“Fuera de los escépticos griegos y de los emperadores romanos de la decadencia, todos los espíritus parecen sometidos a una vocación municipal. Solo aquellos se han emancipado, los unos por la duda, los otros por la demencia, de la obsesión insípida de ser útiles”.
E. M. Cioran

El punto de partida de Esbozos pirrónicos, el texto de Sexto Empírico dedicado a Pirrón y, por lo tanto, a relanzar las enseñanzas de lo que se conoció como escepticismo, es contundente… contundentemente escéptico:

Para los que investigan un asunto es natural acogerse o a una solución o al rechazo de cualquier solución y al consiguiente acuerdo sobre su inaprehensibilidad o a una continuación de la investigación.

Así, entre los dogmáticos (los primeros) ubica a los seguidores de Epicuro, Aristóteles e incluye a los estoicos; mientras que entre los académicos (los segundos) coloca a los seguidores de Clitómaco y Carnéades, entre otros. Mientras tanto, los escépticos investigan. Según este sencillo mapa, el escéptico no pertenece a una de las dos corrientes que pujan por imponerse –los que ven una verdad en el horizonte y los que a toda costa reniegan de esa posibilidad–, sino que surge silencioso como una suerte de subdivisión molesta. En principio, el latino no se refiere a los escépticos del mismo modo, ya que para el caso de “los que investigan” Sexto Empírico no habla de “seguidores”, como sucede con los dogmáticos y los académicos. Como si hubiera algo en la constitución misma de la mirada escéptica que riñera con la posibilidad de admitir seguidores. Por otra parte, el escéptico, ante la tendencia dicotómica por excelencia de la filosofía entre la búsqueda de la verdad y la imposibilidad de la verdad, llama a investigar. Pero no lo hace desde una institución, ni desde un discurso confiado en los beneficios que la investigación traería a la humanidad. No lo hace reemplazando esos valores a priori que rechaza por la investigación como nuevo y superior valor. Más bien responde con cierto desdén o, mejor, indiferencia histérica: “Qué se yo”.

Investigar es una actitud vital antes que un principio rector. Es una posición en filosofía orientada por una forma de disponer el cuerpo en la vida. Pero no es una posición inocua ni una actitud huidiza, es una fuerza que interpela. Así como el escéptico reclama la duda ante cualquier certeza y coloca por delante la comprobación empírica de lo que se sostiene y, fundamentalmente, la comprobación de la conveniencia, a su vez cuestionados como posibles valores absolutos, infunde el mismo tamiz para cuestionar a dogmáticos y académicos. Si para el escéptico se trata de la investigación como única y provisoria respuesta a la pregunta por la verdad que fuera, desde esa perspectiva el dogmático y el académico quedan al desnudo, ya que sus verdades y anti-verdades no serían otra cosa que investigaciones que por algún motivo dejaron de serlo y, fijadas por la institución o la costumbre –aunque la institución es una costumbre y la costumbre una institución– se esconden en el brillo de un bronce. La verdad o su rechazo absoluto (finalmente, verdad del rechazo), al renunciar a la provisoriedad de la investigación, ingresarían en el plano de una imposición enmascarada, un territorio que solo reconoce vencedores y vencidos, un tipo de distribución según el cual no pueden vencer todos y el derrotado adquiere la importancia del ejemplo. De ahí las escuelas y de ahí los enfrentamientos.

Pero una filosofía ligada a estilos de vida, un pensamiento hecho de formas singulares de interrogación, ¿resistiría la prueba mimética del seguidor?, ¿convalidaría el enfrentamiento como método o como forma legítima de resolución de problemas? Más bien, parece que las condiciones de pensamiento y de vida colectiva que emergen de la soledad escéptica fundan un amor a la discusión y a la singularidad de las formas de vivir difíciles de reunir en un inventario de preceptos, aunque sugerentes para pensar en una tradición de inventores e ideas provisorias. Tradición esta que incorpora la traición en su movimiento, más allá de todo resentimiento, ya que se trata de afirmarse investigando sin importar los costos. Acaso los nombres que Diógenes Laercio cita para engordar las filas escépticas –todos habitantes de los siglos III y II a.C.– no son más que una constelación aparentemente dispersa y secretamente ligada por una intimidad sin disciplina ni voluntad aglutinadora.

Pirrón nació en el Peloponeso (siglo IV a. C.) y vivió aproximadamente unos 90 años. Participó en la expedición de Alejandro Magno a Oriente, donde se encontró con la filosofía de los sabios hindúes, austeros y contemplativos. Un temple que lo afectó y podría conjeturarse que incluso influenció su forma de percibir y razonar. Sus enseñanzas y polémicas pasaron del registro oral en que las mantenía a la escritura mediante las anotaciones de Timón, su discípulo. En la introducción a los Esbozos pirrónicos de Sexto Empírico, Antonio Gallego Cao y Teresa Muñoz Diego intentan resumir el espíritu de la transmisión de Timón:

“Ninguna cosa es más: ni más cierta ni más falsa que otras; ni mejor ni peor. Con esa disposición de ánimo es cómo podemos llegar a no pronunciarnos sobre nada y conseguir la ataraxia o serenidad de espíritu”.

