A veces con la mejor voluntad y siguiendo los cánones de educación que te han enseñado tus mayores desde niño, te diriges a una señora extranjera, cuya dirección te facilitó su esposo, y resulta que esta se siente profundamente ofendida y ni siquiera se digna a contestarte directamente, a pesar de que la requeriste en varias ocasiones. Cuando ya, desorientado, dejas todo en el cajón de las cosas inexplicables, recibes un correo de su marido donde en correcta manera nipona viene a decirte que has sido un mal educado, impulsivo, que su esposa se ha sentido invadida en su intimidad y que no intentes ponerte en contacto ya con ellos. Que «la mano que iban a darme» no cuente con ella nunca más (sic.).

Hago aquí el inciso de que la mujer, nacida en Hiroshima, y él, fotógrafo profesional, me acompañarían durante mi estancia en esa ciudad con motivo de acabar un poemario sobre Sadako Sasaki, con el patrocinio del Ministerio de Cultura de España. Ellos viven en una ciudad cercana a Tokio y, entusiasmados por mi proyecto, iban a servirme de intérpretes, ya que ambos hablan español; además él haría fotos a sobrevivientes de la bomba para completar mi estancia con una entrevista con ellos, para un artículo destinado a la revista Meer, donde suelo publicar. Todo este plan maravilloso se fue al traste por una carta aparentemente incorrecta, según su criterio, que yo envíe a la señora previo conocimiento y con la información que me facilitó el esposo.

Dejo aquí la carta de la ofensa para que alguien me ilumine donde está mi error con la finalidad de no incurrir en él de nuevo. Hago una pausa en el relato para indicar que el marido estaba en un grupo de WhatsApp sobre cultura japonesa, integrado por personas de variada procedencia: Estados Unidos, América hispana, Europa, China y, por supuesto, Japón. Pero, a raíz del incidente, él salió del grupo sin ninguna explicación, lo que produjo extrañeza en muchas personas. Yo, que sabía las causas, preferí guardar silencio para no crear más polémica en un tema que me dejó confuso.

Reproduzco la carta que envíe a esta señora por indicación —repito— de su marido. He cambiado, por obvios motivos, los nombres verdaderos.

Señora Azumi, mi nombre es Felipe Sérvulo.

Es un placer contactar con usted gracias a la información que me ha facilitado su esposo.

Estoy muy agradecido a la ayuda que puedan facilitarme y sería un placer conocerlos personalmente en Hiroshima.

Casualmente hoy día 23 en España han publicado un artículo mío en «Meer» que habla de Sadako con fotos de la última vez que estuve en el Parque de la Paz junto al monumento de la niña «hibakusha». Se lo envío.

Raito, me ha hablado de la desaparición de personas relativamente jóvenes de su familia con cánceres. Ya sabe que los efectos de la «lluvia negra» persisten durante generaciones. Será muy interesante oír su testimonio y, si les parece bien a ustedes, publicarlo.

También me gustaría entrevistar a sobrevivientes. He escrito al Museo Conmemorativo de la Paz para que me faciliten contacto con ellos.

Espero que por el cambio horario no le moleste este WhatsApp.

Le deseo mucha salud y le envío un afectuoso y agradecido saludo.»

El segundo «incidente» se produjo una vez publicado mi poemario Cúmulos de plutonio, en donde establezco un diálogo con Sadako Sasaki.

Cuál no sería mi sorpresa, cuando un conocido mío japonés me dijo que le explicara por qué había puesto ese título en un libro ambientado en Hiroshima, ya que allí la bomba fue de uranio. El plutonio se empleó en Nagasaki y el título por mí elegido inducía a error (usó la palabra «engaño», quiero creer que fue el traductor que la introdujo con poco acierto).

Yo no recordaba esa circunstancia del material empleado en las bombas, pero de haberlo tenido en cuenta, jamás hubiera puesto «Cúmulos de uranio». Intenté explicarle que era una simple licencia poética y que no se trataba de un ensayo ni de un libro histórico, en los que sí hay que ser más riguroso.

Prestar atención a esta circunstancia y escribirle al autor para corregirlo, me pareció excesivo.

El tercero, tal vez el de mayor impacto y que me dejó sumido en la desazón varios días, ocurrió en el acto de la presentación del libro del que estoy hablando en el Espai Margarita Xirgu de Castelldefels. En un momento dado, Kalita de 6 años, sale vestida de japonesa y desde la calle hasta el escenario va arrojando flores de almendro y cerezo al suelo. El traje se lo hizo con mucho amor, su àvia y el conjunto de la performance fue un rotundo éxito, en una sala llena con más de noventa personas, para alegría de todos nosotros y, sobre todo, de la editorial que vendió en una tarde cincuenta libros.

Como había puesto vídeos en distintas redes sociales, a los pocos días me llegó este mensaje desde Japón en un defectuoso español que, también, achaco al empleo del traductor:

Muy lamento informarle por favor déjeme ayudar en forma previa los detalle. Si comprendo que quieren mostrar algo hermoso japonés y trasmitir la paz por supuesto pero un detalle importante esta ninña está vestida actuada de muerta porque el cuello de kimono no debería juntarse asi en el momento cuando la lleva a cremar la coloca en el ataúd verdad ahi entra vestida blanca y ese cuello de kimono. Si es una niña viva debería estar al revés si se ve como y lamento mucho decirlo pero apena mucho a una niña viva española.

