En la literatura se busca y pretende la originalidad de lo nuevo, aquello que nadie, nunca, acometió. Aparecen las vanguardias, denostando a las generaciones precedentes -sin denuesto, no hay primera línea estética-. Nuestro caro Nicanor Parra incurrió en esta pretensión estridente, en los 50 del pasado siglo, afirmando que antes de él la poesía había sido el paraíso o el reino del tonto solemne. Algo de razón hubo en el aserto, sí, en escasa medida y respecto a un grupo o «pléyade» parnasiana, pacata y tradicionalista de nuestra isla iletrada. Pero, poco a poco, estas afirmaciones rotundas se deshacen como terrones expuestos a la lluvia. Porque aparecen los precedentes, a menudo remotos; en el caso parreano, surge François Villon, dos siglos más tarde, Quevedo; en Chile, Carlos Pezoa; en Portugal, Fernando Pessoa... Baste.

En el caso de don Nicanor, sus novedades van más allá de innovaciones lingüísticas, constituyéndose en características del personaje Parra, burlón, iconoclasta, controvertido y confrontacional, exhibiendo sus artefactos. En esto nos recuerda a Vicente Huidobro -en lo del personaje que parece exceder la obra-, con la diferencia del ámbito social donde ambos se movieron y desarrollaron (Todavía los exegetas huidobrianos luchan por la prioridad del Creacionismo).

Pablo de Rokha ostenta, a mi juicio, originalidades más perdurables, a través de textos poéticos novedosos, articulados desde las voces populares de la tribu. Notable ejemplo es Epopeya de las comidas y bebidas de Chile. Esto lo conversamos con mi entrañable amigo gallego, pintor y poeta, Antonio Chaves Cuiñas, gran estudioso de la obra del hijo de Licantén. Sin embargo, también de Rokha tuvo paradigmas remotos, como el Arcipreste de Hita, en su inigualable Libro de Buen Amor, en donde la comensalía adquiere desaforados ribetes dionisiacos, a la manera de Rabelais y su pantagruelismo.

A Roberto Bolaño se le atribuyeron, hasta hace poco, innovaciones algo inciertas, «novedades» venidas de otras tierras, paradójicamente, cribadas en la tradicional Cataluña o en tierras calientes del siempre revolucionario México. A la postre, nada mejor de lo que logró Cortázar, con mayor maestría y mejor humor. Su farragosa novela, 2666, engrosada de crónicas periodísticas e historias dentro de la historia, no ofrece nada nuevo, como no sea cierto desenfado lingüístico cuyo efecto se diluye en una actitud de «autor consagrado» o perdonavidas de las letras nacionales... (Warnken, nada novedoso, luce de bolañista y amarillo).

Y es que, después de El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, no hay nada nuevo bajo el sol de la novela. Joyce construyó una gigantesca parodia cotidiana con La Odisea, por medio de su celebrada y poco leída Ulyses. Es decir, se afirmó de lo más antiguo y tradicional para innovar la narrativa de hace un siglo. Convengamos que lo consiguió a medias, transgrediendo límites semánticos, sintácticos y ortográficos, pero el precio fue altísimo: a despecho de los críticos canónicos, Ulyses es una pieza de museo, en las antípodas de Cien Años de Soledad, por ejemplo. El barómetro implacable es aquí la lectura.

-Bueno, ¿y qué me dice usted de la originalidad del «realismo mágico».

-Que la encontramos antes en Tirano Banderas, de Ramón del Valle-Inclán, y poco después reaparece, con inusitado esplendor, en Paradiso, de José Lezama Lima; si me apura, también en Los Ríos Profundos, de José María Arguedas.

-Entonces, ¿no cree usted que sea factible lo «original literario»?

-No, a menos que apliquemos esta categoría al estilo particular de cada creador; es decir, que al leer un texto sin conocer previamente la filiación del autor o autora, nos demos cuenta a quién pertenece. Gabriela, Borges, Valle-Inclán, son -entre otros privilegiados- inconfundibles, originales, en cierto modo.

-Y usted, que tanto comenta y critica, ¿se cree original?

-Esa respuesta sólo podrá dársela Micaela Souto; con su escritura se confunde la mía.

-Vaya, vaya...