París es una de esas ciudades que nos pertenece un poco a todos. Ciudad de la luz, cuna del arte, cualquiera reconoce fácilmente la Torre Eiffel, el Arco del Triunfo o sus glamurosos bulevares. Por eso, un ataque contra la capital gala nos toca tan de cerca aunque nos separen miles de kilómetros. Por eso y, por supuesto, por ese sentimiento de impotencia que genera el terrorismo, por lo inesperado, lo inexplicable y lo injusto de sus acciones.

Las redes sociales, suerte de plaza pública de nuestros días, se han llenado de caras marcadas por los colores de la bandera francesa, eslóganes pegadizos, reflexiones y mensajes de condolencia. Es admirable el sentimiento de unidad que se ha generado en un mundo que cada vez parece más frío e impersonal, aunque a la vez resulta triste que sea necesaria tal barbarie para generarlo.

En cualquier caso, unidad es lo que hace falta después de un golpe de esta magnitud. Y eso es lo que hemos tenido en estos primeros días. Después vendrá la búsqueda de explicaciones, responsabilidades, fallos en los servicios de seguridad y demás especulaciones, como ya hemos vivido en otros ataques como los que sufrieron en el pasado Londres o Madrid.

Con todos los autores materiales muertos, por disparos de la policía o a causa de sus propios explosivos, el nombre de Isis comenzará a sonar de boca en boca. Un nombre que recientemente ha sustituido a Al Qaeda como primera acepción de “mal” en el diccionario mental de cualquier occidental.

Hasta hace unas décadas, el terrorismo era un fenómeno cuyas repercusiones se sentían principalmente en el ámbito nacional. Los españoles sufrieron con los atentados y secuestros de ETA, los irlandeses y los británicos con el IRA… Y así hasta completar una interminable lista de grupos terroristas y masacres. Sin embargo, los atentados del 11 de septiembre de 2001 supusieron un giro radical en ese sentido. Aunque los ataques se localizaron en un área geográfica bastante concreta dentro del extenso territorio de los Estados Unidos, todos los habitantes de lo que podríamos denominar Occidente se sintieron atacados. Y, sin duda, ese era el objetivo también de los agresores, al igual que lo ha sido ahora al elegir una de las capitales más emblemáticas de todo el mundo.

Este cambio de modelo también ha supuesto nuevas formas de combatir el terrorismo, no exentas de polémica. La acción de los cuerpos policiales nacionales era ya insuficiente ante un enemigo que se organizaba en otros países y que, en ocasiones, solo hacía una mínima incursión en el territorio nacional de su próxima víctima para cometer el atentado. Ante esta situación, unos optaron por intervenir militarmente en las naciones que apoyaban o al menos acogían a estos grupos. Otros se opusieron a tales medidas y han visto en ellas la causa de posteriores ataques.

En cualquier caso, nada justifica la muerte de más de un centenar de personas en un ataque que no ha entendido de nacionalidades, razas, religiones ni más variante que la elección de un local determinado para pasar la noche del viernes. Buscar razones para la sinrazón es, por lo general, un ejercicio infructuoso. Ningún argumento devolverá la alegría a los heridos ni a las familias de las víctimas mortales. Del mismo modo, tampoco ayudará a recuperar la tranquilidad a todos aquellos que, aun estando a miles de kilómetros de París, se sintieron atacados el pasado viernes 13 de noviembre. Algunos albergan la esperanza de que, al menos, lo ocurrido ayude a muchos a comprender la terrible situación de la que huyen los miles de migrantes que atraviesan estos días Europa en busca de una vida mejor y alejada de la inseguridad que sufren sus países, donde los disparos, las explosiones y las muertes de inocentes forman parte de la vida diaria.