Lo cierto es que nosotros anteponemos a cualquier detalle erróneo la buena voluntad de la persona que organiza un acto, en este caso la actuación de mi nieta y el amoroso cuidado de mi esposa al vestirla. Que alguien se fijara en cómo está cruzado el kimono (mal, parece ser) y que se hablara de una niña muerta y de cremación, me dejó muy mal cuerpo durante varios días, aunque omití comentarlo en familia.

Estos son tal vez matices que en Japón poseen relevancia, pero para nosotros, engreídos eurocentristas, como nos califican a veces, creo que hay otros valores y siempre prima la buena intención de las personas al actuar. Las disculpamos si actúan de buena fe. Al menos en esta esquina de Europa que llamamos España.

Como no entendía las situaciones, me puse en contacto con mi familia japonesa y con amigos de allí. Una especie de «gabinete de crisis» al cual acudo en momentos de necesidad.

Todos se asombran de que siga habiendo todavía personas que se comporten de esa manera con un extranjero e intentan explicármelo.

En el caso de mi carta a la señora Azumi, piensan que no le gustó que yo, un extraño, hablara de su familia. También hay sectores a los que no les gusta el término hibakusha, ya que esa palabra, para los sobrevivientes, fue solo el comienzo de años de dolorosas heridas, discriminación social, miedo y, además, sentimiento de culpa.

Quienes estuvieron expuestos a mayores dosis de radiación, a primera vista parecían ilesos, luego mostraron síntomas como pérdida del pelo y sangrado; más tarde se reportó un aumento en enfermedades como el cáncer y la leucemia, lo que hizo que vivieran con incertidumbre y ansiedad. El miedo les marcó toda su vida con la agravante del rechazo al creer la población que sus enfermedades podías ser contagiosas.

Tal vez yo al emplear esa palabra, hibakusha, en mi comunicado, desperté algún sentimiento doloroso en ella. Quizás.

Respecto a mi «engaño» al utilizar el término plutonio en lugar de uranio en el título del poemario, mis asesores del Japón me dicen que la reacción provocada es fruto de la obsesión que tienen algunos por la perfección, lo que los lleva a no aceptar una improvisación. Para este grupo, cambiar algo establecido de antemano es un anatema.

Y respecto al kimono que llevaba puesto Kalita y cuyo comentario me dejó tan mal cuerpo, me indican que en este apartado de los detalles Japón roza la obsesión. Las cosas se hacen de una manera y basta. No se puede cambiar ni negociar absolutamente nada.

Conclusión: somos dos pueblos viejos, llenos de complejos y normas. Estoy seguro de que mis conocidos y amigos japoneses me aprecian y valoran como soy. Como yo los aprecio y valoro a ellos.

Con mi familia japonesa: Miyuki, Javier, Takumi y Yume, el sentimiento es mucho más profundo. Me duele su lejanía física.

Japón me parece un país fascinante, de cuya historia y costumbres podemos aprender mucho.

Esto que he descrito como roces culturales son «pelillos a la mar» y ya se sabe que, a estas cosas, tan pequeñas, se las lleva el viento del afecto.

Entonces me sumerjo en los gratos recuerdos de ese Japón que tengo, tal vez, idealizado y vienen conmigo, a Hiroshima, como en el epílogo de mi poemario: senbazuru y su historia de amor cerrada como el fruto del almendro. La ceremonia del té y los tazones de raku de Yasunari Kawabata, que me llevan camino de Kamakura a Mitaka-shi como parada obligada para abrazar a Takumi hasta llegar a Hiroshima como destino final, la ciudad mártir donde sobrevuela Sadako. Allí las mil grullas de origami se transforman y renacen; ya no concederán un único deseo a quienes completen la cifra mágica, cada una de ellas será un grito esperanzado por la paz del mundo y para que nunca vuelva otro Enola Gay.

Y si hay que soñar, quisiera ver algún día como se apaga la Llama de la Paz, porque eso será que ya no hay armas nucleares en el mundo.

Cada ocaso muere contigo como criaturas inmoladas el fatídico 6 de agosto y cuyas cenizas están depositadas en Burial Mound, tan cerca, pero han vuelto los niños de partos jóvenes que hoy cantan junto a ti, que no son tuyos, ni son míos, pero son nuestros herederos de la Tierra.

Caminar entre los ginkgos del parque y saber que siempre te voy a encontrar en el lugar preciso a tus doce años en punto de la historia, tan triste como hermosa.

Bajo el puente Otagawa, veo pasar el barco de los enamorados sobre las aguas del Ōta que un día discurrieron hirviendo. Una pareja se besa y la mano del chico acariciando el seno de la muchacha renueva mi esperanza. Y descubrir, como un milagro, que, en el otoño siguiente al holocausto, rebrotó la hierba en Hiroshima.