"El cerebro no piensa, el cuerpo sí. Benasayag insiste en que el cerebro tiene cuerpo y marcas históricas de especie y de individuo siempre entramado a otros, pero, al parecer, esa condición perdió su rango de evidencia. La ideología tecnocientífica parte de un aspecto real del cerebro como si fuera lo único importante, al punto que las otras dimensiones son negativizadas; el cerebro orgánico es visto como un obstáculo a la maximización del coeficiente intelectual, es decir, el aprovechamiento de su capacidad informacional, el aspecto que permite más fácilmente homologarlo a la máquina (acumular, relacionar y expandir la información). Una de las trampas que intenta desactivar Benasayag es aquella que, llevando adelante la apología del saber bajo la forma de una dimensión informacional ilimitada, obtura la necesaria disposición de un “no saber” ante la complejidad que se vuelve zócalo silencioso de nuestro tiempo. Un “no saber” que no significa apología de la pereza o la ignorancia, sino punto de partida de una disposición investigativa integral.

La capacidad predictiva y de cálculo es inherente a cualquier cerebro animal y aumenta o disminuye cuantitativamente o cualitativamente en función de operaciones necesarias para la supervivencia. Pero, según recuerda Benasayag, desde un punto de vista biológico esa función es tan necesaria como no suficiente, “dado que, para la vida, la función principal del cerebro es la de permitir la comprensión. Es decir, poder dar un sentido a lo que sucede”. La imagen informacional que los discursos apólogos del “cerebro aumentado” alientan define una forma de relación humana con el mundo que prescinde de la aleatoriedad de las afecciones, entre otras cosas, y acomoda lo posible a la relación datos/procesamiento de datos. Así, el paso de la inteligencia humana a la inteligencia artificial es percibido sin solución de continuidad. Hay investigadores, empresas y fundaciones que insisten en reducir las diferencias entre la inteligencia artificial y la biológica, salvo por una ventaja que jugaría en favor de sus robots: se trata de una inteligencia que no necesita de la “comprensión” para ser… inteligente. Es decir, que no necesita calar hondo, que se basta con la decodificación de datos, comportamientos de superficie de los entes, a los que previamente debió considerar y producir como decodificables.

Ahora bien, la construcción epistemológica que Benasayag denuncia no depende solo de las prácticas y discursos neurocientíficos, sino también de cierta racionalidad macroeconómica y de dispositivos de financierización que vuelven sobre el asunto para afirmar que no solo la inteligencia artificial puede prescindir de la instancia de comprensión, sino que la necesidad de reflexión vuelve al cerebro biológico lento y defectuoso. Se trata del tránsito del dispositivo antropológico al dispositivo artefactual. El cambio de paradigma iría de la centralidad del acto del sujeto que comprende a la sacralización de la capacidad predictiva del cerebro y su ampliación tecnológica.

Benasayag apela a una comprensión y revalorización del organismo. Lo propio de los organismos consiste en su capacidad autoorganizativa, en hacerle lugar a una experiencia; lo propio de la temporalidad biológica se da en su condición cíclica e irreversible y en su originalidad fenomenológica. El cerebro nada tiene que ver con las analogías a las que el sentido común lo somete, principalmente la que lo identifica como un compuesto de hardware y software. No se lo puede confundirá con una mera capacidad de procesamiento, ya que es él mismo un componente del proceso en el que se ve involucrado. El cerebro: autorregulado, dinámico, situado, flexible al azar, cíclico, limitado. Nada más lejos de la inteligencia artificial: “Una máquina sin límites atesora información, un cuerpo con límites produce un mundo de sentido”. El pensamiento de ninguna manera se parece a un software, sino que ocurre en una constelación que integra cuerpo, medio, intercambios, tiempo vivido… Por eso, la facilitación digital de la vida no es gratuita, ya que “nos desterritorializa de modos e intensidades diferentes”. Las operaciones facilitadas por un lado tienen como consecuencia modelizaciones cerebrales no formadas por otro. Se trata de la “colonización artefactual” del cerebro y la discapacitación de funciones.

La batalla que libra Benasayag en Francia, que se expandió por Europa y Estados Unidos y que intenta formular para una América Latina aun no convencida, no arrastra un tono tecnofóbico, de ninguna manera reniega de las posibilidades técnicas para la vida contemporánea. Su enemigo es la epistemología reduccionista y totalitaria que acota la potencia vital a la compatibilidad con el credo tecnocientífico para el cual la complejidad de la vida aparece como un obstáculo. Los nuevos pastores de las tecnociencias les hablan a sus fieles en vistosos escenarios, esponsoreados por las grandes multinacionales que ven en su propio futuro el futuro de todos y, cuanto más duros parecen en términos científicos, más místicos y sectarios se vuelven.