Se trata, según Sexto Empírico, de la antinomia como una operación tendiente a la “suspensión del juicio”, ya que éste (el juicio) necesitaría para imponerse una posición definitiva, un caso cerrado del pensamiento. ¿Y quién o qué podría ser el soporte de semejante pretensión? Hoy diríamos, con el diario del lunes de las desventuras del individuo moderno, que el juicio –de tanto en tanto confundido con la opinión– supone un peso subjetivo difícil de conciliar con cualquier proceso de serenidad de espíritu. Pero el mundo antiguo no conoce sujetos en el sentido moderno –neuróticos–, sino cuerpos que se vinculan con posibilidades reflexivas, unas veces especulativas otras intempestivas, que circulan en las calles orales del espacio común. De modo que el escéptico no es un renegado permanente, un simple gruñón con algunos recursos retóricos, es, a lo sumo, un lúcido aguafiestas; aquel que no solo dice nunca haberse corrido de la búsqueda de la verdad, sino que, en algún punto, construye una posición enunciativa escurridiza a cualquier forma de autoridad, incluso a convertirse a sí misma en autoridad, ya que su ignorancia es su mayor vitalidad. ¿Es esa ignorancia irreductible la verdad de su búsqueda?

A esta altura, es necesario despejar el “no saber” de Sócrates, ya que como escribe Lucrecio en su poema, citado por Montaigne: “Quien cree que nada sabe, no sabe si sabe bastante para saber que no sabe nada. (Lucrecio, IV, 470)”[1]. A la astucia del idealismo socrático, responde un materialismo fundado en la inquietud vuelta capacidad de inquirir. Y es el poema el lugar desde el cual se ponen a prueba los puntos de vista teñidos de vanidad, sea por su saber, como por su no saber[2]. Por eso, para Montaigne los pirronianos, los primeros escépticos, son la expresión de una ética que consiste en mantenerse, contra toda tentación de certeza y contra toda ansiedad, pero también amén de las miradas despectivas de los otros, en el punto de irreductibilidad entre un enunciado y una verdad fija y trascendente. “Porque eso de establecer la medida de nuestra potencia, de conocer y juzgar de la dificultad de las cosas, es una grande y consumada ciencia, de la cual dudan que el hombre sea capaz”[3]. Pero esa capacidad de no aseverar nada que se observa en los escépticos no es una muestra de ingenuidad, de ninguna manera se puede decir que estos heterodoxos pensantes hayan imaginado partir de una posición abstracta o que una moral muda funcionara como su punto ciego… La materialidad de su punto de vista es el doble ejercicio de sustracción ante las aseveraciones trascendentes, por un lado, e interrogación –que es, al mismo tiempo, autointerrogación– como puesta en acto de una serena convivencia con la incertidumbre.

Para Max Stirner, filósofo de un solo libro (El único y su propiedad), tal vez el escéptico más radical del siglo XIX, los antiguos tenían pensamientos, pero no contaban con el pensamiento como esfera separada. En particular, concede a los escépticos la tarea de un descorazonamiento necesario para apartarse de las contiendas entre escuelas de verdades últimas, cuya última verdad no es otra, paradójicamente, que una determinada y particular conmoción, es decir, nada de certero, sino una forma del azar tomando al cuerpo. En ese sentido, el escepticismo que lee al pasar Stirner no niega el mundo, sino que se forja cierta indiferencia existencial que le permite el mayor distanciamiento posible de los juicios pagados de sí mismos. Sin embargo, el efecto de tal distanciamiento y suspensión del juicio no es la disolución del pensamiento o la parálisis ética; es, más bien, el silencio como “aislamiento interior”, es decir, la imperturbabilidad misma. Aprender las variaciones de un mundo sin verdad requiere un esfuerzo mayor que coloca a los escépticos como posibles antecesores de Stirner: construirse un punto de enunciación más allá de la posibilidad misma de cualquier dogma. Stirner vació al Hombre de verdad y conocimientos grandilocuentes, lo dejó sin causa última. Por eso podemos arriesgar que tanto su conocimiento como el de los escépticos antiguos es indisociable de una ética, en tanto depende de la capacidad de inventarse lugares desde donde interrogar y practicar una ataraxia nunca garantizada.

Referencias

[1] Montaigne, "Apología de Raimundo Sabunde" en Ensayos; traducción de Ezequiel Martínez Estrada, ed. Jackson, 1966, México.
[2] En "Apología…" Montaigne reanuda su provocación: “Por cierto, la filosofía no es más que una poesía sofisticada.” (p. 204)
[3] Ibid. 1 (p. 202)