La alegre canalla

Un escrito anónimo[1] del siglo V a. C. estructurado como diálogo propone una crítica al sistema político ateniense, dejando ver por contraposición el núcleo de la incomodidad que la democracia instaló en ese incipiente occidente. El descontento de uno de los personajes y el fastidio del otro dan cuenta tanto de su exterioridad a la lógica del Demos como de la inevitable interpelación que la democracia ejercía, no solo como forma de gestión de lo colectivo, sino, sobre todo, como punto de vista del común, incluso como subjetivación sublevada -o sublevación subjetiva. Es decir, aun prevaleciendo entonces el sistema democrático, la denuncia de sus oponentes pro oligárquicos está transida por aires de superioridad y compone el punto de vista antidemocrático por excelencia. La preocupación central de nuestro anónimo pasa por el lugar que ocupa en la vida colectiva la llamada “canalla”, suerte de pueblo-jauría, colectivo no ilustrado, masa incómoda para la filosofía de las alturas. En el desarrollo del diálogo no se trata de dos actores en pugna, el campo de batalla no está estructurado a priori por el par amigo/enemigo, sino provocado dos regímenes de relación en pugna: un dispositivo de prestigio, un sistema de jerarquías, de un lado y una suerte de continente abierto habitado por la posición del cualquiera, posición del otro como término fundante de la vida amistosa y de la vida en común.

El más asustado de los personajes dice algo contundente: “El pueblo no quiere ser esclavo en una ciudad regida por el del buen gobierno, sino ser libre y comandar: no se preocupa por el mal gobierno”. Su compañero de diálogo, que, según Luciano Canfora (curador italiano de la edición del diálogo) encarna una suerte de “oligarca inteligente” le responde: “Justamente, de eso que tú llamas ‘mal gobierno’ el pueblo extrae su fuerza y su libertad.” Es que la democracia aparece como generación y apropiación de los medios de decisión por parte de cualquiera, de “cualquier hocico”, antes que como una determinada forma de gobierno. Por eso, no es tan importante la distinción entre buen y mal gobierno, entre gobierno de los mejores y gobierno de la hocicuda canalla, sino la tensión que en uno y otro se da entre la posibilidad de liberar singularidades como subjetivación de la institución tácita llamada demos y las formas de captura, gobierno y codificación como administración de los cuerpos y mistificación de los comandos.

Del otro lado de la preocupación del anónimo ateniense se reconoce, como si miráramos en negativo, una democracia entendida como proceso impuro y abierto, a tal punto que no está claro y establecido el lugar de la responsabilidad última que, mediante algunas artimañas o vuelta sobre sus pasos, en caso de haber adoptado medidas inconvenientes, el pueblo podrá cuestionar. Ese rasgo que el oligarca no acepta en la canalla es la astucia, curiosa autoregulación de lo que el proceso democrático pueda tener de indeterminado. La razón canalla (que no es la “razón populista”) está dada por su ímpetu constituyente y la posibilidad que se reserva de rehacer las reglas y denegar las leyes que circunstancialmente la perjudican. Desde el punto de vista del poder, no poseído estáticamente, sino encarnado históricamente por los personajes del diálogo anónimo, la democracia se parece a una suerte de régimen libertario de las pasiones, ya sea por supuesto desorden organizativo o por falta de determinación en el sostenimiento de las “buenas virtudes” del gobierno. A su vez, esa pasionaria política albergaría en su seno, siempre desde el temeroso punto de vista de los oligarcas, el germen de la tiranía. ¿Tiranía de las pasiones? Tal vez estamos ante una muy lejana génesis del desprecio a las expresiones populares del exceso vital. Como cuando se señala peyorativamente el comportamiento derrochón de un país entero –por ejemplo, la Grecia de nuestro presente– desde centros de poder que nada se ahorran en términos de concentración de capital y negociados con las deudas público-privadas –por ejemplo, la Troika.

