¿De quién es la culpa de que sintamos que el mundo es cada vez más violento? ¿La tiene la tele? ¿La velocidad para producir información capaz de viajar por todo el mundo en segundos? ¿Del rock, como afirmaba un informe de la UNESCO en los 90?

Ser violento deja una huella que es muy difícil de borrar, según el psicólogo Richard Wiseman, de la Universidad de Hertfordshire. Por ejemplo, los comentarios negativos permanecen retenidos en el cerebro mucho más tiempo que aquellos que son agradables o positivos. Pero ¿en qué medida somos conscientes de estar frente a un estímulo violento? En el ámbito científico aún no existe un acuerdo sobre qué significa la consciencia. Marvin Minsky, uno de los investigadores que se dedica al estudio de la inteligencia artificial, considera que el proceso de pensamiento «no está localizado, sino disperso, con diferentes puntos compitiendo» entre ellos en un momento dado. Así, para el físico teórico y catedrático de la Universidad de Nueva York Michio Kaku, la consciencia sería como «una secuencia de imágenes y de pensamientos que salen de esos» puntos repartidos que intentan llamar nuestra atención.

Los animales poseen consciencia, aunque a un nivel inferior que los humanos, que se caracterizan por la distinción de la sintaxis de la semántica, lo que permite que las personas puedan responder a preguntas que realmente entienden. Esta es la distinción que nos interesa de Michio Kaku para aplicarla al contexto de la violencia. En el capítulo de su libro dedicado a los robots, el autor se pregunta si las máquinas pueden ser conscientes (por el presidente Mariano Rajoy ya sabemos que de lo que no son capaces las máquinas es de crear nuevas máquinas), e incluso si podrían llegar a convertirse en un peligro para las personas si pudieran tener plena autonomía de pensamiento.

De momento, la arquitectura de pensamiento y procesamiento de la información de las máquinas es diferente a la de las personas, porque, a pesar de que pueden estar programadas para realizar una determinada tarea y son redes neurales con capacidad de aprendizaje e incluso pueden superarnos en razonamiento, no son autoconscientes. Los robots pueden dominar la sintaxis de cualquier lenguaje (es decir, pueden manipular los caracteres que lo componen, descubrir su estructura formal, como hacer cálculos, entre otras cosas, con mayor precisión que cualquier especialista; o incluso ganarle una partida a los mejores jugadores de ajedrez del mundo, por citar algunos ejemplos) pero no la semántica de ese mismo lenguaje (no conocen su significado) y por supuesto, no están dotados de sentido común. Por tanto, no pueden decidir porque carecen de emociones, al menos, de momento, y no pueden reconocer la pauta para resolver cualquier problema.

Ante una situación de violencia, ya sea real o ficticia, las personas somos conscientes. Cuando vemos noticias relacionadas con la violencia, creemos que esas conductas no tienen nada que ver con nosotros, como si la pantalla fuera una barrera que nos protege como espectadores de las imágenes. Sin embargo, los científicos han demostrado con experimentos que, en determinados contextos, casi todas las personas podemos ser inducidas a actuar con violencia. Casi todo depende del entorno más que del estímulo que nos rodee, entre el que se encuentran nuestras creencias, como explica la antropóloga Mercedes Fernández-Martorell sobre el caso de los hombres que maltratan a sus mujeres.

¿Hay algo más allá de la violencia representada y de la saturación informativa con hechos luctuosos? Parece que sí. El escenario de la violencia, señala para llegar a estas conclusiones Giovanni De Luna, el siglo pasado arrasó las vidas de 44 de cada mil habitantes del planeta; solo entre 1990 y 1993 se produjeron 54 guerras que se cobraron 185 millones de víctimas, de las cuales el 80% eran civiles. Ningún otro siglo ha sido tan sangriento como el XX, con un porcentaje de muertos que es quince veces superior al de las guerras religiosas del siglo XV (3 por cada 1.000) y que quintuplica las del siglo de la reordenación de los países de Europa y sus dominios (en la guerra de los Treinta Años del siglo XVII murieron 11,2 de cada mil personas). Es el siglo de la violencia de masas, al mismo tiempo que es el de la producción (medios de comunicación, participación política…) dirigida a las masas. En la misma línea publicó un enorme trabajo Steven Pinker, cuyas tesis son: a) que el cine y la televisión contribuyen a normalizar la violencia y b) que hoy la violencia institucionalizada es algo residual en la mayoría de países civilizados del mundo, por lo que la disminución de la violencia contra el ser humano es un dato comprobable.

El entorno, pues, favorece un tipo de cambio psicológico en las personas que puede inducir a actuar con violencia, como se ha demostrado con experimentos como el de la cárcel de Stanford, realizado en 1971, en el que a estudiantes con un nivel óptimo de salud mental se les asignaron unas tareas que corresponden a las de un penal: carcelero y recluso. El cerebro es plástico, y las actitudes también. Lo que se demostró con esta prueba es que quienes tenían el poder, los guardias, manifestaron actitudes violentas, sufrieron el llamado efecto Lucifer; los reclusos mostraron signos de estrés. Esto desmitifica la pobreza, como se suele citar, como una de las causas que provoca la violencia. En la mayoría de los casos la pobreza no es el germen, sino solo el contexto.

Ahora sabemos que los circuitos electroquímicos que configuran nuestra mente no son inmutables, el entorno moldea continuamente el entramado de neuronas.