El mes pasado en mi ciudad de Rosario se hizo el festival anual de colectividades, un ejercicio gastronómico que busca poner el foco en las distintas nacionalidades que residen en la ciudad y sus respectivas culturas culinarias. Ante una situación de crisis económica y social, cabe destacar que fue un festival muy concurrido y hasta generador de divisas para la municipalidad de la ciudad. Un éxito rotundo.

El olor a carne asándose de varias maneras permea el parque nacional a la bandera, tanto en parrillas como clavados en estacas, girando eternamente frente a una llama expuesta. Gazebos vestidos de banderas y gigantografías con comidas autóctonas, el laberinto de comidas étnicas y puestos de tragos exóticos incitaron a explorar el predio.

En busca de una buena historia me encontré con Nicolás, el organizador del puesto de comida de Palestina, país que se encuentra en este momento enfrentado al cañón de la pistola imperial. Eran las 7 de la tarde y procuré hablar con Nico antes de que comiencen las festividades en serio, cambio que sucede alrededor de las 8:30 pm. Dado las circunstancias de este país, yuxtapuesto contradictoriamente con la idea de «festividades», pasamos a un espacio privado que tenían detrás del puesto.

Nicolás, ascendente de palestinos, contó que su familia está en Argentina hace 4 generaciones pero que en el 2010 volvió a la patria de sus antecesores para embeberse de la cultura. Contando esta anécdota tomó la oportunidad de aclarar: «Este conflicto no empezó ayer, nosotros lo vivimos hace 60 años», tal vez poniéndome en mi lugar, como turista geopolítico, simplemente queriendo entrevistarlo por el morbo y por requerimiento académico. No obstante esta declaración, y este pequeño desvío conceptual, volvimos a hablar de las colectividades.

«Acá en las colectividades representamos la lucha de un pueblo, que sus derechos sean respetados y que permitan conformar su estado». Declaración fuerte, especialmente cuando a 50 metros se hallaba el puesto de Israel, adornado por 3 mesas largas con platos vacíos y con fotos de aquellos muertos en el atentado de Hamas en cada silla, un cruce simbólico que a Nicolás no le pasó por alto: «Cada uno representa como quiera», comentó sin querer ahondar más profundamente sobre el tema, claramente afectado por la exposición.

En un intento de volver a hablar sobre las costumbres de Palestina, le pregunté si la comida, la cultura, la danza lo iban a usar este año como espacio de representación del conflicto actual, al cual me respondió con un rotundo no. «Por el genocidio se han suspendido las cuestiones festivas como danza y exposición musical», como forma de protesta o tal vez de sublimación de la angustia. «Nosotros todos los años intentamos representar nuestra cultura, el idioma, las danzas, la historia de inmigración y más que nada la lucha y realidad que atraviesa Palestina… la ocupación es una parte importante de nuestra cultura». Es un reconocimiento que dijo con solemnidad y angustia, una cultura que corre profundamente por sus venas y desde que tiene razón de ser, lo ha conocido a través del conflicto y agresión bélica, las danzas típicas de todos los años siempre están teñidas de lucha, pero se ve que este año no había forma de sublimación, forma de acaparar el dolor con el arte, la gastronomía.

En nuestra conversación entendí que es imposible hacer una conexión entre la comida autóctona y un intento de visibilizar su lucha, porque dicotómicamente, las dos se encuentran entrelazadas y totalmente alejadas, imposible de verse, pero siempre tocados por un suspiro. Para finalizar me dejó con una frase que se sintió tan Argentina como también apropiada para su cultura que en una preferencia editorial propia lo dejaré como último mensaje de esta crónica: «lamentablemente nos toca pasar por esta situación».