El pueblo ateniense es acusado por los personajes del escrito anónimo como la más baja categoría de ser social, como la encarnación de una ignorancia irreversible, en algún punto, como le estupidez misma. Es necesario para el régimen de jerarquías con que la “gente de bien” pretende ordenar el mundo y distribuir las relaciones, mantener esa imagen de un pueblo que es cuerpo despojado de razones, perdido en bajas pasiones, torpe para sí mismo y para los otros. Condición, esta última, que sirve la mesa a una imagen de la tutela, repartida entre los pocos (régimen de la posesión) y los mejores (régimen de la excelencia). La canalla parece exhibir el potencial subversivo de la ignorancia, suerte de idiotez que se exime del conocimiento de las jerarquías. Es la inteligencia de los tontos, su insistencia sin cálculo y su cálculo sin hipocresía. Lo que todos tenemos de tontos cuando el mundo nos deja perplejos es lo que tenemos de leales cuando nos disponemos a repensar el demos a partir de un sacudón inesperado. Es que dominar supone a veces obligar al dominado a defenderse solo en nombre de una identidad o de una miseria, porque el poder particulariza y nos deja siempre en el lugar de tener que reivindicar lo que parece tonto por obvio: que hay vida antes de la muerte.

La inteligencia universal de la canalla, en tanto dispone de un planteo que ni siquiera el oligarca inteligente llega a percibir (ya que, inmerso en su lógica, todo lo cifra en términos de intereses de grupos), trata de un vivir y dejar vivir, de un “buen vivir” que no es exclusivo de un colectivo específico llamado pueblo, porque “pueblo ateniense” no nombra exclusividad alguna, ni resulta fácilmente predicable. En América Latina cabe una discusión que tome en cuenta la densidad histórica y memorial de la categoría “pueblo” y la plasticidad y composibilidad contemporáneas de la noción de “multitud”. Tal vez un desafío posible para el demos latinoamericano pase por no volver excluyentes estas categorías, sino crear un tipo de inteligibilidad que les permita coexistir potentes.

El “oligarca inteligente” del diálogo ateniense reconoce que el sistema democrático es muy bien defendido por sus propios protagonistas y critica a quienes no perteneciendo al pueblo se muestran, de todos modos, benevolentes con la democracia… Porque, en definitiva, –y esa es su inteligencia como premonición de una inteligencia de derechas– identifica a la democracia no como un sistema estable representativo o un dispositivo procedimental autonomizado –es claro que el planteo pertenece a un momento histórico pre-jurídico–, sino como la forma de vida propia del pueblo, la canalla, los comunes. En ese sentido, la democracia es percibida como una forma radical de gestión de la vida por y para el demos. Democracia no es el gobierno de los pocos (oligoi) ni de los mejores (aristei), pero tampoco es central la condición mayoritaria en términos numéricos, sino más bien la forma de relación y el estilo de organización de los que producen casi todo, y, no pocas veces confinados al rincón de los despreciados, se reinventan mediante nuevos y más abiertos parámetros de apreciación. La jauría aguerrida y derrochadora que, a pesar de todo, sabe cuidar de sí.

La ambivalencia del pueblo

En su ensayo Narraciones de la independencia[2], Dardo Scavino se pregunta por la enunciación bolivariana acerca del pueblo y del tipo de “nosotros” que se configura en los intercambios que Bolívar mantiene con los ingleses. El in crescendo del tono del militar Bolívar acompaña su posicionamiento y el de los suyos como actores principales. Así, pasa de relatar la candidez que gobierna a los indígenas y el afecto que trama la relación entre estos y los criollos, a reivindicar la “autoridad constitucional” en beneficio de la minoría criolla. Durante su estadía en Kingston, cartas y publicaciones en la Gaceta de Jamaica buscan tanto abonar la legitimación de los americanos descendientes de españoles como conseguir financiamiento inglés para las campañas de liberación. Entonces, al tiempo que atenuaba las diferencias entre indígenas y criollos, resaltando el antagonismo entre americanos y españoles, asomaba una suerte de aristocracia militar e intelectual que se arrogaba el movimiento entero de la liberación.

Scavino no se priva de echar mano a la fórmula de Laclau para intentar explicar la “operación bolivariana” que, de manera simplificada, consistiría en un reparto de la escena tendiente a jerarquizar un antagonismo por sobre otros, manteniendo esa suerte de “contradicción principal” una función ordenadora de otros conflictos que, o bien pasan a ser considerados menores, o bien se presume serán equivalencialmente atendidos. Así, la narración independentista sobre la constitución del pueblo en los albores de las revoluciones libertadoras habría forjado una identidad americana en contradicción con los conquistadores españoles, configurando, al mismo tiempo, la hegemonía criolla. Según Scavino, la doble operación se corresponde con las dos fábulas de los textos de la independencia: “la epopeya popular americana y la novela familiar criolla”[3].

