La economía venezolana ha fracasado. El modelo impulsado por Hugo Chávez ha caído en una espiral de autodestrucción que ha quedado manifestada en los trágicos resultados de sus indicadores macroeconómicos, siendo el ejemplo más común entre los expertos para indicar cómo no se deben gestionar las finanzas de un país. A tres semanas de cerrar el ejercicio 2015, el rumbo económico de la nación caribeña apunta al colapso total, ubicándose a la cola del desarrollo de la región.

Consciente de sus pésimos resultados, el Gobierno ha decidido guardar total silencio sobre la situación económica del país durante casi un año entero, siendo las únicas referencias los datos presentados por empresas, organizaciones y consultoras internacionales. Todos con la misma conclusión: Venezuela enfrenta una de las situaciones económicas más complejas de Latinoamérica y del mundo, mientras que el régimen de Nicolás Maduro tilda los datos de ser parte de una campaña internacional contra su mandato.

La falta de los datos públicos, además de intentar tapar el sol con un dedo, es una medida que atenta y viola la normativa presentada en la Constitución Revolucionaria de Venezuela, ya que en su artículo 319 establece que “el Banco Central de Venezuela rendirá informes periódicos sobre el comportamiento de las variables macroeconómicas del país y sobre los demás asuntos que se le soliciten e incluirá los análisis que permitan su evaluación”.

Ante la ausencia de datos oficiales, las estimaciones más fidedignas son las ofrecidas por el Fondo Monetario Internacional (FMI), que cifra la tasa inflacionaria del 2015 en un 200%, lo que se traduce, por cuarto año consecutivo, en la inflación más alta del mundo y en un incremento de más del doble con respecto al año pasado, cuando se sitúo en el 68%. En este sentido, se ha percibido un acelerado descontrol del Índice del Precio del Consumidor (IPC) ante un deterioro del sistema productivo y una devaluación constante de la moneda.

La situación no mejora en el Producto Interno Bruto (PIB). La caída registrada en el precio del barril de petróleo, así como el desplome de las exportaciones tradicionales (crudo) y no tradicionales, ha ocasionado que Venezuela termine el año con una contracción del 10% del PIB. Un dato preocupante cuando se conoce que, en los últimos años, la productividad ha caído en picada. Según las estimaciones del FMI, la situación está lejos de mejorar. Por el contrario, prevén que en 2016 se agudice la recesión en un 6% más. Lo que implicaría que se alcanza un nivel similar a la de países en actual estado de guerra.

La trágica situación económica podría, incluso, ir a peor. Los representantes del Gobierno de Venezuela han asegurado que, tras el inicio del nuevo año, se lanzará un nuevo billete de 500 bolívares, lo que, evidentemente, conlleva a una nueva devaluación de la moneda y, por consiguiente, a un aumento representativo en los índices de inflación y reducción del poder adquisitivo de los venezolanos. Una desacertada medida que requerirían para hacer frente a la creciente diferencia que predomina con el dólar y que se ha venido acentuando de forma crítica desde la implementación del control cambiario.

La economía venezolana se desploma a una velocidad absurda, mientras las instituciones públicas no plantean ninguna medida lógica para reconducir las finanzas o restablecer el correcto funcionamiento del sistema productivo. De ahí que todo parece indicar que, en 2016, se revivirá la experiencia del presente ejercicio, donde las pésimas perspectivas de inicio de año fueron alcanzadas en solo seis meses. La economía se hunde, pero el régimen de Nicolás Maduro solo tiene en cabeza dos grandes preocupaciones: cómo mantener el poder y cómo evitar ser condenado por sus vinculaciones con el narcotráfico.