Anotaba el otro día en el cuaderno, mientras contemplaba con cierta emoción y nostalgia una bucólica y cálida imagen de mis abuelos paternos, Eliberia y José María, que aquellos años de dureza, la postguerra, fueron realmente pobres en lo material. Esos años, tras aquella miserable guerra, como lo son todas; esos años que precedieron a los sesenta. Años de sacrificio, de penas, de miserias, pero ricos en valores y en la esencia del ser.

En la foto están mis dos abuelos, en aquel corral de su casa, en la parte que daba a las portás, enjalbegado cada año de aquella cal blanca que le hacía brillar. Junto a ellos no había ningún coche de alta cilindrada, pero ahí estaba su carro. En la humilde casa no había nevera y, por lo tanto, entre otras cosas, tampoco leche de diferentes tipos (semidescremada, descremada, entera, sin lactosa, de soja…) o zumos de variados sabores, a gusto de cada uno, pero sí estaba la cabra, con sus ubres inmensas, que alimentaba a la familia. No había parcela con árboles, césped y flores varias que cuidar por un jardinero al gusto, pero ahí el corral y el patio de la entrada, con sus macetas de geranios, hierbabuena, hortensias o claveles. No había camisas, ni polos, ni chaquetas de marca, pero ahí las alpargatas y el blusón limpios para cuando se volvía del campo. No había Mercadonas, tampoco Corte Inglés, pero ahí la tienda de Gustavo, las gallinas para los huevos, la huerta. No había alarmas ni sistemas de seguridad, la puerta siempre abierta para que entrase, cuando quisiere, cualquiera de los vecinos que eran como de la familia. No había estudios, ni carreras, ni títulos —aunque para algunos, los más pudientes, los de la capital, sí los había—, ni tarjetas de visita, pero ahí estaba el amor de la abuela y el abuelo para sacar adelante una familia. Y sí, de pueblo, de ese pueblo que no olvido jamás porque es mío y en cada piedra siempre un recuerdo y una lección.

Una lección de humildad de toda aquella época, de aquella generación, que sacaron a sus familias adelante, a los que son nuestros padres, que luego, a su vez, también con esfuerzo, con penas, con sacrificio, con pocas comodidades, nos hicieron llegar a nosotros hasta aquí, a lo que somos hoy, y por ello nos creemos más listos que nadie... en mi opinión, que es la de la experiencia, lo que sí somos es algo más vacíos.

Y sí, claro que sí, fueron años duros. De seguro lo pasaron mal. Pero lo vivían de una manera diferente porque el deseo y el ego no les había atrapado como a las generaciones venideras, esos que hemos venido después con un pan bajo el brazo. Ahora muchos lo pasan, o lo pasamos, mal por no tener el iPhone último modelo, o el coche o la casa no sé cómo; por no ir de vacaciones a qué se yo qué lugares; y cuándo lo tienen, cuando lo consiguen, se cansan y desean cambiar por otro algo más novedoso o caro. El deseo es un volver a desear, un círculo cerrado que no cambia si no se rompe de manera radical. Y el deseo vence al ser. El ego nos controla y los valores, aquellos que nos transmitieron, se van perdiendo sin vuelta.

Debe ser la edad o, simplemente, la experiencia de la vida la que te hace analizar el camino, los muchos errores y pocos aciertos. Cada vez son más los momentos que utilizo para reflexionar sobre todo esto. Sobre el allí y el ahora.

Pensaba esto en la soledad. Nos conocemos en soledad. En soledad nos obligamos a ese encuentro con nosotros del que siempre huimos. Cuando nos vemos obligados a la soledad, por los motivos que sea, es cuando realmente encontramos nuestro verdadero yo. Lo esencial de nuestro ser. Pero no es fácil.

Estamos todo el día envueltos en ruidos, pasamos las semanas de aquí para allá sin parar ni un segundo; perseguimos lo material como si fuese la mismísima esencia de la felicidad.

La única manera que conozco de valorar más a los demás, lo poco o nada que tengamos, es, en primer lugar, encontrándonos con nosotros y valorarnos como ser esencial.

Soledad. Silencio. Eterna riqueza.

Es el silencio un lujo, la soledad un recurso a veces obligado. Cuando no se tiene se busca, cuando las circunstancias de la vida nos obligan a ella, se huye.

El silencio es un recurso para la reflexión, para el pensamiento, para el encuentro y la conversación con uno mismo.

El silencio se aprende.

Uno calla, escucha y aprende. Uno en silencio piensa, lee, crea.

Vuelvo a la filosofía, que no dejo. Vuelvo, en días como este, donde las temperaturas parece que nos asfixian y atrofian las ideas. Me dejo acompañar por Montaigne, por Epicuro, Marco Aurelio, Descartes y mi compañero de viaje Séneca del que encuentro este texto...

¿Puede haber algo más necio que el juicio de esos hombres que alardean de prudencia? Están afanosamente atareados en poder vivir mejor. A expensas de su vida construyen su vida. Organizan sus planes para un futuro lejano. Por otra parte, el mayor despilfarro de vida es la dilación: agota cada día como si fuera el primero, arrebata el presente mientras promete el porvenir. El mayor impedimento de la vida es la expectativa, que depende del mañana, y desperdicia el día de hoy. Dispones de lo que está puesto en manos de la Fortuna, desechas lo que está en las tuyas. ¿A qué aspiras? ¿Cuál es tu meta? Todo lo que ha de venir es incierto: vive al día. He aquí lo que proclama el mayor de los vates, y, como si estuviera inspirado por una boca divina, cante este saludable canto: «Los mejores días de la vida son los primeros en huir de los desdichados mortales».

No hay que ir mucho más lejos para encontrar la verdadera sabiduría: el ahora.

No hay que dejarse llevar por deseos materiales de futuro, acumulaciones que no garantizan la felicidad, sí la desdicha.