No hay continuidad necesaria entre los “explotados” o esclavizados o despreciados de ayer –siglo XIX– y el pueblo castigado de hoy –trátese de la primera mitad del siglo XX o posteriormente. Si bien el corte entre “civilizados” y “salvajes” se impuso a sangre y fuego y perdura, la constitución política del pueblo incluyó, en un principio, a los “civilizados” y marginó, por ejemplo, a indígenas y afrodescendientes. En ese sentido, no extraña que los tobas, los wichis y los pilagá hayan sido tan maltratados por el gobierno de Perón –y tan poco defendidos por el pueblo peronista. ¿Tendrán que ver esos episodios con la frase inicial de una charla en que Horacio González sorprendió a su auditorio con un simple susurro: “Perón fue roquista”? El “buen pueblo”, imagen que reivindica al “cabecita negro” sin dejar de remitir a una génesis blanca y europeoide. Se observan a primera vista una discontinuidad y una continuidad: por un lado, la conformación del pueblo peronista supone la ruptura de un tipo de jerarquía que asociaba a los trabajadores y el lumpenaje a los ecos de ese “salvajismo” combatido en el siglo XIX por el proyecto conquistador burgués (como lo llama David Viñas); por otra parte, algo de la génesis “blanca” del pueblo liberado perdura como parámetro y como anhelo –en términos marxistas se dirá que se trata de las aspiraciones burguesas de un pueblo poco dispuesto a trastocar las relaciones de producción. Por eso a Rozitchner le interesa –siguiendo a un Clausewitz muy distinto al de Perón– el pueblo como levantamiento defensivo, antes que el pueblo triunfal. Porque el triunfalismo hace agua subjetivamente, es el festejo de los sumisos, los que, encantados con su buen y astuto jefe o con su oportunidad de la hora, se aferran a un principio de pertenencia que tiende a sustancializarse.

El pueblo peronista reúne, entonces, potencia plebeya y proyecto civilizatorio al calor de su propia forma de concebir “orden y progreso”. El mínimo de alteración consistió en la incorporación a la vida colectiva de un actor antes no tenido en cuenta. Y cuando la falla parece no asomar, el fallido máximo se percibe en algunos cánticos, desde la marcha peronista que combate en sueños al capital cuando en su desarrollo concreto lo hace viable, hasta la famosa “Mañana es San Perón, que trabaje el patrón”, tan desafiante como irrealizada. El trabajador soportó la dictadura posterior y el mal menor electoral que significó Frondizi en mejores condiciones económicas que a mediados de los ‘40 y habiendo conocido la mayor ampliación de derechos laborales, pero en condiciones de agotamiento de la potencia del 17 de octubre. Tal vez una suerte de peronismo “menor” haya sido traficado en los entrelugares del trabajo alienado bajo esa mezcla de solidaridad y sabotaje que después se conoció como período de la “resistencia”. ¿Se hace pueblo la multitud despreciada cuando un sentimiento aglutinante le permite afirmarse a sí misma? ¿Se hace multitud un pueblo desamarrado de la verticalidad ordenadora del partido y del trabajo?

No era posible una cultura de izquierda que evitara al peronismo, pero tampoco fue posible un peronismo de izquierda que se asumiera tal hasta las últimas conseccuencias. Rozitchner, en la revista Contorno de abril del ’59 sostenía que si alguien no podía juzgar al peronismo esa era la burguesía. Se declaró, como intelectual de una incomodidad de izquierda, amigo del proletariado. El francotirador que escribió el mejor libro crítico del peronismo problematizó su propia condición de clase, que incluía la génesis del blanco europeo como parámetro y anhelo en el corazón del campo popular. ¿Es un legado inadvertido? Corriéndose de la cerrazón de izquierdas señaló la clausura como punto ciego de la tradición popular. Liberarse del Libertador parecía ser el desafío.

Nosotros

“somos nosotros”, los que nunca dejamos de ser leales a nuestras potencias, incluso si ese nosotros es del tamaño de un puño”
Colectivo Juguetes Perdidos

2001, la razón de Estado queda lejos de los cuerpos, al punto de tener que volver a tramarse cuerpo a cuerpo. Ya no inscribiéndose con la fuerza y solidez de la institución moderna, sino explicitando litigios o inventándolos. Si la institución inscripta en la lógica estatal, es decir, esa que tiene como paninstitución al Estado, abordó a los cuerpos desde una mirada previa y pretendió formarlos según moldes más o menos establecidos, después de 2001 el gobierno de los otros debió reformularse. La escuela sarmientina quedó atrás, ya no se producen ciudadanos en serie, sino que se trata con consumidores a la intemperie, no se los forma sino que se los sondea… o directamente se los caga a palos.