“La máquina coloniza el cerebro”, incidiendo en nuestro sistema nervioso y en ritmos que tendemos a naturalizar o directamente atribuimos a ‘los tiempos que corren’. Pero lo que los tiempos que corren dejan ver en el apuro idiota que nos rige es una suerte de “hipertrofia del sistema de atención externa” que horada la atención más arraigada en la corporalidad, la capacidad de aferrar la existencia desde la integralidad abierta que nos plantea la vida orgánica; entonces, la hipertrofia juega a favor de una progresiva sensación de autonomización del cerebro. Por ejemplo, “los niños ya no saben aburrirse”, cuando “el aburrimiento es fundamental para el desarrollo de las zonas cerebrales asociadas al imaginario y a la creatividad”.

La utopía de un cerebro sin cuerpo se inscribe en una trama bien concreta: créditos públicos o de fundaciones privadas para que los investigadores en neurociencias y robótica avancen en ese sentido, grandes firmas que apuestan enteramente a esa “transformación” y sentidos instalados que abonan el sustrato epistemológico de la inteligencia artificial como norte evolutivo naturalizado. Dineros y energías destinados a la superación del cuerpo: “Cómo hacer para que el cuerpo, con sus límites y fragilidad, no moleste”, pregunta irónicamente Benasayag.

A modo de ejemplo histórico, el libro advierte que la digitalización es comparable a la escritura, por cuanto modificó la anatomía de los cerebros humanos. También es comparable a la escritura por el modo en que puede alejar a los hombres de su poder de actuar. La “desterritorialización” operada por la digitalización disloca al cerebro de lo biológico orgánico y separa al animal humano de todo sustrato preindividual y no representable, en favor de la captura lógico-formal que no deja pasar nada que desborde su capacidad codificadora.

La cuestión central del libro es determinar si la digitalización de las vidas supone una transformación de la especificidad antropológica o si se trata solo de un elemento nuevo en un contexto antropológico más o menos parecido. Que la relación hombre-máquina maquinice al hombre significa que este, poco a poco, por delegación de funciones y redefinición de su forma de estar en el mundo, tienda a despojarse de su condición orgánica y concebirse como una máquina funcional, con las consecuencias orgánicas que eso acarrea.

La “artefactualización” economiza energías y acciones en función de un resultado óptimo, según el parámetro de optimización… artefactual. Es un modelo de atajos y ahorros para el cual lo orgánico resulta tan pesado como incomprensible, tan molesto como no codificable en los términos lógico-formales de las máquinas. Es el modo en que la digitalización, lejos de aparecer como hibridación al servicio de lo vivo, se opone epistemológicamente al paradigma orgánico para el cual la vida, como decía Simmel, es siempre más vida. Nuevamente, insisten las preguntas del libro: “¿Es posible, entonces, reinscribir la tendencia a la hibridación “tecnología-ser-viviente-cultura” en un sentido que haga pie en lo orgánico?”.

Pero Benasayag no se refiere al organismo como la esencia del ser humano, sino como un modo de ser, una forma de funcionamiento que se define por su dinámica “intensiva” organizando partes “extensivas”, organismo que se caracteriza por absorber algo de su ambiente para transformarse y desfasarse de sí mismo sin dejar de ser, en algún punto, ese mismo existente que se autoorganiza (“El papá de Pedrito tiene en sus brazos a un Pedrito que es el mismo porque ha cambiado…”). A diferencia de los agregados, que se definen por la suma y la conservación de sus partes extensivas, donde el único tipo de cambio que tiene lugar es el cambio cuantitativo no intensivo, los organismos, los vivientes, mutan autorregulando la relación entre lo que dejan atrás y lo que incorporan. De ahí un problema que está en el corazón de los procesos de hibridación que suponen una agresividad inusitada: “En efecto, el aumento del cerebro, por ejemplo, a partir de agregados tecnológicos tiende a tratar al organismo como si fuera un agregado”. El agregado trata al organismo, que es un todo no coincidente con la suma de sus partes, como si fuera una sumatoria de partes extensas descomponibles y recomponibles. Pero no hay “desperfectos” en el organismo, sino falla irreductible, no coincidencia consigo mismo, que hace a su singularidad. Lejos del equilibrio e impredecible, un organismo vive de acuerdo a su potencia, que irá descubriendo en su devenir.

El desafío contemporáneo, entonces, pasaría por imaginar formas de hibridación hegemonizadas por lo orgánico. La política del libro de Benasayag no es otra que la de –como él mismo plantea– “conflictualizar” las hibridaciones que avanzan incuestionadas y buscar las condiciones en que los conocimientos científicos y tecnológicos se encolumnen detrás de un conocimiento orgánico de la vida orgánica para potenciarla en lugar de ponerla mortalmente en riesgo. La crítica del “cerebro aumentado” recupera las dimensiones de la dinámica orgánica de un cerebro inútil, aquel capaz de permanecer abierto a sus devenires más allá de una finalidad extra orgánica, cerebro de una lentitud parecida a la velocidad del infinito.

Bibliografía

Benasayag, Miguel; El cerebro aumentado, el hombre disminuido; Ed. Paidós; 2015