuretano, largas berenjenas negras y finas líneas de Mondrian.

Encallados, los refugiados, delgados como palos, podrían acabar generando rechazo, a tenor de algunas caras de parroquianos que expresan su disgusto con una mirada de desprecio, un mohín de indiferencia, un gesto de repulsa.

En el siglo I d. C., el romano Cornelio Tácito escribió en sus Historias la decadencia de una sociedad opulenta. Siempre hay cabezas de turco que pagan los platos rotos:

«Ensartadas en picas, las cabezas fueron paseadas entre las enseñas de las cohortes, junto al águila de una legión, mientras competían por mostrar sus manos ensangrentadas los ejecutores, los participantes, los que con motivo o sin él se ufanaban de la fechoría como de algo hermoso y memorable».

Cada día, fuera del campo, Hasan se acerca al bingo junto al centro comercial Midz Hit, con un cartel en la puerta corrediza en el que pone, con signos de exclamación:

Forbidden entry to migrants!