Fue Ignacio Lewkowicz quien, en el marco de sus grupos de estudio y producciones colectivas, dio el puntapié a una imagen renovada del “nosotros”. Y Pablo Hupert fue uno de los que tomó la posta y se volvió a preguntar por ese “nosotros”: aparece como una forma de relación política y social que conecta una cultura de izquierda más o menos difusa y una tradición como el autonomismo, con una instancia histórica caracterizada por el agotamiento del Estado nación en sentido moderno, es decir, como donador de sentido, y, al mismo tiempo, la apertura de un territorio más o menos incierto que llama a forjarse nuevas consistencias cambiando los ejes históricos de resistencia e invención de formas de vida. Es decir, que ese “nosotros” es, al mismo tiempo, un concepto que intenta dar cuenta de procesos de subjetivación posnacionales, una definición deliberadamente imprecisa de actores que se articulan o se aíslan según diversas circunstancias y un llamado a conformar ese “nosotros” como reserva de una práctica y un pensamiento de lo común. Concepto, descripción fenoménica y llamado político.

Esta pensante historiografía que funciona como una historia del presente se sostiene en la “situación” como si se tratara de una unidad mínima indivisible. Por ejemplo, al decir de Lewkowicz, si la asamblea configuraba una relación no dependiente de las prefiguraciones del caso y solo consistente por lo que se podía pensar en común, es decir, configuraba lo que podía, el pueblo –siempre bajo estas nuevas condiciones– aparece como una forma magnificada del “nosotros”, desproporcionada en relación a una idea de su propia potencia. Carne de cañón para la abstracción. Pero la desproporción existencial respecto de un pensamiento de la propia potencia se paga, en condiciones posnacionales, con el descubrimiento de la inexistencia: “se puede inexistir”, dice Lewkowicz. La anécdota como ramificación del relato histórico nos muestra el drama en torno al DNI, tanto por lo que significaba perderlo por el camino, como por la militancia anarquista que en los ’70 lo supo tomar de punto. Pero hoy día perder el DNI ni siquiera supone mayores trastornos, mientras que olvidarse el teléfono celular se percibe casi como una amputación… Ni pensar el robo del celular seguido de linchamiento: la identificación sin fisuras con el enano propietario que anidamos como mínimo existencial en la época de los ataques de pánico. ¡Vaya que se puede inexistir!

De la existencia sustantiva del pueblo al pueblo desencajado, como predicado de la contingencia. El “nosotros” histórico material es el que se configura directamente –es directamente plural– en situación y produce a sus integrantes, que son velocidades –antes que yoes– como singularizaciones. Hupert piensa la operación historiadora como oficio y como tarea del “nosotros”, es decir que el “nosotros” puede ser constitutivamente algo historiador, ya que de eso depende su autodiagnóstico, sus condiciones de habitabilidad y su cautela ante formas imaginarias de lo colectivo tanto como ante cinismos resignados o capturas reactivas (“vecinos”, “la gente”). Además, en ningún momento ese “nosotros” es ubicado en las alturas de una comunidad aristocrática, ni toma la forma de un grupo bien diferenciado del resto, ni de un modo de vivir distanciado de las prácticas populares y cotidianas. Cómo encontrarse, cómo vivir juntos, son preguntas que nos reenvían a los comienzos de la filosofía política moderna. “Estamos, nuevamente, empezando”, dice Lewkowicz, y continúa: “la tarea de pensamiento de nuestra generación es investigar los mecanismos concretos de la producción de nosotros”[4].

Se trata de pensar juntos, pero no lo mismo, de sostener la alegría del encuentro y la producción de formas de lo vivible antes que de durar, de ensanchar el presente de unos “nosotros”, antes que de alcanzar de una vez por todas el triunfo. El pueblo se forjó al calor de una posible tradición de las formas de vida invisibilizadas y emergió con cierto exceso de peso que lo volvió a sumergir. Hoy la sutura político mediática del sentido mantiene con incomodidad bajo su manto aparentemente tranquilo y consensual una intensa proliferación reticular de “nosotros” sin imagen. He ahí una apuesta posible.

Referencias

[1] Anonimo ateniese (edición al cuidado de Luciano Canfora), La democracia come violenza. Palermo: ed. Sellerio, 1991.
[2] Dardo Scavino. Narraciones de la independencia. Buenos Aires: ed. Eterna Cadencia, 2010.
[3] Idem., p.255.
[4] Ignacio Lewkowicz. Pensar sin Estado. Buenos Aires: Paidós, 2004.